domingo, 23 de abril de 2017

La obra

Forma parte del saber antiguo, hace falta morir para comenzar de nuevo. Si nuestra vida como sujeto-Otro, encarnación del impersonal de la cultura, es la vida del siervo que aguarda disciplinado, domesticado, las dádivas y las órdenes de su señor, las sobras del gran banquete de la cultura de los siglos –el poderío del museo, de la metrópoli, del discurso–; romper con la servidumbre sólo puede ser ruptura radical, rechazo radical, libertad negativa, corte tajante, desmembramiento doloroso en el que quedamos huérfanos de cuerpo, sin la vida bien definida que el Otro nos prestaba en sus dádivas y sus órdenes. Por eso, para escapar, sólo nos salva la espada.

Cortar la articulación con el Otro que nos domina, que dulcemente nos violenta, callar con lo rotundo del silencio la voz del amo para volvernos hacia nosotros mismos, para volverme hacia mí mismo y llegarme a mi vacío profundo y solitario. Libre al fin con toda mi voluntad vuelta hacia mí mismo, agotada en la contemplación de la nada que ahora soy, sujeto-nada, instantánea del narciso inmóvil e impedido, libre para nada, libre absoluto para una nada absoluta que nos cobija afuera de todo y de todos, afuera de uno mismo en lo más adentro de uno mismo. Fin de la palabra, fin de la cultura, fin del mundo y de la historia del mundo. Muertos de continuo, zombis, voluntariosamente muertos, señores de nuestra propia servidumbre hacia nosotros mismos, sumidos en el punto sin dimensión del sujeto-nada.

Se trata entonces de seguir vueltos hacia nosotros, agotamiento narciso de la voluntad, o de volvernos hacia la obra, hacia la nueva apertura que nos invita. La voluntad gira en una danza interminable, del silencio al silencio, del paso de baile al paso de baile, del baile alucinado de Ofelia al ballet del gran paso a dos. La obra es nuestro afuera más lejano, más allá del vacío yo interior, alternativa al más allá de la cultura que ha quedado en el olvido. Ella es lo heterogéneo, lo que no se parece a nada, lo que no alegoriza, lo que se basta a sí misma para ser contemplada, puro signo, lo que habla en un idioma absolutamente otro donde las voces que nada significan lo significan todo, amablemente abierta, ofrecida sin pretender, sin esperar, sin atar. La obra es lo informe, la condición de la forma, la confusión de un mundo indescifrable que sugiere sin apuntar, que promete sin decirnos qué, pues no hay qué, no hay pronombre que pueda suplantar su grito desencarnado. Ella es el nuevo mundo, el mundo otro afuera del mundo conocido y olvidado, dejado al margen. Ella es lo que se abre en el margen, el hueco, el intersticio, un extenso vacío de mundo que puede ser habitado, deambulado, admirado sin fin en su belleza única y singular. Por eso, para vivir, sólo nos salva el arte.

Comenzamos de nuevo en compañía de la obra, acogidos por ella, madre tierra, nuevo mundo. El sujeto-nada se vuelve voluntariosamente hacia la obra para seguir siendo sí mismo vivo, yo a solas en compañía de la obra. Nuestra nada está ahora acompañada de la nada de la obra, extasiados, alucinados al margen del mundo que nos quedó más allá, en el olvido. Nuestra nada sin nombre, egoísta, centro vacío de sí misma, se arroja ahora en la nada sin nombre de la obra que nada dice y que, sin embargo, lo dice todo, pues ella es ahora el mundo en el que todo se dice a sí mismo. Somos ahora artistas comprometidos en la obra, nuestras manos, nuestra mirada, nuestro cuerpo todo, nuestra ánima toda, están ahora embarrados de la obra, sumergidos en el horizonte inmediato de lo que no tiene forma y puede tener todas. Creamos. Ella nos da el material, el caos informe, sin pedir nada a cambio, madre tierra, diosa primera voluptuosa y virgen, terra incognita que se abre y nos cobija. Labraremos sobre ella los surcos de nuestro paso, omnímodos y violentos, demiurgo, la rasgaremos para extraer de ella lo que nunca nos escondió, y nos saciaremos del fruto de sus vides, impúdicos y felices en la fiesta del origen.

