miércoles, 31 de diciembre de 2014

Al otro lado

Lo que está del otro lado, en cierto modo, no existe. Tenemos alguna vaga imaginación de que sucede, debe haber todo un mundo allá, pero no nos estremece, no nos toca. Lo que está del otro lado es el espacio de lo seguro, lo incuestionable. Todo lo que no vemos es incuestionable, porque no necesitamos saber nada, está dicho en nuestro silencio, que es ignorante, la certidumbre del ignorante. La antesala del otro lado siempre está oscura, como corresponde a la confluencia entre dos mundos que se advierten, pero no conversan. La antesala está escasamente poblada de rincones borrosos que no requieren mayor definición. Todo lo increíble, lo fantástico, lo que necesita ser explicado, queda de este lado. Vivimos en la inseguridad del tiempo presente y del espacio en torno, donde las cosas cambian de sitio, los objetos envejecen, igual que los cuerpos. El misterio está junto a nosotros. Lo que está del otro lado es una nada constante y serena que permanece en la quietud callada del olvido o de lo inatendido. Es de suponer que nosotros también estamos de algún modo del otro lado de algo, como si al cruzar un espejo, nuestra imagen también cruzara caballerosamente.



Elogio de la rutina

La rutina, a la que muchos desprecian, es siempre otra vez nueva y distinta, un universo de irrealidad que se sostiene en un absurdo estar al margen del mundo, un despedirse de los graves problemas que deberían preocuparnos y, sin embargo, quedan reducidos a su status de vanidad grandilocuente, grandes palabras que aturden a los poco avisados. Si el mundo puede caerse a nuestro alrededor mientras nos aplicamos en la rutina, quizá es que no importe tanto. Los siglos no se construyeron por las grandes preocupaciones, que son formas de destruir lo hermoso del tener sentido, sino por la suma de una infinidad innúmera de pequeñas rutinas, de pequeños hombres y mujeres sumidos en sus pequeños quehaceres con calidez de artesano, como el que dedica sus días a perfeccionarse en el arte de lo que no es sino el entretenimiento de lo sin importancia, al fin y al cabo, lo único que importa. Vivir es comprobar que las rutinas, a salvo del sobresalto, permanecen. Todo lo inventado surgió en el trasiego de una rutina. Por eso, está vivo.



viernes, 19 de diciembre de 2014

El sabor del sueño

“La pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Puede expresarse mediante el beduino que también es Don Quijote en Wordsworth; mediante las tijeras y las hilachas, mediante mi sueño del rey, mediante las pesadillas famosas de Poe. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror.” (Borges, La pesadilla. En Siete noches.)

Una de mis pesadillas infantiles más recurrentes se compone exclusivamente de una imagen repetida, unos caballos algo fantasmales y mal definidos, que parecen diluirse en su movimiento, detrás de una suerte de veladura aceitosa que desdibuja la imagen de las patas en un interminable proceso de descomposición que, sin embargo, permanece estático. La imagen en sí no es especialmente tenebrosa, o nunca la entendí de tal modo. Lo horroroso de la pesadilla es cierta sensación desagradable que parece instalarse en las mucosas de la nariz, la boca y la garganta, extensa y penetrante, a la que sólo puedo identificar con el término de sabor, sin que esta palabra agote la calidad de la sensación, que quiero recordar asociada con procesos febriles. Quizá un mal sueño de conveniencia (¿cuál no lo es?) vinculado con la sensación que una infección de garganta genera interiormente en el olfato y el gusto. Esto importa poco. Lo que despierta mi interés es que, en los registros literarios o psicológicos de la pesadilla se preste un nulo interés por la cuestión del sabor, como afirma Borges.

