domingo, 30 de julio de 2017

El escondite

Los centenares de miles de líneas escritas en los libros de una biblioteca sólo pretenden una cosa: decir aquello que, a duras penas, consiguen decir. Así, toda biblioteca es en cierto modo una farsa, o el mero registro de la duda. Qué haya en la duda no puede ser comunicado, pues en Nada se afirma.

El texto siempre dice más de lo que cada lectura es capaz de decir. Más de lo que todas las lecturas reunidas en confusión podrían dar a entender. El texto se abre para que llegue a nosotros lo que nunca acaba de llegar. La condición del texto es que nunca llegue a ser dicho. La obra nunca debe ser terminada para que su operación continúe.

La obra es lo que se deja transitar en infinitas variaciones. Su valor es no alcanzar la clausura que la condene a la historia de las formas repetidas. La obra es la informidad necesaria para toda forma (denominación, identidad, costumbre, idea), y toda forma es, al fin, la traición que intentó acotar lo inacotable de la obra, sin entender Nada.

El texto, como la biblioteca o la obra, son elaboraciones misteriosas de unos pocos que viven en el anonimato de la autoría. Ellos son las frases de cada página del libro, pero, como las frases nunca acaban de decir, ellos se transforman hasta la desilusión, se espesan entre las líneas del texto hasta que Nada es reconocible, ni ellos, ni el sentido, ni el texto. Desde el inicio del texto, ya no queda otra referencia que Nada.

El texto se sostiene en la comunidad borgiana del secreto, a la cual todos pertenecemos, puesto que el único requisito es no saber que no se pertenece. Todo saber y toda ignorancia son igualmente sospechosas de ocultar el conocimiento del secreto. Quien guarda un secreto, habla mucho para decir Nada, o calla para que haya Nada que decir.

Es imposible esconderse de uno mismo. Para esconderse, uno debe exponerse en medio del paseo público, a la vista de todos, sin que nadie le vea. Uno debe elaborarse como una performa fantasmática, espectral, mera aparición fatua cuya forma es sfumata. Para esconderse, los demás deben saber que el texto está escondido y que se esconde muy cerca, caliente, caliente. Deben creer que hay algo que buscar, aunque el único desenlace posible sea la imposibilidad de un encuentro que siempre está por llegar, que quizá ha llegado, o que nunca llegue.

Mi primera pregunta es: qué estructura tiene la estrofa del secreto, cuál es el género de lo heterogéneo, con qué pinceles se dibuja el vacío de la página, cuál es la identidad de lo que no puede ser reconocido o aceptado. Es decir, qué forma le damos a lo que sólo puede ser promesa y continuidad de lo informe.

Mi segunda pregunta es: a quién le importa un carajo lo que tenemos que decir, que es Nada y secreto. Es decir, quién es el lector que debe guardar testimonio de que hubo Nada. ¿Será el vociferante que repita lo que encontró, para que se mantenga la sospecha de que Nada fue encontrado, o el silencioso que continúe el secreto sin dejar de callarlo?

Quien escapa una vez escapa muchas veces, ya siempre está escapando. No se escapa del mundo, sino de nosotros mismos que hacemos presente un mundo en perspectiva. Para escapar, no se mata al padre, sino que se le desprecia, allá se muera o no. Para escapar, hay que matarse a uno mismo, al Otro de uno mismo. Sin sacrificio, sin redención, sin gloria, a solas. Sólo un suicidio discreto. Que nadie se pregunte qué fue de mí (qué sabrán ellos); que, en el delirio de la conciencia, yo tenga que preguntarme una y otra vez qué fue de mí.

En el juego infantil del escondite, gana quien nunca es descubierto. Sólo él puede salvar a sus compañeros, aunque aquí no se trata de salvar a nadie, sino de poner el texto a salvo para que pueda seguir prometiéndose.



miércoles, 19 de julio de 2017

Audiencias y espectadores

No hay mayor gozo para el artista que meter las manos en el barro informe e ir poco a poco apareciendo la arquitectura definida de la obra. El arte, como el pensamiento, como la vida, sólo pueden ser libres. Lo otro no es arte, ni pensamiento, ni vida que merezcan esos nombres. El artista se cuelga alucinado del mero sonido, de las brillantes armonías, en un tempo que escapa a la medida repetida del tiempo del mundo, prolongándose en loco desvarío, como el ciprés de Silos, devanado a sí mismo en loco empeño.

