El prólogo de una obra es el anuncio de lo que será desplegado en ella como historia, narración o argumento. El prólogo tiene algo de índice y algo de justificación, ambos en falso, pues tanto el índice como la justificación pertenecen propiamente a la obra, y añadirles un comentario previo no hace sino querer decir lo mismo de manera diferente. Si el prólogo estuviera tan bien escrito y meditado, la obra sería innecesaria.
Prólogo no es lo que viene antes de las palabras, sino lo que anuncia su contenido. Aunque sólo lo hallaremos en su despliegue, y con mucha dificultad, el logos es el sentido unitario de la obra, supuesto que la obra despliega un mundo coherente y pleno de sentido, asumido en el concepto lógico que la preside, el cual no puede hacerse explícito como tal, sino que sólo puede ser anunciado, como prólogo, o desplegado, como obra. En tanto la obra se explica a sí misma, sin necesidad de que otras obras vengan en su ayuda (o no sería obra, sino capítulo de otras obras), la obra implica, o guarda entre sus pliegues semivelados, su propia verdad, lo que ella dice en la forma del mundo que ella dice al desplegarse. La obra es suficiente, cerrada, única, unitaria bajo un concepto lógico (logos) que la dice por completo sin poder decir cada una de sus partes, que la resume en un imposible resumen, de tal modo que la obra contiene el concepto de su propia afirmación. El logos de la obra es un juego de espejos, un concepto especulativo, está en ella y, de un modo especial, es ella misma en su totalidad unitaria, es su identidad, su quid, su cualidad, lo que la hace única y diferente, homogénea consigo misma, heterogénea con las demás. En palabras no menos enigmáticas por bien conocidas, el logos de la obra es su espíritu.
Entendido así, el espíritu recorre o atraviesa la obra de principio a fin, reúne todas sus partes, sin dejar que ninguna se le escape. No hay palabra, frase o pasaje prescindible o irrelevante. Como afirma Borges, el modo de morir puede justificar una vida. El final de la obra puede modificar el sentido completo de la misma, y ahí tenemos la maestría de Cortázar, por ejemplo. Hasta que la obra no se cierra en la modesta palabra “FIN” (hasta que Cervantes no mata a Don Quijote), no se desvela su logos, su concepto unitario. Por eso, el prólogo de una obra debe escribirse sólo cuando la obra ya está escrita y terminada. En puridad, todo prólogo es un epílogo, un comentario post mortem, un responso. El prólogo trata de responder a la pregunta abierta en el logos de la obra, siendo ahora la obra el prologos que abre el camino para futuros comentarios, de los cuales, el prólogo es sólo un primer comentario. Gracias a este epílogo prológico, la obra entra en la sucesión serial de los comentarios, en el diálogo de la cultura. La obra es el arquetipo de la serie de los comentarios que se harán a partir de ella, puesto que en ella se dijo por primera vez el logos que todos los comentarios tratan de responder, una y otra vez, o de volver a preguntarse.
Desde la lógica formal tradicional, el prólogo es un ejercicio condenado al fracaso, pues es imposible que diga lo que la obra dice, tal como ella lo dice, como es imposible que el mapa llegue a ser tan extenso y detallado como el propio territorio (también Borges), sin que vengan finalmente a confundirse. Desde la lógica hegeliana, que es diálogos, dialéctica, conversación que forma serie e ilumina el concepto, el prólogo es la negación de la obra, la contraparte necesaria para que la obra comience a ser en el juego dialogado de la cultura, en la sucesión de los comentarios. Cualquier libro arquetípico (Las mil y una noches, El Quijote, Los crímenes de la calle Morgue) ha sido repetido sin cesar a través de los muchos comentarios, apéndices y fabulaciones que unos y otros le han escrito, o que se han escrito entre ellos, comentarios de los comentarios. Esta lista de comentarios es el recuerdo realizado del devenir de la obra. Con ellos, la obra ha trascendido el círculo cerrado del libro, para participar en el despliegue del concepto que ella iluminaba. La obra deviene momento de la cultura, y el espíritu o concepto de la obra deviene forma cultural, arquetipo, estereotipo, tópico, lugar común del que ya todos podemos hablar, con el que ya todos podemos dialogar, escribirle un comentario, ya sea en la sencilla conversación del café, o en la propia forma de la escritura.
El prólogo es el epílogo de la obra, el fin necesario para que comience la serie de las respuestas. El prólogo está escrito por el primer lector, el que dirá de maneras equivocadas, o sencillamente diferentes, lo que el autor nunca acertó a decir por completo, y tampoco con claridad. Pues el espíritu pertenece al orden del secreto, el diálogo debe ser necesariamente misterioso.
En puridad, la obra es el prólogo de la cultura, lo que viene antes de ella, y anuncia lo que ella será.
