Los conceptos clásicos, los asentados, los que tienen una historia rastreable, un pasado allí, detenido allí, que, sin embargo, llega hasta nosotros, nos animan. Se ponen en juego en nuestro pensar, en el modo en que decimos y hacemos nuestra época, a nosotros mismos, en el modo en que derivamos de ellos consecuencias, o que se derivan de ellos consecuencias que condicionarán el modo de pensar y de vivir de los siguientes. Todas las palabras que ahora se repiten y vuelven a sonar en este texto y en cada texto, los conceptos que ellas actualizan, incluso las formas lingüísticas (fonética, gramática, semántica) que nos permiten actualizarlos.
Para entender los conceptos que nos animan no basta con aprender el idioma (cualquier idioma, el mundo que queda definido en cada idioma). Esto sólo nos da un idiota cultural, un letrado que ignora el sentido histórico de lo que dice, pues el sentido viene de muy lejos y camina hacia destinos impredecibles que ya están siendo pensados. Para entenderlos, debemos retroceder en su historia, que es la historia general del símbolo, desandar los recorridos epocales, ir a las fuentes extensas de cada uno de ellos, y a las fuentes de las fuentes hasta la deconstrucción, que es volver a las disputas en las que una vez tuvieron su razón de ser (Derrida). Ejercicio imposible que exige una erudición enciclopédica fuera del alcance del mejor de nuestros eruditos, pues nadie abarca la magna biblioteca de la historia del símbolo más que en algunos de sus fragmentos, condenado a reconocerse también él mismo como ignorante en el vano esfuerzo de abrazar la totalidad histórica de los innumerables recorridos y entrelazamientos que tejen y transitan cada época.
No sólo el ejercicio es imposible de facto, sino que es incierto aún en el mejor resultado imaginable, pues las series simbólicas o conceptuales siempre serán traídas hasta nosotros, pensadas desde nosotros, concluido aquí lo que duerme en el allí de los siglos y de la letra callada de las bibliotecas polvorientas que no dejan de hablar. Pero no somos nosotros los que podemos pensarlas, sino ellas las que nos han pensado desde antes, las que dejaron dicho lo que ahora decimos. Y también desde ahora, pues nosotros somos desde el inicio los que entramos en su devenir epocal, los que actualizamos la historia del símbolo que, en puridad, es la que se actualiza en nosotros, desapareciéndose en la operación de volver a ser dicha en nuestras voces ignorantes una y otra vez.
Qué objeto puede tener entonces la pretensión de aclarar nuestras ideas remitiéndolas a un pasado inalcanzable. Si no podemos reconstruirlas tal como fueron, viajar en la historia, contra la historia que viaja hasta nosotros, todo el ejercicio de la recuperación histórica queda como una actualización erudita que nos supera, pues es ella siempre la que vuelve a decirse a través de nosotros, trascendiéndose en su continuo despliegue, si acaso con una nueva sutileza, la que nosotros podamos añadirle. El ejercicio erudito no ha de quedar entonces sino en un juego de palabras más complicado, mero divertimento, más sutil, más para unos pocos, cada vez más ignorantes en la medida en que a la complicación histórica le sumamos nuestra propia complicación, la que se actualiza en nuestra vuelta de tuerca epocal. Diálogo de tontos eruditos que dicen lo que no saben, tontos inteligentes que no sólo no pueden saber lo que dicen, sino que, al decirlo, legamos a los siguientes nuevas capas de ignorancia de apariencia brillante en nuestra erudita complicación y sutileza hermosa y vana. Como rasgar la tela de un cuadro antiguo para poner sobre ella nuevos barnices modernos con la excusa de recuperar la verdad del cuadro, nuevas manchas que se quieren impolutas, y pretender que, por fin, hemos llegado al cuadro, y que, para más vanidad, lo entregamos a los visitantes futuros de un museo en el que verán cada vez menos de lo que fue, y tampoco entenderán nada, o poco y mal.
