sábado, 1 de abril de 2017

El objeto cultural

El otro se nos presenta en primera instancia y de continuo como una representación de valores, formas y categorías sociales que le dotan de contenido expresivo. Este conjunto de significantes culturales encarnados le identifican, le subjetivan, le invisten de una identidad reconocible con la que puede presentarse en sociedad, ser comprendido, ser bienvenido, o no, y entrar al fácil juego de las relaciones sociales estereotipadas, donde nuestra vida es un teatro con los papeles repartidos. Le reconocemos porque reconocemos en él los mismos rasgos y maneras de nuestra propia cultura, en la que ambos hemos venido a ser encarnaciones alternativas de los mismos patrones culturales. El otro es siempre primariamente la encarnación del Otro, cuya voz impersonal (el “se dice”, “se sabe”) es un fantasma que se aparece en las formas de movernos, en las palabras y argumentos que esgrimimos en nuestras conversaciones, en el vestido y el maquillaje, en cada comportamiento sutil o elaborado, en la postura erguida, en el modo de sentarnos o de mirar, en los modos de ocultar la vista, en cada pensamiento. Nada de lo que en el otro se nos muestra nos resulta ajeno desde el momento en que repite pautas bien conocidas. Nada hay velado, todo es transparencia ingenua o estudiada que nos brinda la ilusión de tener delante a una persona, cuando lo que tenemos sólo es un objeto cultural, lo cual ya es mucho. En principio, el otro es para nosotros un mero objeto cultural. Que sea o no un tú de pleno derecho (es decir, que sea un yo tal como yo soy) es un estatuto que se antoja necesario suponer, pero que debe ser constituido de algún modo para darlo por válido desde el yo. Mientras tanto, sólo habla el Otro. También cuando hablo yo.

También a nosotros mismos nos miramos en todo momento a través de la mediación simbólica del Otro, somos a nuestros ojos también un objeto cultural, una subjetividad, cuyo aspecto está definido por un cúmulo histórico de cosas que se saben, que se son, que se deben ser, aunque generalmente desconocemos su historia, y somos incapaces de justificar su razón cuando nos preguntan, incapaces incluso de darnos cuenta de que están aquí, en nosotros. Los más piensan en nuestro tiempo que cada cual llega por sí mismo (o por la magia de la genética) a elaborar las formas que le presentan, o las formas con que él se presenta, que dirían ellos, como si hubiera una decisión o una elaboración personal determinante que diera como resultado lo que, indudablemente, son meras formas tomadas irreflexivamente desde el común cultural.

Este yo que somos en la mayor parte de nuestra biografía es, en puridad, la voz del Otro. Por una parte, yo soy Otro significa que el Otro, el impersonal de la cultura, no puede ser sin cada uno de nosotros, en los cuerpos vivos y en los otros cuerpos del mobiliario que nos rodean, depositado o encarnado en nosotros, todos definidos como objetos culturales que se entregan conjuntamente a la representación de las muchas escenas (generalmente, banales; a veces, grandiosas) en las que pasa nuestra cotidianeidad, pero también nuestras vidas. Yo soy Otro significa también que el Otro soy yo en toda la plenitud de la expresión. El Otro no es una entidad ajena con la que podamos sostener un enfrentamiento cara a cara, sino que siempre me es específicamente cercano, vive en mí y yo en él, ambos somos, aunque diferentes, una y la misma cosa. En su ser colectivo, el Otro es exterior y compartido, pero ya desde siempre nosotros vivimos en él, realizándolo, mientras él se adhiere, nos parasita, y así nos realiza. Yo soy el Sistema, el Otro de los otros, así que la primera sospecha crítica debería recaer siempre sobre nosotros mismos.

Llamarnos yo y tú resulta caprichoso, pues somos en todo momento ella, la tercera persona de una narración en la que somos contados por un autor anónimo e histórico, la voz de la cultura. La cultura nos colma de significaciones, identidades y sentidos narrativos, nos brinda un escenario y nos convierte en literatura. Somos en ella un cuento que nos contamos de continuo, el cuento en que seremos contados por los siguientes, los muchos cuentos que los anteriores nos legaron para ser puestos en escena una y otra vez. Les representamos, les hacemos presentes, no dejamos que caiga su memoria en el olvido. Aunque ya no recordemos sus nombres, sabemos bien las historias que ellos contaron, que todavía nos cuentan. El pasado nunca deja de pasar, y así tampoco nosotros pasaremos nunca por completo.

Tú y yo somos apenas el eco sonoro y diminuente de la historia. Para mantener el tipo, basta con que hagamos bien nuestro papel en la vida. No importa si a veces la representación es cómica o dramática, científica o administrativa, la literatura de la vida pone a nuestro alcance muchos géneros y muchas obras. No importa si, al reflexionar sobre ello, nos parece que el actor que somos guarda la tópica tristeza del payaso, otro cuento popular bien conocido. Piensa que la Historia nos contempla, espera de nosotros que mantengamos la voz, nos necesita para recordarse, y que, junto a la grandeza o la miseria de nuestra culta representación, ambos estamos haciendo un difícil esfuerzo por hacer que nuestras vidas tengan algo que contar.