jueves, 13 de septiembre de 2018

Posthistoria II

Cuando los hijos crecen, marchan; cuando los discípulos se cansan de escuchar nuestras historias repetidas, marchan; cuando el artista encuentra la magia de sus propios pinceles, marcha. Cuando lo que viene después llegue y tome consciencia de su propia fuerza, marchará también. Cada uno emprende su propia marcha, y así puede realizarse en sus propias maneras. Nosotros, los anteriores, seremos entonces el sino de otro tiempo, el que toca olvidar, del que hay que desprenderse, el que hay que transformar para que los siguientes puedan ser íntegramente, con entereza, arriesgándose a sus propias decisiones, seguros de ser señores de un tiempo nuevo en el que nosotros no estaremos. Es absurdo que yo pretenda proyectar sobre el futuro la larga y tenebrosa sombra de mi influencia. No he luchado por la libertad para imponer a los que vengan la esclavitud de mi nombre. Mi nombre será el olvido.

Los siguientes recordarán el pasado mítico, pero el mito nunca fue la fuerza ancestral que nos gobierna, sino la confirmación de un presente que está siempre por venir. Seremos referencias imaginarias en el sentir de un nuevo tiempo que siempre se contará a sí mismo en primera persona, en acto (energeia). Para afirmarse, nos negará, y hará de nuestra negación la muestra orgullosa de su imperio, de su vitalidad. Su vida y nuestra muerte son el mismo juego. Pasaremos no porque sea nuestro deseo, que siempre será permanecer con entereza, incluso frente a nuestra buena muerte, sino porque los siguientes marcarán el paso, ellos serán el único paso que retumbe su eco sobre la tierra, y el eco de nuestras voces disminuirá hasta perderse en el ruido de fondo de un cosmos que sigue su marcha alegre y confiado. Este es mi deseo para mis hijos: seguid en vuestra vida alegres y confiados.

Igual que no tengo legitimidad ninguna para imponerme sobre los demás (no porque me falten fuerzas, sino porque mi voz solo puede hablar de mí), no la tengo para imponerme sobre los que vendrán. Ellos revivirán el mundo a su manera, en eso consiste la vida. Vivir históricamente es una decisión de una época que comenzó a terminar (Spengler), y no hay razón para esperar que los siguientes decidan vivir en la memoria de nosotros. Quién sabe cómo será su voz, ni su mundo. Quién puede entender los actos de sus hijos si no se convierte en hijo, si no abjura de sí mismo y de su pasado para volver a ser aprendiz ingenuo, más convencido de sí mismo cuanto más ignorante, pues el saber nos envejece, madurar nos desgarra, amar nos desilusiona, pensar nos convierte en estatuas inmóviles, seguros sólo de la duda, de la mentira, de la ficción, de la historia con sus confusos aprendizajes. Mala carga trasladaríamos a los siguientes si echamos en sus espaldas nuestra tristeza y nuestros desengaños, porque ningún yugo es fácil, ninguna carga ligera.

No disputaré con nadie contra su vida, igual que no dejaré que nadie dispute contra la mía. Mi libertad exige la libertad de los demás, para que en ellos cobre vida un mundo como lo cobra en mí, por mí. No me dejaré ser reescrito. Para que mi voz no me olvide, la callaré ante todos. Así, ellos podrán hablarse con su propia voz. No derrumbarán mis obras, no edificarán sus moradas sobre las mías, porque ya no estaré en ellas, ni ellas sin mí. No les denunciaré ante el tribunal de la memoria, no me personaré en ninguna causa. No podrán conmigo porque no sabrán de mí, y así yo no tendré que defenderme. No les acusaré por querer vivir, y así no habrá historia, vencedores ni vencidos. Una muerte digna para una vida que quiso también ser digna.