Etimológicamente, sabor está relacionado con saber, y me cuenta Manuel López Muñoz, latinista y amigo, que, en el sentir popular romano, el término para designar la acción del conocer era sapere, término no vinculado con cognoscere (ancestralmente, gnosis es ligar, atar, poner en relación) ni con sagax (seguir un rastro), ni siquiera con potare (podar las ramas, clarearlas, como se dice en castellano), todos ellos relacionados semánticamente con lo que yo denomino la lógica del corte, la gran familia de términos derivados de la raíz ancestral sk- del indoeuropeo, de donde proceden nuestra ciencia o nuestro seek, entre otros muchísimos términos modernos. Saborear el objeto es el único campo metafórico que habla del conocer de modo alternativo al proceder análitico, que es ir desenmarañando, separando, cortando, podando los matices del objeto para desvelar la esencia que ocultan. Se me ocurre que el sueño no  puede ser analizado, pues el sentido del sueño es el de una impresión alucinada en la que la sucesión imposible de imágenes y sonidos están ya inseparablemente ligadas (gnosis como ligazón). El sueño carece de un sentido profundo a ser desvelado, pues el sentido pertenece a la presencia total, en el tiempo y el espacio, de la alucinación, dentro de la cual estamos incluidos. El sueño es directamente conocido, sin mediación interpretativa.

Borges entiende que en el sueño todo sucede a la vez, y que es nuestra imaginación de la vigilia la que impone sobre él un esquema narrativo. También la vigilia puede entenderse como una alucinación del soñante, donde una inexcrutable realidad que se nos escapa se hace presente en la totalidad de un tiempo y un espacio sin recorrido, un aquí y ahora donde convergen y divergen todos los tiempos y los espacios, presentes en la forma de su ausencia. El delirio de la vigilia tampoco puede ser analizado. Por eso, nuestra idea del conocimiento analítico es incapaz de captar la verdad de lo que es global, completo e instantáneo, y todo objeto que reclama nuestra atención se pierde irremisiblente en cuanto comenzamos la analítica, el corte, y los elementos separados sólo pueden ser reunidos de nuevo en falso en la ficción de la explicación causal. Sé que estoy aquí y no lo entiendo son las dos expresiones clave del preguntar. La primera remite al conocer como sentir, impresionarse, saborear: intuir el objeto por medio de nuestra presencia en él. La segunda remite al conocer como analizar, separar las partes: ficcionar un objeto dividido y pretender que la ficción extrae su esencia y la representa.



Henry Fuseli
La pesadilla, 1781

martes, 9 de diciembre de 2014

De la sutileza del genio

No hay nada a lo que se pueda llamar en puridad arte popular. El pueblo, es decir, el común, el grupo o la tribu, vulgarizan o simplifican las creaciones del iluminado, del maestro, que si bien se alimenta de lo popular, le imprime el sello, la magia, la nueva forma y el estilo. Todas las artes son obra de maestros, admirarlas en su expresión popular (insisto, vulgarizada, simplificada) es siempre un placer incompleto, una pequeña muestra de lo que da de sí el arte en su expresión sublime. Esto, que puede parecer, y lo es, una suerte de elitismo cultural, es también una llamada para que cada uno busque el modelo en el ideal de la forma depurada, en la magia de quien lo hace igual en su mejor expresión, emotivo desde lo insondable, hermoso desde la elegancia.

Si hay algo a lo que llamar belleza, está sólo en el ideal, y la idea es la depuración de los casos, la inexistencia que se muestra en la maestría única del genio. Todo lo demás es copia. Digna, sincera, bonita, pero copia, y sólo cuando la copia roza la línea depurada, ya no la llamamos tal, sino maestría, y esto sucede poco y en pocos es dado que suceda.

Traigo a Gades porque en él veo las líneas que pueblan los registros más antiguos de la cultura, los trazos mínimos necesarios para colmar el símbolo y el mensaje; veo la suavidad de la escultura clásica, la firmeza del trazo y el manierismo obsesivo de los renacentistas; veo el dibujo, la llama que se perfila y asciende; veo la curva suave del cuerpo convertido en silueta, donde se apunta todo lo que puede ser dicho con las palabras justas, con las líneas justas; veo lo imprescindible, que nunca es mucho; veo el arte, en definitiva. Que los demás puedan impregnarse de él y dar algunas pasos para copiar las pinceladas sutiles del maestro no los convierte en artistas, sino en pueblo que disfruta y ríe. La magia está en otra parte.