El autor del prólogo lleva ventaja sobre los lectores, puesto que sabe lo que sigue a continuación. A pesar de lo cual, se enfrenta con un reto imposible: si la obra ha necesitado ser obra completa para llegar a su concepto, cómo decirlo sin escribirla de nuevo, cómo anticipar al lector lo que sólo podrá ser alcanzado en su lectura. Una opción es sugerir líneas de interpretación que sirvan como contextos de significación. Increíblemente, esta opción eleva al autor del prólogo a la impostura de ser guía o referente, a suplantar al autor en la autoría de la obra, cuya comprensión dependerá ahora de las guías por él establecidas. Esta opción sólo es razonable cuando es el propio autor quien prologa su obra, o cuando la capacidad de penetración, análisis y síntesis conceptual del prologuista es mayor que la del propio autor, o cuando ambas están al menos a la par. Por eso hay tantos prólogos espantosos que sólo confunden la lectura, y que tan mal hablan de los prologuistas, a pesar de sus esfuerzos.
La otra opción es epilogar el prólogo, como decía, escribirlo al final. Como ya sabe lo que hay en la obra, dónde se encuentran estos o aquellos detalles, dónde el concepto se ilumina, aunque nunca acabe de saber por completo de qué se trata, el prologuista puede mostrar al lector sus propias preguntas, sus propias dudas, los hilos argumentales reconstruidos en su propia lectura. Escribirá entonces una crítica, un juicio sumario sobre la obra, y, por respeto a la obra, si esta lo merece, el lector quedará emplazado a responderla, pues cada lectura, cuando de verdad penetra en los entresijos de la obra, es ya de por sí un nuevo comentario.
En un ejercicio imaginativo, el compendio conceptual de la historia de las lecturas/comentarios de la obra forma la lectura total, es decir, la obra total. El único lector al cual le es dado acceder a enunciar este concepto total, el espíritu absoluto, es un sujeto lógico. Hegel lo llamaría el sujeto de la Historia. Qué sea este sujeto es algo que debería interesar profundamente a todas las ciencias humanas, pues es él quien tiene, en todos los campos, la última palabra.
Borges compendia, en 1975, muchos de los prólogos escritos por él para otros libros a lo largo de los años, y antecede el volumen con un prólogo de prólogos, en el cual sugiere la escritura de un libro de prólogos de libros que no existen. Este libro ya fue escrito por Søren Kierkegaard en 1894, bajo el sencillo título de Prólogos, el cual, como es natural, principia con el correspondiente prólogo del autor. Aunque el motivo de Kierkegaard es pueril (en lo que el amor tenga de puerilidad, de ternura infantil), le da ocasión para llevar la idea un paso más allá: dado que los libros prologados no existirán, los prólogos imaginados no tendrán nada de qué hablar, serán pura ilusión y movimiento fingido, afirma. Yo he redactado este modesto epílogo para sentirme vinculado con ellos, imaginando de un modo diferente la idea que ellos lanzaron, sabedor de que nunca un editor cometerá la torpeza de utilizarlo como prólogo de sus admirables textos.
Prólogo no es lo que viene antes de las palabras, sino lo que anuncia su contenido. Aunque sólo lo hallaremos en su despliegue, y con mucha dificultad, el logos es el sentido unitario de la obra, supuesto que la obra despliega un mundo coherente y pleno de sentido, asumido en el concepto lógico que la preside, el cual no puede hacerse explícito como tal, sino que sólo puede ser anunciado, como prólogo, o desplegado, como obra. En tanto la obra se explica a sí misma, sin necesidad de que otras obras vengan en su ayuda (o no sería obra, sino capítulo de otras obras), la obra implica, o guarda entre sus pliegues semivelados, su propia verdad, lo que ella dice en la forma del mundo que ella dice al desplegarse. La obra es suficiente, cerrada, única, unitaria bajo un concepto lógico (logos) que la dice por completo sin poder decir cada una de sus partes, que la resume en un imposible resumen, de tal modo que la obra contiene el concepto de su propia afirmación. El logos de la obra es un juego de espejos, un concepto especulativo, está en ella y, de un modo especial, es ella misma en su totalidad unitaria, es su identidad, su quid, su cualidad, lo que la hace única y diferente, homogénea consigo misma, heterogénea con las demás. En palabras no menos enigmáticas por bien conocidas, el logos de la obra es su espíritu.
Entendido así, el espíritu recorre o atraviesa la obra de principio a fin, reúne todas sus partes, sin dejar que ninguna se le escape. No hay palabra, frase o pasaje prescindible o irrelevante. Como afirma Borges, el modo de morir puede justificar una vida. El final de la obra puede modificar el sentido completo de la misma, y ahí tenemos la maestría de Cortázar, por ejemplo. Hasta que la obra no se cierra en la modesta palabra “FIN” (hasta que Cervantes no mata a Don Quijote), no se desvela su logos, su concepto unitario. Por eso, el prólogo de una obra debe escribirse sólo cuando la obra ya está escrita y terminada. En puridad, todo prólogo es un epílogo, un comentario post mortem, un responso. El prólogo trata de responder a la pregunta abierta en el logos de la obra, siendo ahora la obra el prologos que abre el camino para futuros comentarios, de los cuales, el prólogo es sólo un primer comentario. Gracias a este epílogo prológico, la obra entra en la sucesión serial de los comentarios, en el diálogo de la cultura. La obra es el arquetipo de la serie de los comentarios que se harán a partir de ella, puesto que en ella se dijo por primera vez el logos que todos los comentarios tratan de responder, una y otra vez, o de volver a preguntarse.