Han de venir tiempos terribles, nuevos bárbaros conquistarán la tierra, aprenderán a vivir y a morir su vida, cantarán a otra época, a otros valores, con otras melodías que nunca escucharé. Si deben ser juzgados por la historia, que respondan ellos de sus actos. Yo sólo soy responsable de los míos, así que no hablaré en su nombre, ni a su favor ni en su contra. Esta debería ser mi única herencia: aprende a olvidar para ser señor de ti mismo. A esto llamamos vida. Y no deberíamos negársela a los demás, tampoco a los que vengan después.



miércoles, 1 de agosto de 2018

La entrega amorosa

En general, amar es entregar algo propio al otro sin que medie la espera de una devolución. En el amor no cabe el mercadeo, muy habitual, de dar en tanto se recibe, o de exigir al otro que nos devuelva al menos tanto como nosotros decimos haberle dado. Esta entrega no es tal, sino contrato mercantil o deuda de interés, como el que recibe a un invitado y “compra” su agradecimiento con un despliegue de obsequios, en espera de que, algún día, sea yo quien le visite, y él se haya atado para devolvérmelo en justa correspondencia. Como afirma Derrida, en el extremo, no se ha de saber que se da, uno debe entregar sin saber que entrega, sólo una entrega incondicional que la otra persona tomará, o no, valorará, o no, allá ella con lo que haga, que no por rechazarla dejará de ser amada. Como el iluso Quijote, yo no puedo saber si la dulce mi enemiga gusta o no de que el mundo sepa que yo la estimo.

Para que no se generen deudas ni ataduras, la entrega amorosa debe ser completa. Para no impedir la libertad del otro, hay que dejarle en libertad plena, no molestarle, no inmiscuirnos en la marcha de sus asuntos, sino asistir como espectador privilegiado al despliegue de sus actos, de sus proyectos, de su vida, de su ser propio. Así, mientras la otra persona se aventura en su mundo libre de ataduras, nosotros podemos aventurarnos junto a ella, descubrir el mundo que ella nos descubre con sus actos, ponernos en su mundo, dejarnos afectar por el mundo en torno que a ella le afecta (empáticos, ambos en el mismo pathos afectivo), y gozarnos de haber encontrado un sentido más para nuestra vida, aquel que ella propone con el horizonte abierto de su libre deambular.

Amar no exige de ninguno de los dos un proyecto temporal ilimitado. Amo cada vez que me dejo impresionar por el mundo que el otro despliega ante mis ojos y, dejando en suspenso mis propios motivos y deseos, entrego lo único que tengo, mi vida, aunque sólo sea un instante, un momento sin pretensión de continuidad. Por eso puedo amar a muchos en distintos momentos sin dejar de amar a ninguno de ellos cada vez que me aventuro de nuevo en su mundo. Como afirma Fichte, el otro me invita a pasar a su mundo, y yo entro, en eso consiste mi encuentro con él. Haré que una parte de mi vida, por decisión propia (pues no entro en todos los mundos a los que se me invita, yo debo elegir mis propias conversaciones, pues lo que está en juego sólo puedo ponerlo yo, y sólo tengo una vida para poner en juego), se vincule a la vida del otro, derive por el mundo del otro, al cual ahora pertenezco, y desde ahí, me encuentre a mí mismo viviendo en compañía. El ser solitario nos ofrece una vida también plena, pero difícil y tediosa, en la que es fácil llegar al absurdo como único (sin)sentido posible. Junto al otro, cuando amo, dejo mi yo perdido, me enfrasco en su mundo como nueva realidad de mi vida, y así me recupero en la forma del nosotros, que es otro modo de llamar al yo en compañía.

Que la otra persona se deje acompañar es un asunto que ella misma debe decidir. Si se aviene a mi compañía, como amor correspondido, se abrirá para nosotros el horizonte de la complicidad, allí donde los dos aguardamos a que el otro se muestre, y nos recreamos en el juego que nos propone cada vez que se muestra, encabalgados en la interacción amorosa, cada uno jugando a ser en el juego del otro, sin que ninguno de los dos imponga reglas ni condiciones.

Acompañar es caminar junto al otro unos pasos detrás de él, para no interrumpirle en su marcha y para servirle de testigo ante el cual su mundo se confirma como un mundo que puede ser también vivido por los demás. El que acompaña deja su mundo atrás, entrega un tiempo de su vida, y goza viendo cómo el otro alcanza la plenitud de sus esfuerzos, de sus proyectos, mientras le servimos para dar fe de sus actos, así como él nos sirve para dotarnos de un sentido nuevo en la vida. Dejar de vivir para uno mismo, vivir para el otro, y así vivirse a uno mismo en compañía. Hacer verdad la palabra nosotros, en eso consiste la entrega amorosa.

