jueves, 27 de febrero de 2014

El fantasma de Odette

Swann, el personaje de Proust, se enamora de los contenidos estéticos que él mismo ha puesto sobre Odette, en verdadero narcisismo, así que, cuando se separan, comprueba que estos contenidos se desprenden de ella y permanecen, pero como memoria de uno mismo. Swann ha creado en ella el personaje en que vivirse él mismo y, como en la dialéctica hegeliana del señor y el siervo, necesita del otro para vivirse, pues no tiene de otro modo ningún vínculo con la realidad al que llamar vida.

El otro de la relación es fantasma becqueriano, un vacío al otro lado de nuestra fantasía. Cuando desaparece, la fantasía pervive en los objetos donde se encarnó, convertidos en rastro y memoria.

- Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
- ¡Oh ven, ven tú!

Los fantasmas

Botticelli - Las pruebas de Moisés (detalle)



viernes, 14 de febrero de 2014

El simulacro


En parte tiene que ver con el relevo generacional. Los unos se resisten a abandonar sus viejos modos, los otros se resisten a no explorar los nuevos modos que otros están desarrollando. No es una tensión radical, todo o nada, hay grados de libertad, flexibilidad para sostener aún cosas de lo viejo que merecen la pena, sin por ello perder aquello que nos ancla a nuestro tiempo, que siempre es cambiante. Puede ser vintage, neoclasicismo o sencilla añoranza. Hay cosas que merece la pena conservar, son como de verdad, las cosas de siempre que nos mantienen unidos simbólicamente con las abuelas, con la historia del barrio, con la tradición, con la patria, terruño, tierra de los antepasados. Sin embargo, estamos vivos, participamos en dinámicas, innovamos, inventamos, generamos estilos y rutinas por el mero hecho de estar vivos, de conversar, compartir, relacionarnos. La innovación tiene un prurito de inteligencia, de elite, es un descubrimiento o un secreto, algo nuestro que sólo nosotros hemos creado y comprendido, y que ahora servimos a los demás para su disfrute. Llaman simulacro al mantenimiento de cierto aire tradicional en los objetos culturales, pero ofrecidos con ingredientes o servicios contemporáneos. Algo nuevo en un envoltorio antiguo, o al revés. No es lo que fue, desde luego. Si lo venden como historia o tradición, mienten; pero no siempre es así, conservar una fachada mientras el interior del edificio se vacía y reconstruye en tonos contemporáneos, o combinar elementos tradicionales en un ambiente actualizado, puede ofrecer un resultado original, avanzadilla, con estilo. No hay forma de decidir a priori la flexibilidad de la mezcla. No importa, es un problema de estilos y de grupos concretos. La cuestión es que cierta tensión entre lo viejo y lo nuevo forma parte transversal de muchos discursos: políticos, urbanísticos, arquitectónicos, artísticos.

Sin embargo, debemos reparar en que lo tradicional no es sino un antiguo simulacro, algo que vino a ser como si fuera algo que hubo más atrás, en las abuelas de nuestras abuelas, en la edad dorada de quienes nosotros fijamos como nuestra edad dorada. No hay pureza, sino mixtura, mestizaje, sincretismo, emigrantes en nuestra tierra o en otras. Decir que hay que conservar los edificios de nuestra tradición es como fijar un tiempo canónico, adánico, en el principio de los tiempos, sin que importe mucho que aquellos se edificaron sobre las ruinas de otros anteriores. No hay una verdad que deba preservarse del simulacro, sino simulacros en competencia. Rechazamos la innovación en cierto campo (mientras la aceptamos en otros, esto es llamativo, con los mismos argumentos) porque violenta, disfraza o desplaza a simulacros antiguos a los que llamamos la verdad de la tradición, o mejor dicho, nuestra vedad de nuestra tradición. La identidad que tomamos del nosotros/tradición está en juego (qui perd els origens, perd identitat, cantaba Raimon), así que vamos resolviendo estos dilemas de maneras algo diferentes en campos diferentes, mientras construimos nuevas identidades viejas, simulacros nosotros también de quienes en un tiempo fuimos, de lo que seremos después.

También debemos reparar en que el simulacro actual es el hábitat donde crecerán los siguientes, ciclo de eterno retorno. Un respeto para los siguientes, igual que para los anteriores.

martes, 11 de febrero de 2014

Theodore, la máquina y la fantasía del afecto


Her es una película escrita y dirigida por Spike Jonze en 2013 para WB. Es una película de trama sencilla, que plantea algunos problemas usuales de la relación hombre-máquina inteligente, mezclados con algunas problemáticas también usuales de las relaciones afectivas. Cuesta clasificarla fuera de una categoría mixta “science-fiction romantic comedy-drama”, como se presenta en las sinopsis en red, muestra de que no acaba de encajar con claridad en ninguna de estas categorías. En general, resulta una película suave, sin estridencias en el guión o en la interpretación, con una magnífica fotografía exterior del downtown de Los Ángeles, y una cuidada ambientación de interiores, con espacios amplios y diseños minimalistas de colores templados, que consiguen una impresión futurista, pero cercana, como si el otrora lejano futuro de las maquinas inteligentes fuese una realidad inminente, incluso presente ya entre nosotros, con interfaces a las que, en general, ya estamos acostumbrados, y que nada tienen que ver con el efectismo del avance tecnológico presente con mucha frecuencia en el cine norteamericano. En cierto sentido, Her guarda una proximidad de planteamientos con Black Mirror, la inquietante serie de televisión británica que trata las implicaciones sociales de la máquina [1] de un modo más arriesgado, en un estilo de ciencia-ficción también instalado en un presente perfectamente creíble, evitando signos o referencias futuristas.