Desde la lógica formal tradicional, el prólogo es un ejercicio condenado al fracaso, pues es imposible que diga lo que la obra dice, tal como ella lo dice, como es imposible que el mapa llegue a ser tan extenso y detallado como el propio territorio (también Borges), sin que vengan finalmente a confundirse. Desde la lógica hegeliana, que es diálogos, dialéctica, conversación que forma serie e ilumina el concepto, el prólogo es la negación de la obra, la contraparte necesaria para que la obra comience a ser en el juego dialogado de la cultura, en la sucesión de los comentarios. Cualquier libro arquetípico (Las mil y una noches, El Quijote, Los crímenes de la calle Morgue) ha sido repetido sin cesar a través de los muchos comentarios, apéndices y fabulaciones que unos y otros le han escrito, o que se han escrito entre ellos, comentarios de los comentarios. Esta lista de comentarios es el recuerdo realizado del devenir de la obra. Con ellos, la obra ha trascendido el círculo cerrado del libro, para participar en el despliegue del concepto que ella iluminaba. La obra deviene momento de la cultura, y el espíritu o concepto de la obra deviene forma cultural, arquetipo, estereotipo, tópico, lugar común del que ya todos podemos hablar, con el que ya todos podemos dialogar, escribirle un comentario, ya sea en la sencilla conversación del café, o en la propia forma de la escritura.
El prólogo es el epílogo de la obra, el fin necesario para que comience la serie de las respuestas. El prólogo está escrito por el primer lector, el que dirá de maneras equivocadas, o sencillamente diferentes, lo que el autor nunca acertó a decir por completo, y tampoco con claridad. Pues el espíritu pertenece al orden del secreto, el diálogo debe ser necesariamente misterioso.
En puridad, la obra es el prólogo de la cultura, lo que viene antes de ella, y anuncia lo que ella será.
El autor del prólogo lleva ventaja sobre los lectores, puesto que sabe lo que sigue a continuación. A pesar de lo cual, se enfrenta con un reto imposible: si la obra ha necesitado ser obra completa para llegar a su concepto, cómo decirlo sin escribirla de nuevo, cómo anticipar al lector lo que sólo podrá ser alcanzado en su lectura. Una opción es sugerir líneas de interpretación que sirvan como contextos de significación. Increíblemente, esta opción eleva al autor del prólogo a la impostura de ser guía o referente, a suplantar al autor en la autoría de la obra, cuya comprensión dependerá ahora de las guías por él establecidas. Esta opción sólo es razonable cuando es el propio autor quien prologa su obra, o cuando la capacidad de penetración, análisis y síntesis conceptual del prologuista es mayor que la del propio autor, o cuando ambas están al menos a la par. Por eso hay tantos prólogos espantosos que sólo confunden la lectura, y que tan mal hablan de los prologuistas, a pesar de sus esfuerzos.
La otra opción es epilogar el prólogo, como decía, escribirlo al final. Como ya sabe lo que hay en la obra, dónde se encuentran estos o aquellos detalles, dónde el concepto se ilumina, aunque nunca acabe de saber por completo de qué se trata, el prologuista puede mostrar al lector sus propias preguntas, sus propias dudas, los hilos argumentales reconstruidos en su propia lectura. Escribirá entonces una crítica, un juicio sumario sobre la obra, y, por respeto a la obra, si esta lo merece, el lector quedará emplazado a responderla, pues cada lectura, cuando de verdad penetra en los entresijos de la obra, es ya de por sí un nuevo comentario.
En un ejercicio imaginativo, el compendio conceptual de la historia de las lecturas/comentarios de la obra forma la lectura total, es decir, la obra total. El único lector al cual le es dado acceder a enunciar este concepto total, el espíritu absoluto, es un sujeto lógico. Hegel lo llamaría el sujeto de la Historia. Qué sea este sujeto es algo que debería interesar profundamente a todas las ciencias humanas, pues es él quien tiene, en todos los campos, la última palabra.
Borges compendia, en 1975, muchos de los prólogos escritos por él para otros libros a lo largo de los años, y antecede el volumen con un prólogo de prólogos, en el cual sugiere la escritura de un libro de prólogos de libros que no existen. Este libro ya fue escrito por Søren Kierkegaard en 1894, bajo el sencillo título de Prólogos, el cual, como es natural, principia con el correspondiente prólogo del autor. Aunque el motivo de Kierkegaard es pueril (en lo que el amor tenga de puerilidad, de ternura infantil), le da ocasión para llevar la idea un paso más allá: dado que los libros prologados no existirán, los prólogos imaginados no tendrán nada de qué hablar, serán pura ilusión y movimiento fingido, afirma. Yo he redactado este modesto epílogo para sentirme vinculado con ellos, imaginando de un modo diferente la idea que ellos lanzaron, sabedor de que nunca un editor cometerá la torpeza de utilizarlo como prólogo de sus admirables textos.