lunes, 8 de mayo de 2017

El yo alucinado

Amablemente, la obra está abierta para recibir un primer movimiento, el inicio de una andadura, y dejarse hacer. En la incipiente andadura del yo que echa a vivir, derivamos alucinados por la obra, incomprensibles para todos, pues nadie puede ponerse en el lugar que se inaugura con nosotros.

El yo que deriva por la obra se olvida de sí mismo, abandona la difícil aspiración de ser yo (sujeto-nada) y de ser libre, se determina en su caminar y cede su libertad como aspiración abierta a todas las posibilidades. Viviendo a solas, penetra en la ilusión de un mundo donde él mismo se pone fuera de sí, y ya no aspira a ser sí mismo, sino a serse arrojado en la obra, uno con la obra fuera de sí, consigo en compañía de la obra. Retorna a la ilusión de vivir un mundo donde él se deja atrás, olvidado de sí, desconocido por todos. La libertad es un movimiento fugaz, ajeno al instante, afuera del tiempo compartido. En la sencillez del artista en bruto, su creación es tanto despliegue de vitalidad como suicidio involuntario, voluntariosamente involuntario, inconsciente, ajeno a la conciencia de sí. Desdoblado de nuevo, carga con la ausencia de un yo que se olvida. Su mundo es bello sin añoranza: llora sin dolor, pues olvidó el motivo; ríe sin sonrisa, puesto que ignora la broma. Extraño para todos, tampoco los demás lo lloran ni le ríen, desapercibido en medio de todos, oculto en el mundo que ahora le cobija y le brinda un horizonte sin fin que no lleva a ningún sitio, que se agota en su mero caminar y olvida de dónde viene. Para los demás, la obra del solitario es autista, delirante o monotemática, locura al fin en la que vivimos al margen con plenitud alucinada.

El movimiento en libertad, camino de ninguna parte, deja una huella que siempre nos queda atrás, solitarios sin testigos, vueltos hacia un proyecto imposible, impensable, de nuevo en la ilusión de un sentido que nada significa, sin memoria, y muere consigo mismo sin que nada de su paso hable ya de él, sino del otro que ahora es él mientras camina. Quizá el yo podría derivar interminablemente, infinita locura, pero vuelve al fin sobre sus pasos para reiniciar autista consigo el juego de los espejos, de las repeticiones, de las formas que sólo él comprende. En el mundo que el yo conforma para sí mismo, se trasciende para volver a sí mismo más allá de sí mismo, una y otra vez. De la soledad del origen a la incógnita del destino, siempre solos, irreconocibles salvo para uno mismo, sin testigos. La cuerda que nos ata es dulce e invisible.

No importa si los demás nos miran. Nos llevarán de nuevo a las ilusiones del significado, seremos para ellos el ejemplo de lo imposible, el margen puro frente al cual ellos se definen y reafirman el sentido de su mirada, pero nada sabrán de nosotros, y nada les diremos, pues nada comprenderían. El yo a solas repite incansable sus propios movimientos sin poder contarlos, sin terminar nunca de realizarlos, en una eternidad sin tiempo, sin proyectarse hacia adelante, sin esperarse a su llegada, o quizá camina en círculos, sin que pueda decirse dónde comenzó su biografía solitaria, dónde terminará.

Su voz es cacofonía, mera repetición insignificante. Encerrado en la estructura reiterativa de su voz a solas, trasciende hasta su canto para perderse en un eco interior. Fuera de sí mismo, sólo se encuentra a sí mismo, exterioridad vacía, incomunicable, intratable. El hombre a solas es lo ajeno absoluto, escritura automática, delirio de la anormalidad, pura desmemoria. Nadie lo contempla, nadie le responde, ni siquiera el mundo impersonal de la cálida cultura, del Otro que nos acoge en la melodía de los siglos, donde uno vive a solas rodeado de tantas cosas, rodeado de la historia del símbolo, de los que fueron antes que nosotros y siguen aquí silenciosamente. El hombre a solas es ruidoso para no decir nada, su verbo es cacareo, estrépito de palabras intraducibles, inopinables. Por eso nadie entiende este texto que ahora escribo. Yo, el solitario, que me encuentro en él de tantas formas, me vierto en él para quedar en nada. Vengo de la nada para ir a ninguna parte, donde nadie me espera, ni siquiera yo.

Este es el delirio de la libertad encaminada, voluntariosamente enajenada, del sujeto-nada que soñó un mundo, para ver cómo el mundo se disuelve entre sus manos, entre sus líneas, en los pasos que nada quieren decir, porque nadie escucha.

Un mundo liberticida que se muere en libertad, un mundo de hombres sabios que han perdido la memoria y la facultad de hablar. Como Borges, yo también soñé alcanzar la ciudad de los inmortales. Ahora, desde que me hallo en ella, mi único deseo es volver para morir en las aguas tranquilas del río de la historia.