“La pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Puede expresarse mediante el beduino que también es Don Quijote en Wordsworth; mediante las tijeras y las hilachas, mediante mi sueño del rey, mediante las pesadillas famosas de Poe. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror.” (Borges, La pesadilla. En Siete noches.)
Una de mis pesadillas infantiles más recurrentes se compone exclusivamente de una imagen repetida, unos caballos algo fantasmales y mal definidos, que parecen diluirse en su movimiento, detrás de una suerte de veladura aceitosa que desdibuja la imagen de las patas en un interminable proceso de descomposición que, sin embargo, permanece estático. La imagen en sí no es especialmente tenebrosa, o nunca la entendí de tal modo. Lo horroroso de la pesadilla es cierta sensación desagradable que parece instalarse en las mucosas de la nariz, la boca y la garganta, extensa y penetrante, a la que sólo puedo identificar con el término de sabor, sin que esta palabra agote la calidad de la sensación, que quiero recordar asociada con procesos febriles. Quizá un mal sueño de conveniencia (¿cuál no lo es?) vinculado con la sensación que una infección de garganta genera interiormente en el olfato y el gusto. Esto importa poco. Lo que despierta mi interés es que, en los registros literarios o psicológicos de la pesadilla se preste un nulo interés por la cuestión del sabor, como afirma Borges.
Etimológicamente, sabor está relacionado con saber, y me cuenta Manuel López Muñoz, latinista y amigo, que, en el sentir popular romano, el término para designar la acción del conocer era sapere, término no vinculado con cognoscere (ancestralmente, gnosis es ligar, atar, poner en relación) ni con sagax (seguir un rastro), ni siquiera con potare (podar las ramas, clarearlas, como se dice en castellano), todos ellos relacionados semánticamente con lo que yo denomino la lógica del corte, la gran familia de términos derivados de la raíz ancestral sk- del indoeuropeo, de donde proceden nuestra
ciencia o nuestro seek, entre otros muchísimos términos modernos. Saborear el objeto es el único campo metafórico que habla del conocer de modo alternativo al
proceder análitico, que es ir desenmarañando, separando, cortando, podando los matices del objeto para desvelar la esencia que ocultan. Se me ocurre que el
sueño no puede ser analizado, pues el sentido del sueño es el de una impresión alucinada en la que la sucesión imposible de imágenes y sonidos están ya inseparablemente ligadas (gnosis como ligazón). El sueño carece de un sentido profundo a ser desvelado, pues el sentido pertenece a la presencia total, en el tiempo y el espacio, de la alucinación, dentro de la cual estamos incluidos. El sueño es directamente conocido, sin mediación interpretativa.
Borges entiende que en el sueño todo sucede a la vez, y que es nuestra imaginación de la vigilia la que impone sobre él un esquema narrativo. También la vigilia puede entenderse como una alucinación del soñante, donde una inexcrutable realidad que se nos escapa se hace presente en la totalidad de un tiempo y un espacio sin recorrido, un aquí y ahora donde convergen y divergen todos los tiempos y los espacios, presentes en la forma de
su ausencia. El delirio de la vigilia tampoco puede ser analizado. Por eso, nuestra idea del conocimiento analítico es incapaz de captar la verdad de lo que es global, completo e instantáneo, y todo objeto que reclama nuestra atención se pierde irremisiblente en cuanto comenzamos la analítica, el corte, y los elementos separados sólo pueden ser reunidos de nuevo en falso en la ficción de la explicación causal. Sé que estoy aquí y no lo entiendo son las dos expresiones clave del preguntar. La primera remite al conocer como sentir, impresionarse, saborear: intuir el objeto por medio de nuestra presencia en él. La segunda remite al conocer como analizar, separar las partes: ficcionar un objeto dividido y pretender que la ficción extrae su esencia y la representa.
Henry Fuseli La pesadilla, 1781 |