martes, 11 de febrero de 2014

Theodore, la máquina y la fantasía del afecto


Her es una película escrita y dirigida por Spike Jonze en 2013 para WB. Es una película de trama sencilla, que plantea algunos problemas usuales de la relación hombre-máquina inteligente, mezclados con algunas problemáticas también usuales de las relaciones afectivas. Cuesta clasificarla fuera de una categoría mixta “science-fiction romantic comedy-drama”, como se presenta en las sinopsis en red, muestra de que no acaba de encajar con claridad en ninguna de estas categorías. En general, resulta una película suave, sin estridencias en el guión o en la interpretación, con una magnífica fotografía exterior del downtown de Los Ángeles, y una cuidada ambientación de interiores, con espacios amplios y diseños minimalistas de colores templados, que consiguen una impresión futurista, pero cercana, como si el otrora lejano futuro de las maquinas inteligentes fuese una realidad inminente, incluso presente ya entre nosotros, con interfaces a las que, en general, ya estamos acostumbrados, y que nada tienen que ver con el efectismo del avance tecnológico presente con mucha frecuencia en el cine norteamericano. En cierto sentido, Her guarda una proximidad de planteamientos con Black Mirror, la inquietante serie de televisión británica que trata las implicaciones sociales de la máquina [1] de un modo más arriesgado, en un estilo de ciencia-ficción también instalado en un presente perfectamente creíble, evitando signos o referencias futuristas.

El protagonista, Theodore (Joachim Phoenix), es un hombre de carácter plano, intimista, de maneras blandas y ropajes neutrales, poco cuidados, aunque pulcros, apariencia física insulsa y completamente falta de interés. Sus problemas afectivos, derivados de la ruptura con su anterior pareja, carecen también de interés, y no es sino la aparición de Samantha (Scarlett Johansson presta su voz), un sistema operativo de última generación con el que Theodore entabla una relación de pareja completa, lo que justifica ver la película y reflexionar sobre la dimensión afectiva de las relaciones con la máquina. Mientras nosotros solemos ver a las máquinas con las que convivimos con la misma frialdad y distancia con que tratamos al tostador o a la nevera, la ficción de los novelistas y guionistas cinematográficos ha creado máquinas dotadas de caracteres inequívocamente humanos, desde la novela romántica hasta el Hall9000 del 2001 de Kubrick, los replicantes del Blade Runner de Ridley Scott, o el más sencillo Sonny del I, Robot de Alex Proyas, por citar a los directores de cine, en lugar de los novelistas originales. Las máquinas humanizadas despliegan su actuación en un universo de un profundo psiquismo, donde se combinan los dilemas identitarios del newcomer, que ya no pertenece a ningún sitio o desea explorar hasta el límite su nueva condición; con los dilemas del monstruo enfrentado a su creador, al cual ve como una entidad disminuida o limitada para comprender la compleja realidad que ha contribuido a crear (así, el Golem XIV de Stanislaw Lem, o el monstruo del doctor Frankenstein); y con los dilemas usuales del sentido de la vida o del irremisible destino, que han adornado las tragedias griegas, los dramas barrocos, la poesía existencialista, o cualquiera, una vez vulgarizados como meros lugares comunes para usar como ripios en cualquier producción cultural de bajo interés. En general, los guionistas y novelistas se han esforzado en poetizar mejor la forma en que la máquina expresa estos dilemas sobre sí misma, frente a  la pobreza de la prosodia con la que sus antagonistas humanos son capaces de plantearlos, creando en el lector el necesario asombro (y la duda de sí mismo) para mirar hacia la máquina como un ser engrandecido al que no hemos sabido apenas comprender.

La película tiene además otro aspecto de interés, por cuanto el guionista, al plantear los problemas de la relación entre Samantha y Theodore, no puede sino utilizar vastos tópicos de las relaciones afectivas humanas, con sus combinaciones desiguales y desordenadas de pasión, curiosidad, apego, duda, demanda y distanciamiento. La pregunta que muchos se plantearán ante la película, o sea, si es posible la relación afectiva entre el ser humano y la máquina [2], se convierte, en un giro metafórico, en la pregunta sobre el carácter fantasioso e irreal de la propia relación entre humanos. Esta metafórica de ida y vuelta es la quisiera desarrollar en las páginas que siguen. La duda del blade runner, que puede distinguir al replicante, pero ya no aprecia la diferencia cualitativa con el humano, tiene aquí su correspondencia, pues todos sabemos de la máquina Samantha humanizada, pero dudamos de la supuesta verdad afectiva de los humanos que la rodean, llegando a la equiparación de ambos universos afectivos en la lógica de la fantasía sobre el otro, sin que importe mucho de qué estemos hablando cuando consideramos quién sea al otro de la relación.

Mientras que la fantasía de Samantha nos arrastra al desafio de nuestra convivencia con la máquina humanizada, la fantasía de Theodore no es la máquina en sí, sino el modo en que debe plantearse la relación afectiva para que sea aceptada como verdad, enfrentada con la prueba de la continuidad. La confianza, la sexualidad, el acceso a la intimidad del otro, la identidad de la relación (qué está sucediendo, qué estamos haciendo) son elementos centrales, pero también estereotipados, de la relación afectiva humana, trasladada en este caso a la relación afectiva con la máquina, que podemos analizar en términos de la fantasía del amor, o de otro modo, de la imposición de sentido que cada uno de los miembros de la pareja realiza sobre el otro para afianzar la impresión de estar embarcados en una relación a la que podemos seguir aplicando el rótulo de afectiva. Como bien saben los poetas, de la poesía al ripio hay una distancia corta, marcada por el abuso de las figuras literarias que utilizamos para caracterizar, definir, y al cabo, vivir nuestras propias relaciones. Preguntarnos por su veracidad o falsedad, poco importa, es suficiente dejarnos llevar por los acentos y las modulaciones que introduce la fantasía como forma de construir nuestra relación con el otro. 




[1] Me gusta especialmente el término máquina como antonomasia de un amplio conjunto de dispositivos tecnológicos contemporáneos (ciborg, robot, programas informáticos, redes tecnológicas, etc.), que aún permite la memoria de artefactos de otras épocas (autómatas, ingenios mecánicos) que ya alimentaron entonces la imaginación de la sociedad, y se convirtieron en metáforas, por ejemplo, para traducir los viejos conceptos griegos de la naturaleza en el mecanicismo de la ciencia moderna (Hans Blumenberg da cuenta de este importante relevo en las metafóricas que se imponen durante la edad moderna, y en parte continúan presentes en nuestros imaginarios científicos, morales y tecnológicos).
[2] La industria cibernética trabaja ya desde hace tiempo en este sentido, con aproximaciones de notable credibilidad, tanto en la simulación de caracteres físicos (cuerpo, pelo, ojos, movimientos, voz) como comportamentales (lenguaje, inteligencia, emoción, gesticulación).