Es curioso. No hemos dejado de reproducir la cosmogonía antigua. Nuestra (post)modernidad es tan antigua como ella. Siempre la misma operación neolítica: la espada y la tierra, el corte y la cerámica, la forma de lo informe, herreros y alfareros, eterno retorno de lo mismo. Siempre es agradable volver a casa.



domingo, 16 de abril de 2017

El texto solo

La literatura no tiene entonces más que retorcerse en un perpetuo retorno sobre sí misma.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas

Cómo puede interpretarse un texto con los términos incluidos en el propio texto, los que ya forman parte de él, sin salirse de él. Cómo pueden deslindarse los términos del texto y los términos de la interpretación del texto si ambos forman parte del mismo texto. Cómo puede el texto serse exterior a sí mismo, cómo puede mirarse, leerse desde fuera desde dentro. Cómo puede la interioridad del texto serse exterior para dar lugar a la interpretación, a la lectura, a la crítica. O bien, cómo puede interiorizarse lo que no es sino despliegue continuo, exterioridad pura, habla que retumba. Cómo puede el exterior del texto volver sobre sí mismo si no hay interioridad sobre la que volver, si no hay referencia original sino despliegue exterior de lo exterior que es el propio texto. Cómo puede el texto encerrar lo que le queda afuera, cómo puede encerrar lo que él mismo deja abierto.

Si para interpretar un texto tomamos los materiales que forman el propio texto, no haremos sino extenderlo, agrandarlo, añadirle una línea más que no escapará de sí mismo, que lo continuará. Qué especie de racionalidad demente es que el texto se lea a sí mismo. Si el texto se lee a sí mismo, si dice sólo lo que dice, si anuncia la llegada de su anuncio, sin dejar de hablarse, toda nuestra lectura, nuestra ciencia, nuestra crítica, serán cacofonía, repetición de lo repetido distintamente de una manera que no puede ser distinta. Si la interpretación dice lo el texto dice de manera diferente, qué es lo que dice de nuevo; si afirma descubrir lo que había descubierto, qué descubre si nada había cubierto, qué sabe si ya se era sabido, qué desvela si no había nada velado.

Así, todo el ser del lenguaje/lectura sólo es repetirse a sí mismo en infinitas variaciones que, sin embargo, se reducirían a un único punto, la infinitud de un único punto finito, la repetición de un grito condensado, el único grito que fue por primera vez en el texto antes del texto, que no deja de ser, que sólo él puede ser, que seguirá gritándose hasta el último grito que será él mismo y que ya fue dicho, que es dicho y volverá a ser dicho. Dicho sin más. Decirse sin más. Hablarse sin más.

En esta ilusión del pensar que no puede pensarse, sino decirse repetidamente otra vez lo mismo, pues no tiene referencia que dé razón; de la lectura que no puede leerse, sino escribirse sin cesar, pues no hay forma de cerrar el libro para ser catalogado, archivado; en esta ficción del habla, de la cultura, de la lectura, se ha desplegado la historia del símbolo, la enciclopedia fantástica de Tlön que sólo habla de sí misma, las mil y una noches a las que siempre pueden añadirse una noche más, donde el lector es un personaje más de un libro que existe sólo por sí y para sí mismo, sin apoyaturas, sin estanterías, sin bibliotecarios, sin testigos. Así, el hombre ha construido aviones que siempre fueron pájaros que siempre fueron el pájaro y el asombro del primer hombre la primera vez; ha construido herramientas sofisticadas que siempre fueron un palo, una piedra, una astilla de hueso con la que una vez se cortó por primera vez; ha creado medicinas que siempre fueron emplasto, mejunje de ciénaga mohosa que mató y dio la vida porque mató por primera vez. No hemos hecho sino repetirnos desde la primera vez, el mismo grito, el mismo asombro, el mismo hombre, sin añadir nada salvo unas líneas repetidas, más de lo mismo.

Hubo una primera vez que nunca fue primera porque no ha dejado de ser.

No vamos a ninguna parte, volvemos siempre al mismo sitio, que nunca fue el sitio al que volver, el sitio donde quedarse, sino el sitio del que marchar hacia ninguna parte, más allá, afuera de nosotros mismos. Marchamos de regreso, delirante anthropos, al sitio mítico en el que una vez, que no fue primera, iniciamos nuestra marcha hacia el sitio que nunca acaba de llegar.



viernes, 14 de abril de 2017

Los conceptos clásicos

Los conceptos clásicos, los asentados, los que tienen una historia rastreable, un pasado allí, detenido allí, que, sin embargo, llega hasta nosotros, nos animan. Se ponen en juego en nuestro pensar, en el modo en que decimos y hacemos nuestra época, a nosotros mismos, en el modo en que derivamos de ellos consecuencias, o que se derivan de ellos consecuencias que condicionarán el modo de pensar y de vivir de los siguientes. Todas las palabras que ahora se repiten y vuelven a sonar en este texto y en cada texto, los conceptos que ellas actualizan, incluso las formas lingüísticas (fonética, gramática, semántica) que nos permiten actualizarlos.

