No hay mayor gozo para el artista que meter las manos en el barro informe e ir poco a poco apareciendo la arquitectura definida de la obra. El arte, como el pensamiento, como la vida, sólo pueden ser libres. Lo otro no es arte, ni pensamiento, ni vida que merezcan esos nombres. El artista se cuelga alucinado del mero sonido, de las brillantes armonías, en un tempo que escapa a la medida repetida del tiempo del mundo, prolongándose en loco desvarío, como el ciprés de Silos, devanado a sí mismo en loco empeño.
A solas, el artista olvida con facilidad, pues la nota que empieza cada vez deja paso a la nueva melodía, y siempre el éxtasis estético es superior en la nota que está por llegar que en la mera repetición de lo que, en puridad, no puede ya ser repetido. En el tiempo de la creación, la norma es estúpida, y el artista rebasa las formas, las comprende hasta la pretensión de escapar de ellas, y no tiene miedo a equivocarse, a corregir, a vaciar las papeleras o raspar los lienzos para seguir en la tarea absorbente de encontrar la nota, el brillo, la luz, el color, pues sabe que siempre está por llegar el sonido último, el trazo definitivo, aquel que justifica la búsqueda, el delirio del arte que vive sólo para sí mismo, a quien servimos con puntual reverencia, egoístas, avariciosos, sucios de sonido y óleo, silenciosos, ajenos al mundo que ignora lo que es sentir la belleza entre las manos, escuchar la voz del ángel que no cesa de acercarse.
Sin embargo, todo artista sabe que siempre hay un artista mayor, el ideal, el maestro que pulsaba las notas y los pinceles del modo único en que deben respetuosamente ser acariciados, desplegando manchas de color y acordes redondos del modo verdadero en que deben ser mostrados. En la memoria vibrante de las cuerdas, el maestro una vez pulsó la nota perfecta o compuso la pieza sublime a la que siempre quisimos parecernos, la que nunca supimos superar, pues no es posible superar la idea con la idea, sino dejarse atrapar por ella cuando se hace presente, siquiera sea en un burdo parecido que nos extasía porque era algo así, debía ser algo así, porque sólo alcanzamos la belleza cuando es algo así, digno del recuerdo y la herencia de los siglos.
El artista, egocéntrico y vanidoso, se viste de sí mismo cuando sale al mundo, sabedor de que un público ansioso y dispuesto espera de él que les muestre la magia de los escogidos, el clímax elitista al que muy pocos están llamados. Sólo un pueblo civilizado convierte la palabra en literatura, el sonido en música, la piedra en escultura. Sabedor del asombro que provoca su trabajo, oculta su imperfecta pulsación, sus errores, los muchos tropiezos necesarios que requiere el dominio de las técnicas, y despliega ante su audiencia las notas como si fueran por primera vez, interpreta, es decir, crea la atmósfera única donde surge le belleza pudorosa que apenas se muestra un poco, y así, el concierto, la exposición, la conferencia magistral, serán verdad no porque hayamos acertado a producirlas, sino porque los demás ingresan en ellas con el silencio atento del público que sabe esperar el momento clave, el éxtasis compartido, cuando hasta el aire que se respira participa en la coreografía total de la experiencia estética. Ellos, los ignorantes, los que sólo miran y escuchan, que apenas distinguen un acento de otro, cuántas veladuras fueron necesarias, cuántos recursos técnicos debieron aprenderse y olvidarse, son al fin la prueba definitiva, los únicos convencidos, los que rellenarán de halagos rimbombantes las críticas y las conversaciones, los que se llevaron al otro Borges, los que guardarán el recuerdo de la interpretación que para el artista sólo fue una entre muchas, mientras ellos proclaman que nunca sucederá tanta belleza. Ellos, los ignorantes, con su presencia callada y atenta, respetuosa, que tanto agradecemos sinceramente a pesar del cinismo, son el testigo, los que registran/fijan el modelo, el canon, los que escribirán el verdadero nombre de la obra, mientras nosotros, llegado el final del espectáculo, recogemos cansados los instrumentos para volver, solos y vacíos, al descanso apetecido.
A solas, el artista olvida con facilidad, pues la nota que empieza cada vez deja paso a la nueva melodía, y siempre el éxtasis estético es superior en la nota que está por llegar que en la mera repetición de lo que, en puridad, no puede ya ser repetido. En el tiempo de la creación, la norma es estúpida, y el artista rebasa las formas, las comprende hasta la pretensión de escapar de ellas, y no tiene miedo a equivocarse, a corregir, a vaciar las papeleras o raspar los lienzos para seguir en la tarea absorbente de encontrar la nota, el brillo, la luz, el color, pues sabe que siempre está por llegar el sonido último, el trazo definitivo, aquel que justifica la búsqueda, el delirio del arte que vive sólo para sí mismo, a quien servimos con puntual reverencia, egoístas, avariciosos, sucios de sonido y óleo, silenciosos, ajenos al mundo que ignora lo que es sentir la belleza entre las manos, escuchar la voz del ángel que no cesa de acercarse.
Sin embargo, todo artista sabe que siempre hay un artista mayor, el ideal, el maestro que pulsaba las notas y los pinceles del modo único en que deben respetuosamente ser acariciados, desplegando manchas de color y acordes redondos del modo verdadero en que deben ser mostrados. En la memoria vibrante de las cuerdas, el maestro una vez pulsó la nota perfecta o compuso la pieza sublime a la que siempre quisimos parecernos, la que nunca supimos superar, pues no es posible superar la idea con la idea, sino dejarse atrapar por ella cuando se hace presente, siquiera sea en un burdo parecido que nos extasía porque era algo así, debía ser algo así, porque sólo alcanzamos la belleza cuando es algo así, digno del recuerdo y la herencia de los siglos.
El artista, egocéntrico y vanidoso, se viste de sí mismo cuando sale al mundo, sabedor de que un público ansioso y dispuesto espera de él que les muestre la magia de los escogidos, el clímax elitista al que muy pocos están llamados. Sólo un pueblo civilizado convierte la palabra en literatura, el sonido en música, la piedra en escultura. Sabedor del asombro que provoca su trabajo, oculta su imperfecta pulsación, sus errores, los muchos tropiezos necesarios que requiere el dominio de las técnicas, y despliega ante su audiencia las notas como si fueran por primera vez, interpreta, es decir, crea la atmósfera única donde surge le belleza pudorosa que apenas se muestra un poco, y así, el concierto, la exposición, la conferencia magistral, serán verdad no porque hayamos acertado a producirlas, sino porque los demás ingresan en ellas con el silencio atento del público que sabe esperar el momento clave, el éxtasis compartido, cuando hasta el aire que se respira participa en la coreografía total de la experiencia estética. Ellos, los ignorantes, los que sólo miran y escuchan, que apenas distinguen un acento de otro, cuántas veladuras fueron necesarias, cuántos recursos técnicos debieron aprenderse y olvidarse, son al fin la prueba definitiva, los únicos convencidos, los que rellenarán de halagos rimbombantes las críticas y las conversaciones, los que se llevaron al otro Borges, los que guardarán el recuerdo de la interpretación que para el artista sólo fue una entre muchas, mientras ellos proclaman que nunca sucederá tanta belleza. Ellos, los ignorantes, con su presencia callada y atenta, respetuosa, que tanto agradecemos sinceramente a pesar del cinismo, son el testigo, los que registran/fijan el modelo, el canon, los que escribirán el verdadero nombre de la obra, mientras nosotros, llegado el final del espectáculo, recogemos cansados los instrumentos para volver, solos y vacíos, al descanso apetecido.