En parte tiene que ver con el relevo generacional. Los unos se resisten a abandonar sus viejos modos, los otros se resisten a no explorar los nuevos modos que otros están desarrollando. No es una tensión radical, todo o nada, hay grados de libertad, flexibilidad para sostener aún cosas de lo viejo que merecen la pena, sin por ello perder aquello que nos ancla a nuestro tiempo, que siempre es cambiante. Puede ser vintage, neoclasicismo o sencilla añoranza. Hay cosas que merece la pena conservar, son como de verdad, las cosas de siempre que nos mantienen unidos simbólicamente con las abuelas, con la historia del barrio, con la tradición, con la patria, terruño, tierra de los antepasados. Sin embargo, estamos vivos, participamos en dinámicas, innovamos, inventamos, generamos estilos y rutinas por el mero hecho de estar vivos, de conversar, compartir, relacionarnos. La innovación tiene un prurito de inteligencia, de elite, es un descubrimiento o un secreto, algo nuestro que sólo nosotros hemos creado y comprendido, y que ahora servimos a los demás para su disfrute. Llaman simulacro al mantenimiento de cierto aire tradicional en los objetos culturales, pero ofrecidos con ingredientes o servicios contemporáneos. Algo nuevo en un envoltorio antiguo, o al revés. No es lo que fue, desde luego. Si lo venden como historia o tradición, mienten; pero no siempre es así, conservar una fachada mientras el interior del edificio se vacía y reconstruye en tonos contemporáneos, o combinar elementos tradicionales en un ambiente actualizado, puede ofrecer un resultado original, avanzadilla, con estilo. No hay forma de decidir a priori la flexibilidad de la mezcla. No importa, es un problema de estilos y de grupos concretos. La cuestión es que cierta tensión entre lo viejo y lo nuevo forma parte transversal de muchos discursos: políticos, urbanísticos, arquitectónicos, artísticos.
Sin embargo, debemos reparar en que lo tradicional no es sino un antiguo simulacro, algo que vino a ser como si fuera algo que hubo más atrás, en las abuelas de nuestras abuelas, en la edad dorada de quienes nosotros fijamos como nuestra edad dorada. No hay pureza, sino mixtura, mestizaje, sincretismo, emigrantes en nuestra tierra o en otras. Decir que hay que conservar los edificios de nuestra tradición es como fijar un tiempo canónico, adánico, en el principio de los tiempos, sin que importe mucho que aquellos se edificaron sobre las ruinas de otros anteriores. No hay una verdad que deba preservarse del simulacro, sino simulacros en competencia. Rechazamos la innovación en cierto campo (mientras la aceptamos en otros, esto es llamativo, con los mismos argumentos) porque violenta, disfraza o desplaza a simulacros antiguos a los que llamamos la verdad de la tradición, o mejor dicho, nuestra vedad de nuestra tradición. La identidad que tomamos del nosotros/tradición está en juego (qui perd els origens, perd identitat, cantaba Raimon), así que vamos resolviendo estos dilemas de maneras algo diferentes en campos diferentes, mientras construimos nuevas identidades viejas, simulacros nosotros también de quienes en un tiempo fuimos, de lo que seremos después.
También debemos reparar en que el simulacro actual es el hábitat donde crecerán los siguientes, ciclo de eterno retorno. Un respeto para los siguientes, igual que para los anteriores.