Preparar el lugar es la tarea de los que están antes de que lleguemos; que seguirán cuando hayamos marchado. La tarea de borrar las huellas de lo pasado, de disponer los muebles, los espacios, los símbolos necesarios para que el mundo comience de nuevo. Nosotros, los que ocupamos lugares, los habitantes, no reparamos en lo mucho que debe ser realizado para que el lugar siempre esté dispuesto después de nuestro paso, listo para nuestra vuelta, sin rastro de lo pasado. Desconocemos las tareas necesarias, dejamos o confiamos en que las realicen otros, las despreciamos, no nos interesan, ni ellas, ni las personas que las realizan, las personas que realizan el mundo/lugar para que haya un mundo habitable al que podamos acudir para realizarnos en él. Nosotros nos entregamos al rito, a la celebración, festejamos el encuentro, la ecumene, gozamos volviendo a lo mismo de la vida pública, al teatro de los roles y la confusión de los roles, de los que tanto esperamos, mientras ellos se ocultan para cumplir su tarea. Importan poco, pero no podemos vivir sin ellos.
Los que preparan el lugar trabajan ocultos, conocen los resortes de lo que debe ser realizado, han aprendido disciplinadamente cuáles son las claves, están en el camino del misterio que nosotros ignoramos mientras nos entregamos a la fiesta, que siempre es sacra aunque las conversaciones sean nimias, y los éxtasis impostados. Disponer el tablero o el escenario exige conocimiento y disciplina: un corpus simbólico, saberes en los que hay que penetrar con tiempo, dedicación y humildad; y un orden estricto, una sistemática o una metódica que hay que aplicar certeramente para que los jugadores encuentren el escenario completo en su decorado, el tablero limpio y ordenado, con las fichas dispuestas en sus casillas, altivas, seguras de sí mismas, aguardando silenciosas e incansables en la espera. Los que preparan el lugar se preparan a sí mismos durante el tiempo de una vida, nunca acaban de aprender el oficio y el misterio, porque el juego nunca acaba de sorprendernos con innovaciones, derivas, rescrituras, que quizá deban ser incorporadas, que quizá anuncien una nueva clave del misterio, un acontecimiento que ha de ser registrado con mimo, e incorporado en la mitología del juego. Iniciáticos, mistéricos, silenciosos, ausentes, los que preparan el lugar son casta sacerdotal, oficiantes, los que asumen la responsabilidad de conservar el símbolo ante los hombres y ante la historia. El modelo del juego es la cosmogonía, la fundación de un mundo que debe ser repetido ritualmente con insistencia para que el mundo no pierda su fundamento, se realice, y nosotros en él. Y son ellos quienes lo hacen posible.
Todos, en distintas parcelas de nuestras vidas, asumimos en algún momento la forma del hierofante. Conocemos el juego, sus reglas, sus figuras, sus movimientos, sus lagunas. No somos un jugador cualquiera, somos quien lo hace posible, pues los demás siempre reclamarán de nosotros la responsabilidad de sostener la ficción ritual para que ellos puedan entrar al juego con buen pie, vivirlo de manera convincente, realizarse a sí mismos en la exterioridad mitológica del juego, venir al ser en el modo del buen jugador convencido y convincente. Y así, el padre, el profesor, el anfitrión o el amante preparan estancias, objetos y palabras para que haya familia, aula, hospitalidad, amor. Símbolos y encarnaciones, ideas que organizan un mundo y objetos que recuerdan y hacen presentes los símbolos. Cada uno se preocupa de que la casa esté limpia, aparta todo lo irrelevante, lo molesto, para que no haya confusión, y, sin que nadie adivine el esfuerzo ni el misterio, nos invita a pasar, y entrega su obra, que ya no le pertenece, para que nosotros vivamos.
El hierofante se comporta con la resignación de quien ha comprendido que la verdad del juego que tanto estima, en el que tanto también él se juega, sólo puede ser jugado si él queda al margen. Y así entrega lo único que en verdad tiene, su vida, que es poca, para que los demás se gocen en el juego, y quizá olviden que no hay juego si alguien no lo hace posible. Los jugadores creen ser los protagonistas, pero su parte es poca, y acaso innecesaria. Ante el juego, el hierofante está solo, y debe comprender, como sentencia el doloroso Kierkegaard, el secreto de que, “incluso amando, uno debe bastarse a sí mismo”.
Vivir al margen para hacer posible que los demás vivan es una tarea difícil, fatigosa, consciente y sacrificada que no exige compensación, ni espera redención. Nadie está nunca preparado para ella, y, en cierto modo, nadie es capaz de semejante entrega. Exige dedicación y reflexión, una consciencia compartida, exige mimo, cuidado, estar pendiente de los que llegarán, y ser expulsado del juego cada vez que comienza, mirándolo desde un lado, cuidando desde los márgenes que el juego pueda siempre continuar, y los otros en él. Su ilusión es oficiar la ilusión de los demás; su motivo es preparar el motivo para que los demás desplieguen el juego; su proyecto es volver siempre al principio para que los demás tengan proyecto; entregados a la rutina ritual de deshacer lo que ha sido hecho y repetir lo que debe ser repetido, para que el juego pueda volver a ser jugado por los otros siempre de nuevo.