A solas, el artista olvida con facilidad, pues la nota que empieza cada vez deja paso a la nueva melodía, y siempre el éxtasis estético es superior en la nota que está por llegar que en la mera repetición de lo que, en puridad, no puede ya ser repetido. En el tiempo de la creación, la norma es estúpida, y el artista rebasa las formas, las comprende hasta la pretensión de escapar de ellas, y no tiene miedo a equivocarse, a corregir, a vaciar las papeleras o raspar los lienzos para seguir en la tarea absorbente de encontrar la nota, el brillo, la luz, el color, pues sabe que siempre está por llegar el sonido último, el trazo definitivo, aquel que justifica la búsqueda, el delirio del arte que vive sólo para sí mismo, a quien servimos con puntual reverencia, egoístas, avariciosos, sucios de sonido y óleo, silenciosos, ajenos al mundo que ignora lo que es sentir la belleza entre las manos, escuchar la voz del ángel que no cesa de acercarse.

Sin embargo, todo artista sabe que siempre hay un artista mayor, el ideal, el maestro que pulsaba las notas y los pinceles del modo único en que deben respetuosamente ser acariciados, desplegando manchas de color y acordes redondos del modo verdadero en que deben ser mostrados. En la memoria vibrante de las cuerdas, el maestro una vez pulsó la nota perfecta o compuso la pieza sublime a la que siempre quisimos parecernos, la que nunca supimos superar, pues no es posible superar la idea con la idea, sino dejarse atrapar por ella cuando se hace presente, siquiera sea en un burdo parecido que nos extasía porque era algo así, debía ser algo así, porque sólo alcanzamos la belleza cuando es algo así, digno del recuerdo y la herencia de los siglos.

El artista, egocéntrico y vanidoso, se viste de sí mismo cuando sale al mundo, sabedor de que un público ansioso y dispuesto espera de él que les muestre la magia de los escogidos, el clímax elitista al que muy pocos están llamados. Sólo un pueblo civilizado convierte la palabra en literatura, el sonido en música, la piedra en escultura. Sabedor del asombro que provoca su trabajo, oculta su imperfecta pulsación, sus errores, los muchos tropiezos necesarios que requiere el dominio de las técnicas, y despliega ante su audiencia las notas como si fueran por primera vez, interpreta, es decir, crea la atmósfera única donde surge le belleza pudorosa que apenas se muestra un poco, y así, el concierto, la exposición, la conferencia magistral, serán verdad no porque hayamos acertado a producirlas, sino porque los demás ingresan en ellas con el silencio atento del público que sabe esperar el momento clave, el éxtasis compartido, cuando hasta el aire que se respira participa en la coreografía total de la experiencia estética. Ellos, los ignorantes, los que sólo miran y escuchan, que apenas distinguen un acento de otro, cuántas veladuras fueron necesarias, cuántos recursos técnicos debieron aprenderse y olvidarse, son al fin la prueba definitiva, los únicos convencidos, los que rellenarán de halagos rimbombantes las críticas y las conversaciones, los que se llevaron al otro Borges, los que guardarán el recuerdo de la interpretación que para el artista sólo fue una entre muchas, mientras ellos proclaman que nunca sucederá tanta belleza. Ellos, los ignorantes, con su presencia callada y atenta, respetuosa, que tanto agradecemos sinceramente a pesar del cinismo, son el testigo, los que registran/fijan el modelo, el canon, los que escribirán el verdadero nombre de la obra, mientras nosotros, llegado el final del espectáculo, recogemos cansados los instrumentos para volver, solos y vacíos, al descanso apetecido.



viernes, 14 de julio de 2017

El motivo

Mi voluntad siempre está dispuesta y animosa, sólo le falta el motivo.

Ningún artista improvisa. Aunque los más achaquen la creación al genio o al confuso problema de la inspiración, el artista escoge cuidadosamente el tema de su obra, o deja que el motivo sea sugerido en las primeras pinceladas algo azarosas del boceto o en la música inesperada de un primer verso. El tema siempre es común, hemos heredado pautas narrativas, géneros, estilos pictóricos, temáticas ornamentales o motivos míticos, todos ellos cargados de una rica variedad de elementos formales a nuestra disposición, así que el motivo, o tema cultural compartido, nos brinda el marco de sentido desde el cual crear la nueva obra, que siempre es de algún modo la mera recreación novedosa de lo que ya era comprendido de antemano. No existe el arte bruto, el artista copia de sus maestros, sumidos ellos en la corriente histórica de las formas artísticas, y nosotros dispuestos a navegar en sus aguas, a ser llevados en volandas desde ellas hasta la lectura, que siempre está abierta pero no puede escapar con facilidad de los marcos previstos por la cultura, o sólo escapa para ir a ningún sitio, a los espacios desconocidos carentes de significación.

