Forma parte del saber antiguo, hace falta morir para comenzar de nuevo. Si nuestra vida como sujeto-Otro, encarnación del impersonal de la cultura, es la vida del siervo que aguarda disciplinado, domesticado, las dádivas y las órdenes de su señor, las sobras del gran banquete de la cultura de los siglos –el poderío del museo, de la metrópoli, del discurso–; romper con la servidumbre sólo puede ser ruptura radical, rechazo radical, libertad negativa, corte tajante, desmembramiento doloroso en el que quedamos huérfanos de cuerpo, sin la vida bien definida que el Otro nos prestaba en sus dádivas y sus órdenes. Por eso, para escapar, sólo nos salva la espada.
Cortar la articulación con el Otro que nos domina, que dulcemente nos violenta, callar con lo rotundo del silencio la voz del amo para volvernos hacia nosotros mismos, para volverme hacia mí mismo y llegarme a mi vacío profundo y solitario. Libre al fin con toda mi voluntad vuelta hacia mí mismo, agotada en la contemplación de la nada que ahora soy, sujeto-nada, instantánea del narciso inmóvil e impedido, libre para nada, libre absoluto para una nada absoluta que nos cobija afuera de todo y de todos, afuera de uno mismo en lo más adentro de uno mismo. Fin de la palabra, fin de la cultura, fin del mundo y de la historia del mundo. Muertos de continuo, zombis, voluntariosamente muertos, señores de nuestra propia servidumbre hacia nosotros mismos, sumidos en el punto sin dimensión del sujeto-nada.
Se trata entonces de seguir vueltos hacia nosotros, agotamiento narciso de la voluntad, o de volvernos hacia la obra, hacia la nueva apertura que nos invita. La voluntad gira en una danza interminable, del silencio al silencio, del paso de baile al paso de baile, del baile alucinado de Ofelia al ballet del gran paso a dos. La obra es nuestro afuera más lejano, más allá del vacío yo interior, alternativa al más allá de la cultura que ha quedado en el olvido. Ella es lo heterogéneo, lo que no se parece a nada, lo que no alegoriza, lo que se basta a sí misma para ser contemplada, puro signo, lo que habla en un idioma absolutamente otro donde las voces que nada significan lo significan todo, amablemente abierta, ofrecida sin pretender, sin esperar, sin atar. La obra es lo informe, la condición de la forma, la confusión de un mundo indescifrable que sugiere sin apuntar, que promete sin decirnos qué, pues no hay qué, no hay pronombre que pueda suplantar su grito desencarnado. Ella es el nuevo mundo, el mundo otro afuera del mundo conocido y olvidado, dejado al margen. Ella es lo que se abre en el margen, el hueco, el intersticio, un extenso vacío de mundo que puede ser habitado, deambulado, admirado sin fin en su belleza única y singular. Por eso, para vivir, sólo nos salva el arte.
Comenzamos de nuevo en compañía de la obra, acogidos por ella, madre tierra, nuevo mundo. El sujeto-nada se vuelve voluntariosamente hacia la obra para seguir siendo sí mismo vivo, yo a solas en compañía de la obra. Nuestra nada está ahora acompañada de la nada de la obra, extasiados, alucinados al margen del mundo que nos quedó más allá, en el olvido. Nuestra nada sin nombre, egoísta, centro vacío de sí misma, se arroja ahora en la nada sin nombre de la obra que nada dice y que, sin embargo, lo dice todo, pues ella es ahora el mundo en el que todo se dice a sí mismo. Somos ahora artistas comprometidos en la obra, nuestras manos, nuestra mirada, nuestro cuerpo todo, nuestra ánima toda, están ahora embarrados de la obra, sumergidos en el horizonte inmediato de lo que no tiene forma y puede tener todas. Creamos. Ella nos da el material, el caos informe, sin pedir nada a cambio, madre tierra, diosa primera voluptuosa y virgen, terra incognita que se abre y nos cobija. Labraremos sobre ella los surcos de nuestro paso, omnímodos y violentos, demiurgo, la rasgaremos para extraer de ella lo que nunca nos escondió, y nos saciaremos del fruto de sus vides, impúdicos y felices en la fiesta del origen.