Es sencillo, sólo quiero ver lo que haces, estar presente de algún modo mientras lo haces, con cuidado y delicadeza, ayudarte si puedo, escucharte si me hablas, responderte con honestidad si me preguntas, de tú a tú, contemplar el camino que recorres para edificar tus obras, caminarlo contigo, crecer contigo mientras lo realizas y yo me realizo junto a ti, calladamente, amorosamente. No importa si debo abandonar una parte, quizá el total, de mi obra. Mientras esté contigo, lo único importante es que el mundo que tú deseas pueda ser.



martes, 10 de julio de 2018

Dejar en libertad

Nuestros intentos por dominar o poseer a los demás son continuos. Todos nuestros proyectos de acción, los que aportan sentido a nuestras vidas, están poblados de otros en forma de objeto o de persona a los que yo resitúo en el marco de mis deseos, y los deformo para que tomen la forma y la función necesaria para que mis planes cuadren, para que mis cosas vayan tal como yo las deseo. Es mi deseo el que les informa, el que ordena el mundo e introduce a los demás en un mundo ordenado que ellos no han concebido, ni desean, ni comprenden. Ellos están en sus pequeños mundos de proyectos vitales, y yo les arranco de allí para que vengan a adornar o a poblar la ilusión de mi pequeño mundo egocéntrico, meros figurantes, actores secundarios en el mejor de los casos. Peor aún, para que mi mundo no caiga, debo esforzarme para que ellos se mantengan en los márgenes de mi fantasía, debo anticiparme a sus movimientos propios, evitar que huyan o se despisten, debo controlar sus pasos, aprobar su comportamiento, dominar la situación, porque, sencillamente, cuando ellos escapan, ya no queda situación, ni proyecto, ni sentido de la vida para mí.

Del mismo modo que vivo las exigencias sistémicas como opresiones que se me imponen coactivamente; del mismo modo en que soy un autómata en sus manos, pues mi mundo es el que los otros definen para mí; del mismo modo en que escapar del otro sistémico permite que fantaseemos con la idea de la libertad del yo; del mismo modo yo soy el otro del otro, el opresor sistémico que le obliga a vivir el mundo que me he creado para ellos. Yo siempre soy el tirano del otro, no porque haya en mí ningún deseo especial de dominio, o ningún delirio de grandeza, sino, sencillamente, porque el sentido de mi vida depende de que ellos se mantengan en los estrechos límites del mundo de mi deseo.

La posición de la libertad radical, sin embargo, me aleja de todo mundo y anula todo deseo en mí. Ahora que tomo distancia de todo y de todos para seguir mi camino, un camino que a nadie importa y que debo recorrer en soledad, ahora que han caído para siempre las ilusiones del sentido, sea propio o de prestado, los otros ya no significan nada para mí, son meras apariciones, fantasmas que pueblan un mundo que me rodea, pero que ya no me interesa como tal, anécdotas en un cruce de caminos, presencias efímeras que, tan pronto lleguen sin ser llamados, marcharán sin despedirse, cada quien en su pequeño mundo, con sus propios fantasmas. Yo, desde mi insignificante atalaya en libertad, apenas doy testimonio de que existe un mundo que no resiste la prueba de la mirada, pues ya es ido. Mi libertad les deja en la suya propia. Ahora que no pretendo atarles, tampoco ellos necesitan rechazarme para ser por sí mismos. Huyo de ellos, y así ellos no necesitan huir de mí para seguir en sus propios caminos, sin mi interferencia, sin que yo les imponga verdad o sentido, sin que yo los tiranice. No necesitan expulsarme de sus vidas, matar al padre, soy yo el que me expulso, y allá cada cual en la difícil tarea de su vivir a solas.

