Suele entenderse la reflexión histórica como el esfuerzo por generar un relato coherente sobre lo que sucedió, aunque no hay modo de saber con certeza qué sucedió de manera exhaustiva, no hay modo de contemplar todos los detalles, movimientos, argumentos, hechos, que fueron la vida del momento pasado sobre el que la reflexión quisiera historizar. El relato debe contentarse con poco, y, a partir de lo poco, historizar coherentemente. Esta concepción de la historicidad, que heredamos de los griegos, no es nuestro único modo de habitar la historia, aunque sí la concepción más extendida en el pensamiento de nuestro occidente cultural.
Nuestra forma común de concebir la reflexión histórica se enfrenta, como pieza fundamental, a la evidencia dura y consistente de la huella, o registro. Sólo lo que dejó una huella que el tiempo ha conservado puede ser historizado en este sentido; es decir, sólo lo que quedó registrado, bien la piedra que muestra nuestro paso (las ruinas, las ciudades, el trazado de los caminos, las huellas antrópicas sobre los muros y el paisaje), bien el registro simbólico que aún dice lo que fue hablado (los textos, las estelas, las tradiciones orales). El registro, la huella, se convierte así en referencia insoslayable e indiscutible. Ante el registro, podemos preguntarnos qué sucedió en torno, cómo se llegó hasta él, qué significó, qué pretendieron quienes dejaron huella, a dónde nos llevó, pero no podemos ponerlo en duda, él es la antonomasia del hecho, del dato, o factum. La huella es el único testimonio que la historiografía convencional contempla, todo debe girar alrededor de ella, el relato debe ser construido tomando las huellas como piedras miliares con las que componer capítulos y épocas, gruesos tomos en la serie histórica de lo que decimos que fue.
En comparación con la riqueza societal, cultural o humana de lo que hubo –siempre abiertas a la indefinición–, la huella siempre dice poco, o nada, pues bien podemos sentarnos frente a ella a escuchar, que apenas escucharemos algo, y será el historiador quien le preste su voz en la maniobra de la reconstrucción historiográfica. En el extremo de esta perspectiva, podríamos decir que todo lo que no quedó registrado ha desaparecido en la corriente de las generaciones y los siglos. Ante el registro, podemos preguntarnos, e incluso podemos mirarlo como actualidad viva de un pasado que sigue presente en nosotros, que nos sirve como tierra o fundamento (fundus) sobre el que continúa nuestro paso. De lo que no quedó registro, sin embargo, nada podemos preguntarnos, nada podemos hacer al respecto. El registro (repetición, eco, idea) salva del olvido, aunque sólo sea en el modo peculiar de hacer posible un diálogo entre las épocas. La memoria es el diálogo vivo, continuo y actual con la huella salvada del pasado que, de este modo, nunca acaba de pasar. Ante su presencia viva, el pasado de la huella es también nuestro futuro.
Conscientes del tiempo inexorable, tópico latino por excelencia, nuestro presente post se enfrenta a la pregunta sobre las huellas que nuestra época está dejando a los siguientes, sobre el modo en que lo siguientes nos recordarán, qué memoria habrán de nosotros. Si la postmodernidad se recrea en las muchas muertes del sujeto, del arte, de la historia…, de sí misma; si la postmodernidad juega al difícil juego nómada y continuo de huir de la opresión de las categorías, las tiranías nómicas, los sistemas disciplinarios; así convenimos con facilidad en la praxis del suicidio voluntario de nuestras prácticas culturales, las cuales apenas alcanzarán ese estatus, puesto que, por vocación o por estrategia, hemos decidido no anclarlas en los nombres o en las referencias, vivirlas al margen de las estabilidades y los futuros. Sólo hay libertad donde no hay sistema. La historia nos reinterpretará a partir de los registros, pero no queremos ser interpretados, ser devueltos a sistema, sino meramente ser compartidos, acompañados, o pasar desapercibidos. Obsesionados por la libertad, por la construcción autónoma, autista, del sujeto, por la belleza cómplice de la soledad compartida, nos dejamos morir festivamente en un carnaval continuo al que consideramos máxima expresión de una posición ética y política consciente y respetuosa.
El juego de las desapariciones es, sin embargo, paradójico. El mejor modo de esconderse siempre fue estar situado a la vista de todos, y sólo dentro de los sistemas normativos, en los intersticios interiores, es donde encontramos vacíos, espacios indefinibles, inaprehensibles, en los que desarrollar la fantasía de lo utópico, sin lugar, sin nombres, de lo heterogéneo o de lo ajeno absoluto en que la praxis postmoderna se desarrolla. Que los demás no lo entiendan sólo es un índice de que estamos en la buena dirección, que no es ninguna, sino selva, camino de pastores en el que siempre vuelve a crecer la hierba.