Sin ilusión, sin motivo, sin proyecto visible, los que preparan el lugar se borran a sí mismos, devienen símbolo y cultura, se ocultan en su propia huella, que ya siempre será de todos, menos de ellos mismos. Y así perviven en la espera resignada, dichosos de presenciar la fiesta desde lejos, tan de cerca.
Los que preparan el lugar trabajan ocultos, conocen los resortes de lo que debe ser realizado, han aprendido disciplinadamente cuáles son las claves, están en el camino del misterio que nosotros ignoramos mientras nos entregamos a la fiesta, que siempre es sacra aunque las conversaciones sean nimias, y los éxtasis impostados. Disponer el tablero o el escenario exige conocimiento y disciplina: un corpus simbólico, saberes en los que hay que penetrar con tiempo, dedicación y humildad; y un orden estricto, una sistemática o una metódica que hay que aplicar certeramente para que los jugadores encuentren el escenario completo en su decorado, el tablero limpio y ordenado, con las fichas dispuestas en sus casillas, altivas, seguras de sí mismas, aguardando silenciosas e incansables en la espera. Los que preparan el lugar se preparan a sí mismos durante el tiempo de una vida, nunca acaban de aprender el oficio y el misterio, porque el juego nunca acaba de sorprendernos con innovaciones, derivas, rescrituras, que quizá deban ser incorporadas, que quizá anuncien una nueva clave del misterio, un acontecimiento que ha de ser registrado con mimo, e incorporado en la mitología del juego. Iniciáticos, mistéricos, silenciosos, ausentes, los que preparan el lugar son casta sacerdotal, oficiantes, los que asumen la responsabilidad de conservar el símbolo ante los hombres y ante la historia. El modelo del juego es la cosmogonía, la fundación de un mundo que debe ser repetido ritualmente con insistencia para que el mundo no pierda su fundamento, se realice, y nosotros en él. Y son ellos quienes lo hacen posible.
Todos, en distintas parcelas de nuestras vidas, asumimos en algún momento la forma del hierofante. Conocemos el juego, sus reglas, sus figuras, sus movimientos, sus lagunas. No somos un jugador cualquiera, somos quien lo hace posible, pues los demás siempre reclamarán de nosotros la responsabilidad de sostener la ficción ritual para que ellos puedan entrar al juego con buen pie, vivirlo de manera convincente, realizarse a sí mismos en la exterioridad mitológica del juego, venir al ser en el modo del buen jugador convencido y convincente. Y así, el padre, el profesor, el anfitrión o el amante preparan estancias, objetos y palabras para que haya familia, aula, hospitalidad, amor. Símbolos y encarnaciones, ideas que organizan un mundo y objetos que recuerdan y hacen presentes los símbolos. Cada uno se preocupa de que la casa esté limpia, aparta todo lo irrelevante, lo molesto, para que no haya confusión, y, sin que nadie adivine el esfuerzo ni el misterio, nos invita a pasar, y entrega su obra, que ya no le pertenece, para que nosotros vivamos.
El hierofante se comporta con la resignación de quien ha comprendido que la verdad del juego que tanto estima, en el que tanto también él se juega, sólo puede ser jugado si él queda al margen. Y así entrega lo único que en verdad tiene, su vida, que es poca, para que los demás se gocen en el juego, y quizá olviden que no hay juego si alguien no lo hace posible. Los jugadores creen ser los protagonistas, pero su parte es poca, y acaso innecesaria. Ante el juego, el hierofante está solo, y debe comprender, como sentencia el doloroso Kierkegaard, el secreto de que, “incluso amando, uno debe bastarse a sí mismo”.
Vivir al margen para hacer posible que los demás vivan es una tarea difícil, fatigosa, consciente y sacrificada que no exige compensación, ni espera redención. Nadie está nunca preparado para ella, y, en cierto modo, nadie es capaz de semejante entrega. Exige dedicación y reflexión, una consciencia compartida, exige mimo, cuidado, estar pendiente de los que llegarán, y ser expulsado del juego cada vez que comienza, mirándolo desde un lado, cuidando desde los márgenes que el juego pueda siempre continuar, y los otros en él. Su ilusión es oficiar la ilusión de los demás; su motivo es preparar el motivo para que los demás desplieguen el juego; su proyecto es volver siempre al principio para que los demás tengan proyecto; entregados a la rutina ritual de deshacer lo que ha sido hecho y repetir lo que debe ser repetido, para que el juego pueda volver a ser jugado por los otros siempre de nuevo.
Sin ilusión, sin motivo, sin proyecto visible, los que preparan el lugar se borran a sí mismos, devienen símbolo y cultura, se ocultan en su propia huella, que ya siempre será de todos, menos de ellos mismos. Y así perviven en la espera resignada, dichosos de presenciar la fiesta desde lejos, tan de cerca.