El motivo, que presta los elementos, los modos y el sentido, es el despliegue de las formas comunes en las que podemos incorporarnos. La actividad poética consiste en decir lo mismo de maneras diferentes, buscar a tientas en las formas previstas la conclusión imprevista, cuya novedad no impide ser reconocida, precisamente porque no deja de girar en torno al motivo compartido. El motivo intitula la obra antes de que la pongamos nombre. El motivo es lo que nos mueve –motu, movimiento–. La confusión personalista ha reinterpretado el concepto estético del motivo para asumir que es antes la motivación que el tema, como si el verdadero movimiento fuera antes del movimiento, cuando es a todas luces evidente que la acción sin tema es mera voluntad inintencionada, libre en su apertura a todas las posibilidades, pero ciega en su falta de orientación, es decir, desmotivada. Y así, suponen que la motivación es una estructura que dicen cognitiva o afectiva (psíquica), una estructura biográfica atada a la cadena histórica de los significantes privados del sujeto discursivo, o, en el extremo del absurdo, una tensión irresuelta entre estructuras neurológicas estables, una energética de neuronas muertas que han dejado de vivir para repetirse siempre igual cuando su operación se dispara por influjo de la magia eléctrica de la química cerebral. Ya Heidegger avisaba de la curiosa deriva de la palabra “causa” (thing, en las lenguas germánicas), que originalmente era el tema en disputa, el asunto en litigio, el punto sobre el cual la asamblea debía dirimir. La causa no es el antecedente ciego y sin sentido, el detonante, sino el marco dentro del cual desarrollaremos la conversación, el proceso de diálogo o el proceso creativo, hasta llegar a la conclusión, al compromiso, a la decisión o al fin de la obra. La causa es condición necesaria, pero no antecedente, sino presente continuo, libro de registro y anuncio de un final. La causa es el motivo que nos convoca, en el que debemos penetrar a tientas para ir dando forma al discurso poético e ingresar nuestra conclusión en la corriente pública de la historia, en los anaqueles de la biblioteca compartida o en los libros de actas, registrados como ejemplos puntuales del motivo, nuevos casos para ilustrar un tema que siempre es antiguo, porque siempre lo son las claves de la lectura, cuya imaginación no improvisa, sino que desbarra poniendo en relación el amplio abanico de los motivos formales (temáticos) en los que hemos crecido, o ingresado, y en los que de continuo vivimos. La lectura sólo es otra forma de escritura (Barthes).

Motivados, nos arrojamos de vuelta al mundo, atareados, distraídos en el divertimento inocuo de la vida, sin reparar en que pronto no quedará de nosotros sino el producto, la huella, la memoria de lo que no se sabe bien que fuimos, y de la cual los otros se apropiarán para motivar sus propias vidas, todos reunidos en el impersonal de la cultura, que somos todos, aunque ella nos deje atrás. Seremos en el mito cultural, y nuestra voluntad motivada dirá de nosotros que fuimos libres, origen por primera vez, mientras nos ata a lo que nunca dijimos, a lo que dirán que dijimos, sin derecho a réplica. A cambio de un motivo, entregamos a la cultura el fruto de nuestro trabajo, ocultando en él que una vez fuimos libres.

Estar motivado es disponer de un motivo en el que introducirnos para empezar a ser, sin que los avatares del recorrido, la travesía incierta, el proceso abierto, estén previstos, aunque todos los comprendamos en su despliegue, pues todos estamos situados en los mismos temas compartidos. Estar motivado es entrar en el juego del motivo, que pro-pone las reglas y las piezas del tablero, y así reiniciar la partida, que siempre es diferentemente igual. En otro orden de cosas, necesitamos del lenguaje para poder hablarnos, necesitamos de los géneros literarios para traer a la vida a los personajes, necesitamos de los motivos poéticos para convertir nuestras pequeñas vidas en un drama pasional, un canto a la soledad o la ternura lírica de las manos que se ausentan.