No obstante, sin vernos, ellos no dejan de mirarnos. Sin saber lo que hacemos, no dejan de hablar de nosotros. Cada uno de nuestros movimientos es un desafío sistémico, un imposible a sus ojos, un órdago que descabala el mundo en el que ellos disimulan vivir con la tranquilidad de lo que está claro, lo natural, lo como dios manda, lo que siempre ha sido así, lo como debe ser, y otras fórmulas con las que disimulan la torpeza de sus cimientos, la debilidad de sus seguridades. Sólo están seguros si todos miramos hacia otra parte y no descubrimos la mentira, la vaciedad secreta que todos callan. Pero nosotros, en nuestro silencio ruidoso y marginal, no dejamos de hablar.
Enfrentados con su mirada, no podemos eludir el diálogo. Ya sea respondiendo con la ironía, con el silencio o con la crítica, su mirada nos interpreta, y quizá deberíamos pensar si queremos ser interpretados, y cómo, hasta dónde queremos mostrarnos, y para qué. Quizá estemos embarcados en un juego táctico, donde no sólo tratamos de inventar un mundo libre en que vivirnos, sino de evitar que sus miradas lo resignifiquen, lo reinterpreten a su modo y nos lo devuelvan especularmente a las tiranías simbólicas de las que no dejamos de escapar en loca huida. La pregunta, entonces, es cuál es la huella que queremos dejar, cómo definir estratégicamente las huellas, los registros a partir de los cuales seremos recordados, será hecha memoria de nosotros, incluso haremos memoria de nosotros mismos; cómo escoger registros que no nos traicionen, que aún permitan conservar la (des)memoria de nuestro esfuerzo por huir en libertad creadora, suicida y festiva, digna y respetuosa.
La posthistoria es lo que viene después, lo que aún no ha sido escrito, lo que estamos escribiendo siempre ya. Estamos creando historia, nuestra historia. Aunque tratemos de ocultarnos, estamos contribuyendo a fijar las huellas por las que seremos recordados/olvidados. El problema de la reflexión posthistórica ya no es qué quieren decir las huellas del pasado, sino qué huellas queremos dejar para que el futuro no nos historice de modos que traicionen nuestro esfuerzo por ocultarnos para vivir a nuestro modo, que es ninguno, o lo que venga.
Nuestra forma común de concebir la reflexión histórica se enfrenta, como pieza fundamental, a la evidencia dura y consistente de la huella, o registro. Sólo lo que dejó una huella que el tiempo ha conservado puede ser historizado en este sentido; es decir, sólo lo que quedó registrado, bien la piedra que muestra nuestro paso (las ruinas, las ciudades, el trazado de los caminos, las huellas antrópicas sobre los muros y el paisaje), bien el registro simbólico que aún dice lo que fue hablado (los textos, las estelas, las tradiciones orales). El registro, la huella, se convierte así en referencia insoslayable e indiscutible. Ante el registro, podemos preguntarnos qué sucedió en torno, cómo se llegó hasta él, qué significó, qué pretendieron quienes dejaron huella, a dónde nos llevó, pero no podemos ponerlo en duda, él es la antonomasia del hecho, del dato, o factum. La huella es el único testimonio que la historiografía convencional contempla, todo debe girar alrededor de ella, el relato debe ser construido tomando las huellas como piedras miliares con las que componer capítulos y épocas, gruesos tomos en la serie histórica de lo que decimos que fue.
En comparación con la riqueza societal, cultural o humana de lo que hubo –siempre abiertas a la indefinición–, la huella siempre dice poco, o nada, pues bien podemos sentarnos frente a ella a escuchar, que apenas escucharemos algo, y será el historiador quien le preste su voz en la maniobra de la reconstrucción historiográfica. En el extremo de esta perspectiva, podríamos decir que todo lo que no quedó registrado ha desaparecido en la corriente de las generaciones y los siglos. Ante el registro, podemos preguntarnos, e incluso podemos mirarlo como actualidad viva de un pasado que sigue presente en nosotros, que nos sirve como tierra o fundamento (fundus) sobre el que continúa nuestro paso. De lo que no quedó registro, sin embargo, nada podemos preguntarnos, nada podemos hacer al respecto. El registro (repetición, eco, idea) salva del olvido, aunque sólo sea en el modo peculiar de hacer posible un diálogo entre las épocas. La memoria es el diálogo vivo, continuo y actual con la huella salvada del pasado que, de este modo, nunca acaba de pasar. Ante su presencia viva, el pasado de la huella es también nuestro futuro.