La libertad es dolorosa y reina en el sinsentido y la tentación suicida. No se la recomiendo a los demás, pero no seré yo quien se la impida. Allá ellos si quieren ser felizmente gobernados, allá si quieren caminar en sus vidas libres camino de ningún sitio, que es adonde yo camino. Si en los azares de la anécdota nos encontramos, sólo ansío una dosis de locura, de aventura, de adentrarnos un instante en lo desconocido compartido que, al menos, cree en nosotros la ilusión de que, a pesar de todo, sólo un instante, no estamos definitivamente solos. Sigue pues tu camino. No te importe cuál sea el mío.



viernes, 29 de junio de 2018

El sentido

No debe confundirse el sentido con el significado, aunque se utilicen indistintamente en el habla común. El significado es la vinculación entre un significante y otros juegos de significantes que acotan simbólicamente el objeto al que quisieran hacer referencia. Todo significante define/determina un objeto, igual que todo objeto necesita de un significante para sostenerse en el mundo simbólico en que cotidianamente vivimos. El significado es la perífrasis del significante (a eso llamamos definir, a decir lo mismo de otras maneras imaginativas). Estos complejos remisionales de objetos y personas que forman entramados relacionales delimitan parcelas particulares de nuestro mundo –se señalan unos a otros, se significan (signan, remiten) –, ambientes o escenarios en los que el atrezo ha sido dispuesto para comenzar la función. El ambiente cultural, el mundo simbólico, nos precede; nosotros no lo decidimos, sino que llegamos a él, y él ya está preparado, o caemos en cualquiera de ellos, arrojados a él, en distintos momentos de nuestra vida cotidiana. Vamos de un lugar a otro lugar, y en todos encontramos parcelas del mundo que aguardaban nuestra llegada impertérritas o animadas.

Dado que los escenarios se mantienen en virtud de su repetición (sólo lo que insiste, es: sólo lo que vuelve una y otra vez a lo mismo sigue siendo), es posible imaginar distintos recorridos o pautas de actuación estructuradas en la medida en que son trazadas dentro de las posibilidades estables del ambiente remisional predefinido. La acción cobra sentido desde la conclusión que alcanzare en cada momento. El sentido es, por lo tanto, la dirección de la acción encaminada hacia una conclusión. El modo en que nuestro comportamiento está comprometido en una acción de este tipo en despliegue es a lo que llamamos actitud. Realizamos nuestros actos dentro de la esfera fáctica y simbólica de un lugar, contribuimos a sostener la ficción que en él sucede, y hacemos uso instrumental de los objetos requeridos o ellos se interponen en nuestro camino, y así el mundo local de nuestra escena cobra sentido en el sentido del proyecto realizado como acción.

Por eso los proyectos dotan de sentido a nuestras vidas, ya sea que los hayamos puesto nosotros (está por ver cómo es posible este protagonismo nuestro) o que los pongan para nosotros las obligaciones (coacciones) que el escenario predefine para los actores definidos en él (el orden social, el orden moral). Una vida sin sentido es una vida ajena a todo proyecto. Por ejemplo, cuando nuestra edad ya es mucha, y cualquier proyecto está imposibilitado; o cuando llegamos a la resignación después de un desengaño, y ya ningún proyecto reviste importancia para nosotros; o cuando algún acontecimiento traumático interrumpe de súbito nuestras vidas y nos saca de sopetón de todos los proyectos en los que vivíamos de continuo. En estas situaciones, decimos de nosotros mismos que estamos desganados (sin voluntad para emprender acciones), y que no tenemos motivo (conclusión temática de la acción) para seguir viviendo. Se puede vivir una vida sin sentido, pero las demandas a las que uno debe enfrentarse son diferentes, y no estamos acostumbrados a responderlas. Es siempre más cómodo vivir dentro del sentido predefinido de los proyectos compartidos por todos, ajustarse al rol, enajenarse, bien socializados, nuestros pasos encaminados en alguna dirección normalizada, de tal forma que basta con echarse a andar para que todo marche, y no necesitamos tener que parar a cada momento para cuestionarnos el sentido de nuestra acción, pues ya está siempre definido por el Otro.