Para entender los conceptos que nos animan no basta con aprender el idioma (cualquier idioma, el mundo que queda definido en cada idioma). Esto sólo nos da un idiota cultural, un letrado que ignora el sentido histórico de lo que dice, pues el sentido viene de muy lejos y camina hacia destinos impredecibles que ya están siendo pensados. Para entenderlos, debemos retroceder en su historia, que es la historia general del símbolo, desandar los recorridos epocales, ir a las fuentes extensas de cada uno de ellos, y a las fuentes de las fuentes hasta la deconstrucción, que es volver a las disputas en las que una vez tuvieron su razón de ser (Derrida). Ejercicio imposible que exige una erudición enciclopédica fuera del alcance del mejor de nuestros eruditos, pues nadie abarca la magna biblioteca de la historia del símbolo más que en algunos de sus fragmentos, condenado a reconocerse también él mismo como ignorante en el vano esfuerzo de abrazar la totalidad histórica de los innumerables recorridos y entrelazamientos que tejen y transitan cada época.

No sólo el ejercicio es imposible de facto, sino que es incierto aún en el mejor resultado imaginable, pues las series simbólicas o conceptuales siempre serán traídas hasta nosotros, pensadas desde nosotros, concluido aquí lo que duerme en el allí de los siglos y de la letra callada de las bibliotecas polvorientas que no dejan de hablar. Pero no somos nosotros los que podemos pensarlas, sino ellas las que nos han pensado desde antes, las que dejaron dicho lo que ahora decimos. Y también desde ahora, pues nosotros somos desde el inicio los que entramos en su devenir epocal, los que actualizamos la historia del símbolo que, en puridad, es la que se actualiza en nosotros, desapareciéndose en la operación de volver a ser dicha en nuestras voces ignorantes una y otra vez.

Qué objeto puede tener entonces la pretensión de aclarar nuestras ideas remitiéndolas a un pasado inalcanzable. Si no podemos reconstruirlas tal como fueron, viajar en la historia, contra la historia que viaja hasta nosotros, todo el ejercicio de la recuperación histórica queda como una actualización erudita que nos supera, pues es ella siempre la que vuelve a decirse a través de nosotros, trascendiéndose en su continuo despliegue, si acaso con una nueva sutileza, la que nosotros podamos añadirle. El ejercicio erudito no ha de quedar entonces sino en un juego de palabras más complicado, mero divertimento, más sutil, más para unos pocos, cada vez más ignorantes en la medida en que a la complicación histórica le sumamos nuestra propia complicación, la que se actualiza en nuestra vuelta de tuerca epocal. Diálogo de tontos eruditos que dicen lo que no saben, tontos inteligentes que no sólo no pueden saber lo que dicen, sino que, al decirlo, legamos a los siguientes nuevas capas de ignorancia de apariencia brillante en nuestra erudita complicación y sutileza hermosa y vana. Como rasgar la tela de un cuadro antiguo para poner sobre ella nuevos barnices modernos con la excusa de recuperar la verdad del cuadro, nuevas manchas que se quieren impolutas, y pretender que, por fin, hemos llegado al cuadro, y que, para más vanidad, lo entregamos a los visitantes futuros de un museo en el que verán cada vez menos de lo que fue, y tampoco entenderán nada, o poco y mal.

Quizá, al fin, nuestra mejor herencia sea dejar testimonio de la ignorancia. O quizá la verdad de nuestras palabras esté en otra parte, sólo en seguir hablando, sin que sepamos bien cómo mirarla, confundidos con los clásicos, hechos clásicos para los siguientes, que tampoco sabrán cómo entendernos, y sólo seguirán hablando a solas.


