domingo, 16 de abril de 2017

El texto solo

La literatura no tiene entonces más que retorcerse en un perpetuo retorno sobre sí misma.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas

Cómo puede interpretarse un texto con los términos incluidos en el propio texto, los que ya forman parte de él, sin salirse de él. Cómo pueden deslindarse los términos del texto y los términos de la interpretación del texto si ambos forman parte del mismo texto. Cómo puede el texto serse exterior a sí mismo, cómo puede mirarse, leerse desde fuera desde dentro. Cómo puede la interioridad del texto serse exterior para dar lugar a la interpretación, a la lectura, a la crítica. O bien, cómo puede interiorizarse lo que no es sino despliegue continuo, exterioridad pura, habla que retumba. Cómo puede el exterior del texto volver sobre sí mismo si no hay interioridad sobre la que volver, si no hay referencia original sino despliegue exterior de lo exterior que es el propio texto. Cómo puede el texto encerrar lo que le queda afuera, cómo puede encerrar lo que él mismo deja abierto.

Si para interpretar un texto tomamos los materiales que forman el propio texto, no haremos sino extenderlo, agrandarlo, añadirle una línea más que no escapará de sí mismo, que lo continuará. Qué especie de racionalidad demente es que el texto se lea a sí mismo. Si el texto se lee a sí mismo, si dice sólo lo que dice, si anuncia la llegada de su anuncio, sin dejar de hablarse, toda nuestra lectura, nuestra ciencia, nuestra crítica, serán cacofonía, repetición de lo repetido distintamente de una manera que no puede ser distinta. Si la interpretación dice lo el texto dice de manera diferente, qué es lo que dice de nuevo; si afirma descubrir lo que había descubierto, qué descubre si nada había cubierto, qué sabe si ya se era sabido, qué desvela si no había nada velado.

Así, todo el ser del lenguaje/lectura sólo es repetirse a sí mismo en infinitas variaciones que, sin embargo, se reducirían a un único punto, la infinitud de un único punto finito, la repetición de un grito condensado, el único grito que fue por primera vez en el texto antes del texto, que no deja de ser, que sólo él puede ser, que seguirá gritándose hasta el último grito que será él mismo y que ya fue dicho, que es dicho y volverá a ser dicho. Dicho sin más. Decirse sin más. Hablarse sin más.

En esta ilusión del pensar que no puede pensarse, sino decirse repetidamente otra vez lo mismo, pues no tiene referencia que dé razón; de la lectura que no puede leerse, sino escribirse sin cesar, pues no hay forma de cerrar el libro para ser catalogado, archivado; en esta ficción del habla, de la cultura, de la lectura, se ha desplegado la historia del símbolo, la enciclopedia fantástica de Tlön que sólo habla de sí misma, las mil y una noches a las que siempre pueden añadirse una noche más, donde el lector es un personaje más de un libro que existe sólo por sí y para sí mismo, sin apoyaturas, sin estanterías, sin bibliotecarios, sin testigos. Así, el hombre ha construido aviones que siempre fueron pájaros que siempre fueron el pájaro y el asombro del primer hombre la primera vez; ha construido herramientas sofisticadas que siempre fueron un palo, una piedra, una astilla de hueso con la que una vez se cortó por primera vez; ha creado medicinas que siempre fueron emplasto, mejunje de ciénaga mohosa que mató y dio la vida porque mató por primera vez. No hemos hecho sino repetirnos desde la primera vez, el mismo grito, el mismo asombro, el mismo hombre, sin añadir nada salvo unas líneas repetidas, más de lo mismo.

Hubo una primera vez que nunca fue primera porque no ha dejado de ser.

No vamos a ninguna parte, volvemos siempre al mismo sitio, que nunca fue el sitio al que volver, el sitio donde quedarse, sino el sitio del que marchar hacia ninguna parte, más allá, afuera de nosotros mismos. Marchamos de regreso, delirante anthropos, al sitio mítico en el que una vez, que no fue primera, iniciamos nuestra marcha hacia el sitio que nunca acaba de llegar.