martes, 9 de diciembre de 2014

De la sutileza del genio

No hay nada a lo que se pueda llamar en puridad arte popular. El pueblo, es decir, el común, el grupo o la tribu, vulgarizan o simplifican las creaciones del iluminado, del maestro, que si bien se alimenta de lo popular, le imprime el sello, la magia, la nueva forma y el estilo. Todas las artes son obra de maestros, admirarlas en su expresión popular (insisto, vulgarizada, simplificada) es siempre un placer incompleto, una pequeña muestra de lo que da de sí el arte en su expresión sublime. Esto, que puede parecer, y lo es, una suerte de elitismo cultural, es también una llamada para que cada uno busque el modelo en el ideal de la forma depurada, en la magia de quien lo hace igual en su mejor expresión, emotivo desde lo insondable, hermoso desde la elegancia.

Si hay algo a lo que llamar belleza, está sólo en el ideal, y la idea es la depuración de los casos, la inexistencia que se muestra en la maestría única del genio. Todo lo demás es copia. Digna, sincera, bonita, pero copia, y sólo cuando la copia roza la línea depurada, ya no la llamamos tal, sino maestría, y esto sucede poco y en pocos es dado que suceda.

Traigo a Gades porque en él veo las líneas que pueblan los registros más antiguos de la cultura, los trazos mínimos necesarios para colmar el símbolo y el mensaje; veo la suavidad de la escultura clásica, la firmeza del trazo y el manierismo obsesivo de los renacentistas; veo el dibujo, la llama que se perfila y asciende; veo la curva suave del cuerpo convertido en silueta, donde se apunta todo lo que puede ser dicho con las palabras justas, con las líneas justas; veo lo imprescindible, que nunca es mucho; veo el arte, en definitiva. Que los demás puedan impregnarse de él y dar algunas pasos para copiar las pinceladas sutiles del maestro no los convierte en artistas, sino en pueblo que disfruta y ríe. La magia está en otra parte.