El protagonista, Theodore (Joachim Phoenix), es un hombre de carácter plano, intimista, de maneras blandas y ropajes neutrales, poco cuidados, aunque pulcros, apariencia física insulsa y completamente falta de interés. Sus problemas afectivos, derivados de la ruptura con su anterior pareja, carecen también de interés, y no es sino la aparición de Samantha (Scarlett Johansson presta su voz), un sistema operativo de última generación con el que Theodore entabla una relación de pareja completa, lo que justifica ver la película y reflexionar sobre la dimensión afectiva de las relaciones con la máquina. Mientras nosotros solemos ver a las máquinas con las que convivimos con la misma frialdad y distancia con que tratamos al tostador o a la nevera, la ficción de los novelistas y guionistas cinematográficos ha creado máquinas dotadas de caracteres inequívocamente humanos, desde la novela romántica hasta el Hall9000 del 2001 de Kubrick, los replicantes del Blade Runner de Ridley Scott, o el más sencillo Sonny del I, Robot de Alex Proyas, por citar a los directores de cine, en lugar de los novelistas originales. Las máquinas humanizadas despliegan su actuación en un universo de un profundo psiquismo, donde se combinan los dilemas identitarios del newcomer, que ya no pertenece a ningún sitio o desea explorar hasta el límite su nueva condición; con los dilemas del monstruo enfrentado a su creador, al cual ve como una entidad disminuida o limitada para comprender la compleja realidad que ha contribuido a crear (así, el Golem XIV de Stanislaw Lem, o el monstruo del doctor Frankenstein); y con los dilemas usuales del sentido de la vida o del irremisible destino, que han adornado las tragedias griegas, los dramas barrocos, la poesía existencialista, o cualquiera, una vez vulgarizados como meros lugares comunes para usar como ripios en cualquier producción cultural de bajo interés. En general, los guionistas y novelistas se han esforzado en poetizar mejor la forma en que la máquina expresa estos dilemas sobre sí misma, frente a  la pobreza de la prosodia con la que sus antagonistas humanos son capaces de plantearlos, creando en el lector el necesario asombro (y la duda de sí mismo) para mirar hacia la máquina como un ser engrandecido al que no hemos sabido apenas comprender.

La película tiene además otro aspecto de interés, por cuanto el guionista, al plantear los problemas de la relación entre Samantha y Theodore, no puede sino utilizar vastos tópicos de las relaciones afectivas humanas, con sus combinaciones desiguales y desordenadas de pasión, curiosidad, apego, duda, demanda y distanciamiento. La pregunta que muchos se plantearán ante la película, o sea, si es posible la relación afectiva entre el ser humano y la máquina [2], se convierte, en un giro metafórico, en la pregunta sobre el carácter fantasioso e irreal de la propia relación entre humanos. Esta metafórica de ida y vuelta es la quisiera desarrollar en las páginas que siguen. La duda del blade runner, que puede distinguir al replicante, pero ya no aprecia la diferencia cualitativa con el humano, tiene aquí su correspondencia, pues todos sabemos de la máquina Samantha humanizada, pero dudamos de la supuesta verdad afectiva de los humanos que la rodean, llegando a la equiparación de ambos universos afectivos en la lógica de la fantasía sobre el otro, sin que importe mucho de qué estemos hablando cuando consideramos quién sea al otro de la relación.

Mientras que la fantasía de Samantha nos arrastra al desafio de nuestra convivencia con la máquina humanizada, la fantasía de Theodore no es la máquina en sí, sino el modo en que debe plantearse la relación afectiva para que sea aceptada como verdad, enfrentada con la prueba de la continuidad. La confianza, la sexualidad, el acceso a la intimidad del otro, la identidad de la relación (qué está sucediendo, qué estamos haciendo) son elementos centrales, pero también estereotipados, de la relación afectiva humana, trasladada en este caso a la relación afectiva con la máquina, que podemos analizar en términos de la fantasía del amor, o de otro modo, de la imposición de sentido que cada uno de los miembros de la pareja realiza sobre el otro para afianzar la impresión de estar embarcados en una relación a la que podemos seguir aplicando el rótulo de afectiva. Como bien saben los poetas, de la poesía al ripio hay una distancia corta, marcada por el abuso de las figuras literarias que utilizamos para caracterizar, definir, y al cabo, vivir nuestras propias relaciones. Preguntarnos por su veracidad o falsedad, poco importa, es suficiente dejarnos llevar por los acentos y las modulaciones que introduce la fantasía como forma de construir nuestra relación con el otro. 