Uno puede pasar su vida comprometido en proyectos siempre definidos por otros, por los microcomplejos remisionales, por los escenarios o por las instituciones en las que los escenarios mismos se arraciman formando un nivel superior de organización social. Es una forma de vida ajena a la que llamamos impropia, pues no somos nosotros quienes la ponemos en juego, sólo nos dejamos arrastrar sin oponer resistencia, nadando a favor de la corriente establecida. Enajenados, alienados, somos un alter –y no un yo propio–, un representante ejemplar (un otro) de una categoría cultural definida localmente (un Otro), otro objeto cultural más en el entramado simbólico del escenario, parte del espectáculo. En el mejor de los casos, somos el buen actor que ejecuta de manera correcta el guión asignado, sin que nuestra torpeza interrumpa los vínculos remisionales predefinidos y cause en los demás desconcierto por no saber ya cómo reaccionar (incumplimos la normalidad de la norma, Goffman, Garfinkel), más allá de reconvenirnos (coacción, Durkheim) para que volvamos a las pautas establecidas bajo control público. No es una mala vida, evita preocupaciones y ofrece sustanciosos beneficios (establecer una relación de pareja, culminar los estudios, desarrollarse profesionalmente), aunque el precio es alto, pues prestamos toda nuestra vida a los dictados impersonales del Otro, sin darnos cuenta de que la vida es algo demasiado valioso para ser prestada sin habérselo pensado un par de veces. Esta es nuestra contribución a la continuidad de las lógicas sistémicas. El sistema se sostiene porque cada uno de nosotros ejecuta correctamente su papel dentro de cada escenario público, y la organización sistémica de la sociedad humana nos aporta demasiados beneficios como para despreciarla con ligereza: nos ofrece un techo, comida, compañía, y dota de sentido a nuestras pequeñas vidas.

Para que yo pueda establecer planes propios dentro de cada ambiente o cada red de ambientes, antes tengo que haberme situado en una posición yo propiamente dicha, afuera, tomando distancia. Sólo cuando salimos figurativamente fuera de las lógicas sistémicas, podemos mirar al sistema, a los otros objetos y sujetos, de una manera renovada, y sólo entonces podemos proponernos acciones propias que harán uso del mundo de maneras originales e innovadoras. Dotar de sentido propio a la propia actuación es una tarea exigente, pues sólo el yo comprende lo que está sucediendo en él, sólo él está situado en el lugar en que él se pro-pone, nadie más comprende, pues los otros siguen comprometidos en sus proyectos enajenados, así que somos los únicos responsables de insistir para que el mundo del proyecto propio que inauguramos se sostenga y siga siendo. Nuestro pequeño mundo depende ahora de nosotros, y el esfuerzo requerirá de todas nuestras fuerzas, porque la tentación de volver al sistema es inminente y continua.

Siendo una producción imaginativa, el proyecto es como una entidad fantasmática que viene a la realidad en la medida en que lo realizamos. No siendo real hasta entonces, tiene el estatuto de la mera fantasía, y creer en él del modo convencido en que solemos hacerlo es vivir en la ilusión de que puede ser lo que no es, sólo porque es posible. Por esto, que el proyecto se interrumpa o fracase nos desilusiona y nos desengaña, pues ya no confiamos en la ingenua ilusión que prometía. Madurar es acumular desengaños, perder las ilusiones, hasta el límite de la vejez, allí donde todo proyecto es ya prácticamente imposible.

Heidegger afirma que el proyecto personal nos pro-pone imaginativamente allí delante de nosotros, creando el espacio de lo futuro, mientras que nosotros siempre estamos encaminados hacia él, en un continuo dejar de ser (pasado) para alcanzar el ser pro-puesto (futuro). Esta temporización de nuestras vidas nos dota de sentido (direccional, temporal), pero también nos descubre que el último proyecto, el proyecto total de una vida que ha nacido, es finalmente dejar de ser en la muerte. El vacío de sentido que anuncia la muerte es una propuesta difícil de asimilar, y cada uno tendremos que enfrentarnos a ella tarde o temprano. No hay prisa, pero tampoco podemos eludir la idea de que el sentido último de la vida se diluye en el vacío sinsentido de la muerte.