sábado, 1 de abril de 2017

El objeto cultural

El otro se nos presenta en primera instancia y de continuo como una representación de valores, formas y categorías sociales que le dotan de contenido expresivo. Este conjunto de significantes culturales encarnados le identifican, le subjetivan, le invisten de una identidad reconocible con la que puede presentarse en sociedad, ser comprendido, ser bienvenido, o no, y entrar al fácil juego de las relaciones sociales estereotipadas, donde nuestra vida es un teatro con los papeles repartidos. Le reconocemos porque reconocemos en él los mismos rasgos y maneras de nuestra propia cultura, en la que ambos hemos venido a ser encarnaciones alternativas de los mismos patrones culturales. El otro es siempre primariamente la encarnación del Otro, cuya voz impersonal (el “se dice”, “se sabe”) es un fantasma que se aparece en las formas de movernos, en las palabras y argumentos que esgrimimos en nuestras conversaciones, en el vestido y el maquillaje, en cada comportamiento sutil o elaborado, en la postura erguida, en el modo de sentarnos o de mirar, en los modos de ocultar la vista, en cada pensamiento. Nada de lo que en el otro se nos muestra nos resulta ajeno desde el momento en que repite pautas bien conocidas. Nada hay velado, todo es transparencia ingenua o estudiada que nos brinda la ilusión de tener delante a una persona, cuando lo que tenemos sólo es un objeto cultural, lo cual ya es mucho. En principio, el otro es para nosotros un mero objeto cultural. Que sea o no un tú de pleno derecho (es decir, que sea un yo tal como yo soy) es un estatuto que se antoja necesario suponer, pero que debe ser constituido de algún modo para darlo por válido desde el yo. Mientras tanto, sólo habla el Otro. También cuando hablo yo.

También a nosotros mismos nos miramos en todo momento a través de la mediación simbólica del Otro, somos a nuestros ojos también un objeto cultural, una subjetividad, cuyo aspecto está definido por un cúmulo histórico de cosas que se saben, que se son, que se deben ser, aunque generalmente desconocemos su historia, y somos incapaces de justificar su razón cuando nos preguntan, incapaces incluso de darnos cuenta de que están aquí, en nosotros. Los más piensan en nuestro tiempo que cada cual llega por sí mismo (o por la magia de la genética) a elaborar las formas que le presentan, o las formas con que él se presenta, que dirían ellos, como si hubiera una decisión o una elaboración personal determinante que diera como resultado lo que, indudablemente, son meras formas tomadas irreflexivamente desde el común cultural.

Este yo que somos en la mayor parte de nuestra biografía es, en puridad, la voz del Otro. Por una parte, yo soy Otro significa que el Otro, el impersonal de la cultura, no puede ser sin cada uno de nosotros, en los cuerpos vivos y en los otros cuerpos del mobiliario que nos rodean, depositado o encarnado en nosotros, todos definidos como objetos culturales que se entregan conjuntamente a la representación de las muchas escenas (generalmente, banales; a veces, grandiosas) en las que pasa nuestra cotidianeidad, pero también nuestras vidas. Yo soy Otro significa también que el Otro soy yo en toda la plenitud de la expresión. El Otro no es una entidad ajena con la que podamos sostener un enfrentamiento cara a cara, sino que siempre me es específicamente cercano, vive en mí y yo en él, ambos somos, aunque diferentes, una y la misma cosa. En su ser colectivo, el Otro es exterior y compartido, pero ya desde siempre nosotros vivimos en él, realizándolo, mientras él se adhiere, nos parasita, y así nos realiza. Yo soy el Sistema, el Otro de los otros, así que la primera sospecha crítica debería recaer siempre sobre nosotros mismos.

Llamarnos yo y tú resulta caprichoso, pues somos en todo momento ella, la tercera persona de una narración en la que somos contados por un autor anónimo e histórico, la voz de la cultura. La cultura nos colma de significaciones, identidades y sentidos narrativos, nos brinda un escenario y nos convierte en literatura. Somos en ella un cuento que nos contamos de continuo, el cuento en que seremos contados por los siguientes, los muchos cuentos que los anteriores nos legaron para ser puestos en escena una y otra vez. Les representamos, les hacemos presentes, no dejamos que caiga su memoria en el olvido. Aunque ya no recordemos sus nombres, sabemos bien las historias que ellos contaron, que todavía nos cuentan. El pasado nunca deja de pasar, y así tampoco nosotros pasaremos nunca por completo.

Tú y yo somos apenas el eco sonoro y diminuente de la historia. Para mantener el tipo, basta con que hagamos bien nuestro papel en la vida. No importa si a veces la representación es cómica o dramática, científica o administrativa, la literatura de la vida pone a nuestro alcance muchos géneros y muchas obras. No importa si, al reflexionar sobre ello, nos parece que el actor que somos guarda la tópica tristeza del payaso, otro cuento popular bien conocido. Piensa que la Historia nos contempla, espera de nosotros que mantengamos la voz, nos necesita para recordarse, y que, junto a la grandeza o la miseria de nuestra culta representación, ambos estamos haciendo un difícil esfuerzo por hacer que nuestras vidas tengan algo que contar.