Es curioso. No hemos dejado de reproducir la cosmogonía antigua. Nuestra (post)modernidad es tan antigua como ella. Siempre la misma operación neolítica: la espada y la tierra, el corte y la cerámica, la forma de lo informe, herreros y alfareros, eterno retorno de lo mismo. Siempre es agradable volver a casa.
Cortar la articulación con el Otro que nos domina, que dulcemente nos violenta, callar con lo rotundo del silencio la voz del amo para volvernos hacia nosotros mismos, para volverme hacia mí mismo y llegarme a mi vacío profundo y solitario. Libre al fin con toda mi voluntad vuelta hacia mí mismo, agotada en la contemplación de la nada que ahora soy, sujeto-nada, instantánea del narciso inmóvil e impedido, libre para nada, libre absoluto para una nada absoluta que nos cobija afuera de todo y de todos, afuera de uno mismo en lo más adentro de uno mismo. Fin de la palabra, fin de la cultura, fin del mundo y de la historia del mundo. Muertos de continuo, zombis, voluntariosamente muertos, señores de nuestra propia servidumbre hacia nosotros mismos, sumidos en el punto sin dimensión del sujeto-nada.
Se trata entonces de seguir vueltos hacia nosotros, agotamiento narciso de la voluntad, o de volvernos hacia la obra, hacia la nueva apertura que nos invita. La voluntad gira en una danza interminable, del silencio al silencio, del paso de baile al paso de baile, del baile alucinado de Ofelia al ballet del gran paso a dos. La obra es nuestro afuera más lejano, más allá del vacío yo interior, alternativa al más allá de la cultura que ha quedado en el olvido. Ella es lo heterogéneo, lo que no se parece a nada, lo que no alegoriza, lo que se basta a sí misma para ser contemplada, puro signo, lo que habla en un idioma absolutamente otro donde las voces que nada significan lo significan todo, amablemente abierta, ofrecida sin pretender, sin esperar, sin atar. La obra es lo informe, la condición de la forma, la confusión de un mundo indescifrable que sugiere sin apuntar, que promete sin decirnos qué, pues no hay qué, no hay pronombre que pueda suplantar su grito desencarnado. Ella es el nuevo mundo, el mundo otro afuera del mundo conocido y olvidado, dejado al margen. Ella es lo que se abre en el margen, el hueco, el intersticio, un extenso vacío de mundo que puede ser habitado, deambulado, admirado sin fin en su belleza única y singular. Por eso, para vivir, sólo nos salva el arte.
Comenzamos de nuevo en compañía de la obra, acogidos por ella, madre tierra, nuevo mundo. El sujeto-nada se vuelve voluntariosamente hacia la obra para seguir siendo sí mismo vivo, yo a solas en compañía de la obra. Nuestra nada está ahora acompañada de la nada de la obra, extasiados, alucinados al margen del mundo que nos quedó más allá, en el olvido. Nuestra nada sin nombre, egoísta, centro vacío de sí misma, se arroja ahora en la nada sin nombre de la obra que nada dice y que, sin embargo, lo dice todo, pues ella es ahora el mundo en el que todo se dice a sí mismo. Somos ahora artistas comprometidos en la obra, nuestras manos, nuestra mirada, nuestro cuerpo todo, nuestra ánima toda, están ahora embarrados de la obra, sumergidos en el horizonte inmediato de lo que no tiene forma y puede tener todas. Creamos. Ella nos da el material, el caos informe, sin pedir nada a cambio, madre tierra, diosa primera voluptuosa y virgen, terra incognita que se abre y nos cobija. Labraremos sobre ella los surcos de nuestro paso, omnímodos y violentos, demiurgo, la rasgaremos para extraer de ella lo que nunca nos escondió, y nos saciaremos del fruto de sus vides, impúdicos y felices en la fiesta del origen.
Es curioso. No hemos dejado de reproducir la cosmogonía antigua. Nuestra (post)modernidad es tan antigua como ella. Siempre la misma operación neolítica: la espada y la tierra, el corte y la cerámica, la forma de lo informe, herreros y alfareros, eterno retorno de lo mismo. Siempre es agradable volver a casa.