[1] Me gusta especialmente el término máquina como antonomasia de un amplio conjunto de dispositivos tecnológicos contemporáneos (ciborg, robot, programas informáticos, redes tecnológicas, etc.), que aún permite la memoria de artefactos de otras épocas (autómatas, ingenios mecánicos) que ya alimentaron entonces la imaginación de la sociedad, y se convirtieron en metáforas, por ejemplo, para traducir los viejos conceptos griegos de la naturaleza en el mecanicismo de la ciencia moderna (Hans Blumenberg da cuenta de este importante relevo en las metafóricas que se imponen durante la edad moderna, y en parte continúan presentes en nuestros imaginarios científicos, morales y tecnológicos).
[2] La industria cibernética trabaja ya desde hace tiempo en este sentido, con aproximaciones de notable credibilidad, tanto en la simulación de caracteres físicos (cuerpo, pelo, ojos, movimientos, voz) como comportamentales (lenguaje, inteligencia, emoción, gesticulación).

jueves, 6 de febrero de 2014

Feyerabend y el mito de la ciencia


Paul Feyerabend, El mito de la "ciencia" y su papel en la sociedad, Valencia, Pre-Textos, 1979.

A pesar de su pretendida neutralidad, la ciencia es ideología (sistema de creencias y valores), y el Estado, que pretende desvincularse de la religión o del mito, sin embargo, coopera con la ciencia estrechamente. No sólo la financiación y la asesoría de los equipos técnicos, legitimación mutua, sino el sistema educativo, que convierte en obligatorio el aprendizaje de la ciencia desde la infancia, sin posibilidad de elección, igual que en su tiempo hizo la iglesia, antes de que la persona tenga ninguna capacidad crítica.

La inmensa mayoría acepta la ciencia, sin tener capacidad crítica para fundamentar su creencia, convertida en dogma. Incluso muchas personas con formación y muchos científicos son incapaces de hacerlo.

Además, la ciencia "oculta" sus métodos (igual que mezcla suposiciones con comprobaciones a medias, mientras oculta pruebas fallidas, como si todo ello fueran evidencias bien establecidas). "Así es como los científicos se han engañado a sí mismos y a todo el mundo respecto de su oficio" p 17. Por no hablar del modo en que incumplen los requisitos obligatorios que dicen validar a sus procedimientos.

De Copérnico y la pervivencia de los mitos cosmológicos antiguos en la ciencia moderna.

"¡Sigamos su ejemplo [ojo, que el ejemplo es la China comunista], y libremos a la sociedad del asfixiante poder de una ciencia ideológicamente petrificada, al igual que nos liberaron a nosotros nuestros antepasados del dominio opresor de la religión!" p 25.

"La vía hacia este objetivo está clara. Una ciencia que insiste en poseer el único método correcto y los únicos resultados aceptables es ideología y debe ser separada del estado y especialmente de la educación" p 26.

La ciencia, igual que la religión o el mito, deberían ser enseñadas como materias históricas, y que sólo más tarde quien lo desee pueda iniciarse, una vez tenga capacidad crítica suficiente. [Problema: habrá que sustituirlo por alguno otro cuerpo ideológico que copará la socialización y el sentido de realidad, reduciendo la capacidad crítica para apreciar el valor de las alternativas. Vuelta a empezar.]

"También hemos descubierto que la ciencia no tiene resultados sólidos, que sus teorías al igual que sus enunciados fácticos son hipótesis que a menudo son no ya localmente incorrectas, sino enteramente falsas, al hacer aserciones sobre cosas que jamás existieron" p 30.


apuntes gramaticales


del sustantivo
semántica: cada nombre concreto tiene un origen semánticamente no arbitrario. En su origen, fue metáfora, síntesis de ideas ya aceptadas con la que acotar mediante perífrasis las características del objeto que se quería señalar.
-ivo, sufijo latino que indica relación activa / relación pasiva (p.ej., primitivo, relativo a lo más antiguo; pero también motivo, ‘relativo al movimiento, que tiene eficacia para mover’, o ‘limitativo’, ‘lo que limita o está destinado a limitar’: de lo que ‘sustantivo’ podría ser ‘relativo a la sustancia, que tiene eficacia para sustanciar’, es decir agente, de calidad verbal).


del pronombre
Petrus Ramus no lo considera parte de la oración, sino adjetivo irregular parasilábico. (‘para’, preverbio griego, junto a, al lado de, contra).
(Fernando Arellano, Historia de la lingüística, Tomo I)


del infinitivo
Las terminaciones –ar, -er, -ir, indican directamente una forma sustantiva, el nombre que recibe la acción. Resulta llamativo que el verbo, paradigma de la acción que preside la oración frente al sustantivo, sea él mismo estructurado a partir de un sustantivo.


del participio
Verbo y adjetivo, conjugado y declinado al mismo tiempo. Del modo verbal que indica la acción en efecto (poniente el sol, brillante la armadura…) se deriva un sentido adjetival, es decir, que califica al objeto. De otro  modo: el objeto resulta calificado mediante la acción que realiza.