Quizá, al fin, nuestra mejor herencia sea dejar testimonio de la ignorancia. O quizá la verdad de nuestras palabras esté en otra parte, sólo en seguir hablando, sin que sepamos bien cómo mirarla, confundidos con los clásicos, hechos clásicos para los siguientes, que tampoco sabrán cómo entendernos, y sólo seguirán hablando a solas.
Para entender los conceptos que nos animan no basta con aprender el idioma (cualquier idioma, el mundo que queda definido en cada idioma). Esto sólo nos da un idiota cultural, un letrado que ignora el sentido histórico de lo que dice, pues el sentido viene de muy lejos y camina hacia destinos impredecibles que ya están siendo pensados. Para entenderlos, debemos retroceder en su historia, que es la historia general del símbolo, desandar los recorridos epocales, ir a las fuentes extensas de cada uno de ellos, y a las fuentes de las fuentes hasta la deconstrucción, que es volver a las disputas en las que una vez tuvieron su razón de ser (Derrida). Ejercicio imposible que exige una erudición enciclopédica fuera del alcance del mejor de nuestros eruditos, pues nadie abarca la magna biblioteca de la historia del símbolo más que en algunos de sus fragmentos, condenado a reconocerse también él mismo como ignorante en el vano esfuerzo de abrazar la totalidad histórica de los innumerables recorridos y entrelazamientos que tejen y transitan cada época.
No sólo el ejercicio es imposible de facto, sino que es incierto aún en el mejor resultado imaginable, pues las series simbólicas o conceptuales siempre serán traídas hasta nosotros, pensadas desde nosotros, concluido aquí lo que duerme en el allí de los siglos y de la letra callada de las bibliotecas polvorientas que no dejan de hablar. Pero no somos nosotros los que podemos pensarlas, sino ellas las que nos han pensado desde antes, las que dejaron dicho lo que ahora decimos. Y también desde ahora, pues nosotros somos desde el inicio los que entramos en su devenir epocal, los que actualizamos la historia del símbolo que, en puridad, es la que se actualiza en nosotros, desapareciéndose en la operación de volver a ser dicha en nuestras voces ignorantes una y otra vez.
Qué objeto puede tener entonces la pretensión de aclarar nuestras ideas remitiéndolas a un pasado inalcanzable. Si no podemos reconstruirlas tal como fueron, viajar en la historia, contra la historia que viaja hasta nosotros, todo el ejercicio de la recuperación histórica queda como una actualización erudita que nos supera, pues es ella siempre la que vuelve a decirse a través de nosotros, trascendiéndose en su continuo despliegue, si acaso con una nueva sutileza, la que nosotros podamos añadirle. El ejercicio erudito no ha de quedar entonces sino en un juego de palabras más complicado, mero divertimento, más sutil, más para unos pocos, cada vez más ignorantes en la medida en que a la complicación histórica le sumamos nuestra propia complicación, la que se actualiza en nuestra vuelta de tuerca epocal. Diálogo de tontos eruditos que dicen lo que no saben, tontos inteligentes que no sólo no pueden saber lo que dicen, sino que, al decirlo, legamos a los siguientes nuevas capas de ignorancia de apariencia brillante en nuestra erudita complicación y sutileza hermosa y vana. Como rasgar la tela de un cuadro antiguo para poner sobre ella nuevos barnices modernos con la excusa de recuperar la verdad del cuadro, nuevas manchas que se quieren impolutas, y pretender que, por fin, hemos llegado al cuadro, y que, para más vanidad, lo entregamos a los visitantes futuros de un museo en el que verán cada vez menos de lo que fue, y tampoco entenderán nada, o poco y mal.
Quizá, al fin, nuestra mejor herencia sea dejar testimonio de la ignorancia. O quizá la verdad de nuestras palabras esté en otra parte, sólo en seguir hablando, sin que sepamos bien cómo mirarla, confundidos con los clásicos, hechos clásicos para los siguientes, que tampoco sabrán cómo entendernos, y sólo seguirán hablando a solas.