Her es una
película escrita y dirigida por Spike Jonze en 2013 para WB. Es una película de
trama sencilla, que plantea algunos problemas usuales de la relación
hombre-máquina inteligente, mezclados con algunas problemáticas también usuales
de las relaciones afectivas. Cuesta clasificarla fuera de una categoría mixta
“science-fiction romantic comedy-drama”, como se presenta en las sinopsis en
red, muestra de que no acaba de encajar con claridad en ninguna de estas
categorías. En general, resulta una película suave, sin estridencias en el
guión o en la interpretación, con una magnífica fotografía exterior del downtown
de Los Ángeles, y una cuidada ambientación de interiores, con espacios amplios
y diseños minimalistas de colores templados, que consiguen una impresión
futurista, pero cercana, como si el otrora lejano futuro de las maquinas
inteligentes fuese una realidad inminente, incluso presente ya entre nosotros,
con interfaces a las que, en general, ya estamos acostumbrados, y que nada tienen
que ver con el efectismo del avance tecnológico presente con mucha frecuencia
en el cine norteamericano. En cierto sentido,
Her guarda una proximidad de planteamientos con
Black Mirror, la inquietante serie de
televisión británica que trata las implicaciones sociales de la máquina
de un modo más arriesgado, en un estilo de ciencia-ficción también instalado en
un presente perfectamente creíble, evitando signos o referencias futuristas.
El protagonista, Theodore (Joachim Phoenix), es un hombre de
carácter plano, intimista, de maneras blandas y ropajes neutrales, poco
cuidados, aunque pulcros, apariencia física insulsa y completamente falta de
interés. Sus problemas afectivos, derivados de la ruptura con su anterior
pareja, carecen también de interés, y no es sino la aparición de Samantha
(Scarlett Johansson presta su voz), un sistema operativo de última generación
con el que Theodore entabla una relación de pareja completa, lo que justifica
ver la película y reflexionar sobre la dimensión afectiva de las relaciones con
la máquina. Mientras nosotros solemos ver a las máquinas con las que convivimos
con la misma frialdad y distancia con que tratamos al tostador o a la nevera, la
ficción de los novelistas y guionistas cinematográficos ha creado máquinas
dotadas de caracteres inequívocamente humanos, desde la novela romántica hasta el
Hall9000 del 2001 de Kubrick, los replicantes del Blade Runner de Ridley Scott, o el más sencillo Sonny del I, Robot de Alex Proyas, por citar a los
directores de cine, en lugar de los novelistas originales. Las máquinas
humanizadas despliegan su actuación en un universo de un profundo psiquismo,
donde se combinan los dilemas identitarios del newcomer, que ya no pertenece a
ningún sitio o desea explorar hasta el límite su nueva condición; con los
dilemas del monstruo enfrentado a su creador, al cual ve como una entidad
disminuida o limitada para comprender la compleja realidad que ha contribuido a
crear (así, el Golem XIV de Stanislaw Lem, o el monstruo del doctor
Frankenstein); y con los dilemas usuales del sentido de la vida o del
irremisible destino, que han adornado las tragedias griegas, los dramas barrocos,
la poesía existencialista, o cualquiera, una vez vulgarizados como meros lugares
comunes para usar como ripios en cualquier producción cultural de bajo interés.
En general, los guionistas y novelistas se han esforzado en poetizar mejor la
forma en que la máquina expresa estos dilemas sobre sí misma, frente a la pobreza de la prosodia con la que sus
antagonistas humanos son capaces de plantearlos, creando en el lector el
necesario asombro (y la duda de sí mismo) para mirar hacia la máquina como un
ser engrandecido al que no hemos sabido apenas comprender.
La película tiene además otro aspecto de interés,
por cuanto el guionista, al plantear los problemas de la relación entre
Samantha y Theodore, no puede sino utilizar vastos tópicos de las relaciones
afectivas humanas, con sus combinaciones desiguales y desordenadas de pasión,
curiosidad, apego, duda, demanda y distanciamiento. La pregunta que muchos se
plantearán ante la película, o sea, si es posible la relación afectiva entre el
ser humano y la máquina
,
se convierte, en un giro metafórico, en la pregunta sobre el carácter
fantasioso e irreal de la propia relación entre humanos. Esta metafórica de ida
y vuelta es la quisiera desarrollar en las páginas que siguen. La duda del
blade runner, que puede distinguir al replicante, pero ya no aprecia la
diferencia cualitativa con el humano, tiene aquí su correspondencia, pues todos
sabemos de la máquina Samantha humanizada, pero dudamos de la supuesta verdad
afectiva de los humanos que la rodean, llegando a la equiparación de ambos universos
afectivos en la lógica de la fantasía sobre el otro, sin que importe mucho de
qué estemos hablando cuando consideramos quién sea al otro de la relación.
Mientras que la fantasía de Samantha nos arrastra al desafio de nuestra convivencia con la máquina humanizada, la fantasía de Theodore no es la máquina en sí, sino el modo en que debe plantearse la relación afectiva para que sea aceptada como verdad, enfrentada con la prueba de la continuidad. La confianza, la sexualidad, el acceso a la intimidad del otro, la identidad de la relación (qué está sucediendo, qué estamos haciendo) son elementos centrales, pero también estereotipados, de la relación afectiva humana, trasladada en este caso a la relación afectiva con la máquina, que podemos analizar en términos de la fantasía del amor, o de otro modo, de la imposición de sentido que cada uno de los miembros de la pareja realiza sobre el otro para afianzar la impresión de estar embarcados en una relación a la que podemos seguir aplicando el rótulo de afectiva. Como bien saben los poetas, de la poesía al ripio hay una distancia corta, marcada por el abuso de las figuras literarias que utilizamos para caracterizar, definir, y al cabo, vivir nuestras propias relaciones. Preguntarnos por su veracidad o falsedad, poco importa, es suficiente dejarnos llevar por los acentos y las modulaciones que introduce la fantasía como forma de construir nuestra relación con el otro.