viernes, 30 de marzo de 2018

Dialogan las ideas, no las personas

Lo que una tesis o un concepto propone no puede ser refutado con el argumento falaz de que no responde a las expectativas o deseos de los interlocutores y de sus formas alternativas de pensar. El argumento, la idea, tiene su propio alcance, y su sentido pertenece al ser del lenguaje, que tiene su deriva particular, su fenomenología. El diálogo es el modo en que las ideas se apuntalan mutuamente, se matizan, se amplían o se contradicen entre sí en virtud de la lógica que en ellas queda establecida, no porque la pongamos nosotros, las personas que hablamos en cada ocasión, sino porque ella ha venido a configurarse de maneras complejamente propias en el devenir histórico del lenguaje, en el cual habitamos. Esto a lo que las personas llaman comúnmente dialogar entre ellas no es sino poner en juego una serie de estrategias retóricas de influencia y, en el extremo, de dominio, usando de las palabras como armas arrojadizas o escudos de defensa, saliendo del horizonte de sentido que ellas nos ofrecen, para posicionarnos alternativamente en un horizonte de sentido definido por el no hacernos daño, el llegar a acuerdos transitorios no porque sean razonables en el sentido lógico, sino porque se acuerdan en el terreno de lo políticamente apropiado. Enorme confusión en los términos, pues la dialéctica, igual que la construcción simbólica compartida, no es un fenómeno reducible a las estrategias particulares de la voz de los contertulios. Si algo aprendimos con la muerte del sujeto es que el contertulio, el autor, se borra en su propio hablar, y que, por tanto, sólo es el lenguaje el que opera. Si hay algo en estas condiciones a lo que podamos llamar yo, no es lo que estaba antes, sino lo que el lenguaje nos atribuye (un lugar en el discurso, una subjetividad de prestado).

La construcción social no es, por tanto, obra del sujeto ni de la reunión de los sujetos. No basta con las personas para comprender el acontecimiento de la construcción simbólica compartida, porque él no sucede en las personas, sino en el lenguaje. Es el lenguaje el que, una vez muestra su propia dinámica, nos impone sus condiciones, sus posibilidades y sus resultados. No dialogan las personas, sino las ideas. Nosotros no somos los constructores, sino los testigos de la deriva lógica de las palabras.

Esta proposición, que el ser de la construcción simbólica pertenece al lenguaje, nos aleja irremisiblemente de todo psicologicismo y nos aproxima a las inquietudes de la lingüística, a la historia comparada de las mitologías y las narrativas, a los diferentes géneros del discurso, a las inteligibilidades que nuestras tradiciones culturales proponen para nosotros. Va contra los propios principios teóricos que lo fundamentan el suponer que nosotros somos los protagonistas de la conversación, los agentes, cuando es ella, y en ella, donde al fin nos realizamos y donde encontramos un suelo desde el cual reflexionar para mirarnos como sujeto cultural (subjetividad) o para mirarnos como el vacío egótico y autónomo del que ignora la voz toda del lenguaje, la parlotería del Uno, la medianía, que diría poco más o menos el maestro Heidegger.

Esta reflexión establece un marco teórico que se sustenta en tres pilares: la construcción compartida, la teoría del lenguaje y del habla (la lógica, en su sentido estricto) y la fenomenología del yo, principio fundamental de la filosofía occidental desde el cogito cartesiano. El construccionismo sólo no basta. Nos situamos en una confluencia teórica compleja, entre construccionista, discursiva y fenomenológica.

Sólo queda mencionar una precaución. La cuestión construccionista, según yo la entiendo, no se refiere a una dinámica democrática de búsqueda de un consenso (inestable) en el que cedemos parte de nuestros principios o de nuestras pretensiones para venir a un acuerdo de paz o de cooperación con el otro. Esta idea peca de un buenismo ideológico a todas luces equivocado que ignora las terribles lecciones de la historia de la humanidad, el cual supone que nuestra época por fin ha descubierto el diálogo como una forma de construir un mundo más justo o más armónico, más “democrático”, sin reparar en que el consenso sólo es otro nombre de la norma que, tarde o temprano, taimada, se volverá coactivamente contra nosotros para obligarnos a ella en nombre de la tranquilidad de los demás. Yo no pienso para tranquilizar a los demás. Las decisiones sobre las ideas no pueden hacerse depender de un criterio de tranquilidad de los unos y los otros, so pena de fundar la lógica en una acción política ramplona, de reducir las ideas a un mero instrumento de homogeneización tranquilizadora de las opiniones dispares. Adiós a la libertad de pensamiento, adiós al yo que se distingue, adiós a la filosofía, todo en pos de un mundo neutro poblado de medianías, instalado por propia voluntad en la mediocridad del punto medio, el que contenta a todos menos al pensamiento libre.