Conscientes del tiempo inexorable, tópico latino por excelencia, nuestro presente post se enfrenta a la pregunta sobre las huellas que nuestra época está dejando a los siguientes, sobre el modo en que lo siguientes nos recordarán, qué memoria habrán de nosotros. Si la postmodernidad se recrea en las muchas muertes del sujeto, del arte, de la historia…, de sí misma; si la postmodernidad juega al difícil juego nómada y continuo de huir de la opresión de las categorías, las tiranías nómicas, los sistemas disciplinarios; así convenimos con facilidad en la praxis del suicidio voluntario de nuestras prácticas culturales, las cuales apenas alcanzarán ese estatus, puesto que, por vocación o por estrategia, hemos decidido no anclarlas en los nombres o en las referencias, vivirlas al margen de las estabilidades y los futuros. Sólo hay libertad donde no hay sistema. La historia nos reinterpretará a partir de los registros, pero no queremos ser interpretados, ser devueltos a sistema, sino meramente ser compartidos, acompañados, o pasar desapercibidos. Obsesionados por la libertad, por la construcción autónoma, autista, del sujeto, por la belleza cómplice de la soledad compartida, nos dejamos morir festivamente en un carnaval continuo al que consideramos máxima expresión de una posición ética y política consciente y respetuosa.
El juego de las desapariciones es, sin embargo, paradójico. El mejor modo de esconderse siempre fue estar situado a la vista de todos, y sólo dentro de los sistemas normativos, en los intersticios interiores, es donde encontramos vacíos, espacios indefinibles, inaprehensibles, en los que desarrollar la fantasía de lo utópico, sin lugar, sin nombres, de lo heterogéneo o de lo ajeno absoluto en que la praxis postmoderna se desarrolla. Que los demás no lo entiendan sólo es un índice de que estamos en la buena dirección, que no es ninguna, sino selva, camino de pastores en el que siempre vuelve a crecer la hierba.
No obstante, sin vernos, ellos no dejan de mirarnos. Sin saber lo que hacemos, no dejan de hablar de nosotros. Cada uno de nuestros movimientos es un desafío sistémico, un imposible a sus ojos, un órdago que descabala el mundo en el que ellos disimulan vivir con la tranquilidad de lo que está claro, lo natural, lo como dios manda, lo que siempre ha sido así, lo como debe ser, y otras fórmulas con las que disimulan la torpeza de sus cimientos, la debilidad de sus seguridades. Sólo están seguros si todos miramos hacia otra parte y no descubrimos la mentira, la vaciedad secreta que todos callan. Pero nosotros, en nuestro silencio ruidoso y marginal, no dejamos de hablar.
Enfrentados con su mirada, no podemos eludir el diálogo. Ya sea respondiendo con la ironía, con el silencio o con la crítica, su mirada nos interpreta, y quizá deberíamos pensar si queremos ser interpretados, y cómo, hasta dónde queremos mostrarnos, y para qué. Quizá estemos embarcados en un juego táctico, donde no sólo tratamos de inventar un mundo libre en que vivirnos, sino de evitar que sus miradas lo resignifiquen, lo reinterpreten a su modo y nos lo devuelvan especularmente a las tiranías simbólicas de las que no dejamos de escapar en loca huida. La pregunta, entonces, es cuál es la huella que queremos dejar, cómo definir estratégicamente las huellas, los registros a partir de los cuales seremos recordados, será hecha memoria de nosotros, incluso haremos memoria de nosotros mismos; cómo escoger registros que no nos traicionen, que aún permitan conservar la (des)memoria de nuestro esfuerzo por huir en libertad creadora, suicida y festiva, digna y respetuosa.
La posthistoria es lo que viene después, lo que aún no ha sido escrito, lo que estamos escribiendo siempre ya. Estamos creando historia, nuestra historia. Aunque tratemos de ocultarnos, estamos contribuyendo a fijar las huellas por las que seremos recordados/olvidados. El problema de la reflexión posthistórica ya no es qué quieren decir las huellas del pasado, sino qué huellas queremos dejar para que el futuro no nos historice de modos que traicionen nuestro esfuerzo por ocultarnos para vivir a nuestro modo, que es ninguno, o lo que venga.