lunes, 5 de marzo de 2018

El cuerpo


Pienso en el modo en que camino por la calle lentamente, mis piernas avanzando en un arduo y silencioso esfuerzo para continuar la marcha en equilibrio. Siento la resistencia del suelo a cada paso, la tensión de los músculos. Basta con que piense en avanzar en cierta dirección, en señalarme un punto de llegada, para que ellos me lleven caminando. Yo no decido los movimientos, cada movimiento, es mi cuerpo el que camina, él es el que corrige los pesos, el que emplea sus fuerzas, el que se resiente aquí o allá. Puedo verlo caminar, puedo sentirlo, pero no soy yo, no responde ante mí más que de un modo genérico (pienso en el escalón, él baja; pienso en torcer, él gira), hasta tal punto que yo puedo seguir distraído pensando en mis cosas, tarareando cancioncillas o jugando con las ideas sin que tenga que preocuparme o que dedicar mi atención un instante a su correcto caminar. Es autónomo, y no soy yo.

Podríamos decir el yo empírico o, sencillamente, el cuerpo. Esto a lo que llamo yo en sentido estricto no es mi cuerpo, sino la idea que me tengo de mí mismo –como insiste Fichte con empeño, la que cada uno debe darse, o no entenderá nada–. En la reflexión del yo, me reconozco a mí mismo en una interioridad de imágenes y palabras, en un silencio de mundo donde sólo queda el flujo confuso y libre del pensamiento. Esa continuidad –también ella empírica– me sirve para establecer una referencia, una cierta imagen, de la idea de qué cosa soy yo. Y no es mi cuerpo, es autónoma.

Mi cuerpo me pone en el mundo. Se mueve y sufre o disfruta un mundo que no soy yo, y así lo pone ante mí. Y yo lo miro con los ojos del pensamiento, lo imagino y lo hablo, y tengo la ilusión de un mundo que sólo es para mí, que yo soy lo único del mundo que no es enteramente mundo, sino algo diferente a lo que llamo yo, y que el mundo es tan indudable como que no puedo dudar de lo que sirve de fundamento para mi propio pensar. Pienso directamente en el mundo, dentro de un mundo ajeno que ahora me pertenece, siquiera sea en la imaginación parlante que pone orden dentro de él, que lo nomina y que me muestra opciones hacia donde encaminarme. Ambos coexistimos de manera autónoma, íntimamente relacionados. Yo salgo al mundo imaginativamente, y el mundo recibe a mi cuerpo, y así se me muestra.

Bien visto, no es más que el viejo problema cartesiano de la relación entre la res cogitans y la res extensa, el alma y el cuerpo, el ser ideal y el ser empírico del yo. Mi aportación es leve, apenas doy testimonio. Creo que no es necesario suponer un algo que sirva de puente entre ambas sustancias, y que resulta incluso contradictorio suponerlo, ya que, por definición, ambos son autónomas, y no pueden ser de otro modo. Más allá, es el problema clásico de la causa formal, de la relación entre el λóγος y la Φυσις, la idea y la materia. En las inmensas regiones del ser coexisten naturalezas diferentes. Que convivan no quiere decir que tengan que ser mutuamente reducibles. Que establezcan relaciones no quiere decir que vengan a ser una misma cosa. Cada una encierra su misterio, y a nosotros nos queda preguntarnos por él.

El problema del yo, sin embargo, es otra cuestión. No se trata de averiguar de qué modo el yo es también mundo (no puede dejar de serlo), sino de preguntarnos cómo conseguiremos conservar la libertad frente al mundo para poder seguir hablando de un yo propiamente entendido.



Thomas Eakins con una mujer en brazos
1883-84

miércoles, 24 de enero de 2018

Date tu libertad, si quieres

Debes darte a ti mismo tu libertad. Si esperas que alguien te la dé, no es libertad, sino manumisión, y sueñas quizá con desprenderte de tus ataduras por la graciosa intervención de un tercero, al que sirves voluntariamente bajo la promesa de, ya veremos, algún día, liberarte. Aquí no hay gracia, ni libertad, ni nobleza alguna, sino esclavitud, sumisión, y un falso razonamiento que sólo se sostiene por estupidez o por interés, y así el tonto que confía en la mano bondadosa que le estrangula, pues algún día dejará de hacerlo, o el pícaro que disimula agazapado esperando su momento no de alcanzar la libertad, sino el poder de obligar a otros bajo su mano.

La libertad no es objeto, ni estatuto legal (si la ley me hace libre, tramposa, ella misma me somete), sino posición ante el mundo, la que asume el que ignora las propuestas mundanas, las alternativas predefinidas, los fáciles recorridos del éxito público, todos los pactos de Fausto. Si me indicas un camino y lo recorro, no hay libertad. Si me dictas los objetivos que debo conseguir, los valores que deben servirme de referencia vital, los modos de ser que me darán una vida previsible, no hay libertad. El concepto de libertad es estricto, todo o nada, no se es libre a medias, ni siervo a ratos. El siervo de un momento es siervo de por vida; el hombre que se libera es ya por siempre libre.

El problema es que no nos gusta, o no entendemos, o nos aterra lo que ofrece la libertad, que es literalmente nada. O eso pensamos sin pensarlo verdaderamente. La masa es burda, pero cálida; el poder es implacable, pero ardiente, erótico, y el estatus social mulle nuestro ego vanidoso y pobre, por eso hace frío en la soledad, en la difícil expectativa de no tener expectativas previstas, la amenaza del fracaso público, la invisibilidad de no contar en las cuentas de los que echan las cuentas, los mercaderes del templo, nuestros amigos y hermanos, nuestros compañeros, nuestros amos. Lo que halles (lo que hoyes) en la libertad está en tu mano, y sólo en tu mano, en eso consiste la libertad.

Si quieres ser libre, prepárate para un largo invierno a solas, y alégrate cuando encuentres a alguien tan perdido como tú, porque habrás encontrado a una persona.

Puedes ser libre, no te engañes, no hagas como si fueras un tonto, un memo, un simple (¿lo eres?), no disimules como si la cosa no fuera contigo porque tú estás seguro en el interés (allá tú con tu mundo de esclavos, y pobres los que compartan contigo esclavitud convencida). A cuántos habrás engañado después de engañarte a ti mismo, a cuántos habrás mentido porque es mejor así, mintiendo, sin más principios ni más dignidad que ser un modelo de mentiras, rey desnudo ante una corte de lacayos en pelota.

Si quieres ser libre, si estás dispuesto al frío del invierno a solas, al aislamiento, al fracaso público, debes darte a ti mismo la libertad, debes darte a ti misma la libertad. Debes mirar al otro cara a cara, de tú a tú, a todo otro, al que te mira a los ojos tanto como al impersonal que se presenta como la voz autorizada del grupo, de la moral, de la cultura perversa y mal entendida, pues no hay en ellos ética, ni belleza, ni cultura viva, sino disimulo barato, truco de trilero. Mírale a los ojos y dile serenamente NO. Es un ejercicio sencillo, practica el NO. Niega su verdad mentirosa, sus propuestas interesadas, sus consejas tramposas, niega su versión del mundo, niega su mundo, es sencillo, pues su mundo sólo es la gran mentira que él cuenta, que todos cuentan por nuestro bien, que es el suyo y sólo el suyo, no te engañes, si te invitan a las comodidades de su mundo, sólo es para que lo agrandes para ellos, para que lo puebles de siervos sobre los que ellos puedan destacarse y gobernar. Basta con eso, es sencillo, sólo una mirada serena a los ojos, distante, un desprecio educado, y un NO rotundo y sonoro, viril, convencido, inflexible. Basta con eso, es sencillo, también tú puedes hacerlo.

Y prepárate entonces para el invierno largo que te espera.