sábado, 19 de octubre de 2019

El simulacro era un golpe, el golpe era un simulacro

Si mueres en Matrix, mueres en el mundo real

Un simulacro es una imagen o una actuación que simula o que semeja una forma de la realidad, de tal modo que, cuanto más fielmente realizado, menos pueda apreciarse la diferencia entre la simulación y lo simulado. En el uso común del término, quienes lo utilizan no dudan de que haya una realidad real y una simulación que no es real, no dudan de que haya un criterio de realidad que permite, sentido común mediante, distinguir lo uno de lo otro, y no dejarse engañar, llegado el caso. Esta distinción comenzó a resquebrajarse con la aparición de la realidad virtual y la simultaneidad de la información en directo gracias a la fibra óptica. La retransmisión de los sucesos, que, habitualmente, se demoraba un cierto lapso de tiempo, ya es plenamente simultánea en la difusión de información en las redes, o en la retransmisión televisiva en directo de un escenario de guerra, o en el streaming de un juicio que se quiere transparente ante la mirada pública. También comenzó su desgaste con el auge de los simulacros urbanísticos, que Robert Venturi analizó en el cartón piedra de la ciudad de Las Vegas, donde no hay ciudad verdadera, y el simulacro es la única ciudad, y con el auge de las reconstrucciones urbanas para simular elementos culturales tradicionales con intereses turísticos, fenómeno que se ha extendido por todas las ciudades del planeta. Los urbanistas lo denominan tematización, aludiendo a la remodelación urbana siguiendo el modelo de los parques temáticos. En todos estos casos, la simulación y lo simulado coinciden en el tiempo y en el espacio, de tal modo que ya no sabemos cuál es cada cuál, pues la simulación tiene consecuencias no simuladas en el cambio de los imaginarios y los comportamientos, y, una vez que ocupa el espacio público, la simulación es la única realidad patente; del mismo modo, lo simulado queda ahora como mera “imagen” de lo que fue, de lo que se intentó suplantar, y, más que un criterio de realidad definitivo, lo que tenemos es una dialéctica o un conflicto entre imágenes, una competencia por ver cuál de ellas queda finalmente como verdadera pieza de realidad, y cuál queda arrinconada como imagen falsa. El paroxismo del simulacro fue señalado por Jean Baudrillard, en “El crimen perfecto”, donde apunta cómo, en esta competición por adquirir el estatuto de única realidad, todas las realidades devienen imágenes, y ya no queda ninguna referencia última de realidad, así que, no habiendo cadáver, tampoco ha lugar a la acusación de asesinato, metafóricamente hablando.

Si entendemos esta idea de una manera amplia, tal es también el caso de todo lenguaje, donde las palabras sustituyen, como imágenes o referencias, a las realidades que pretenden ser dichas a través de ellas, sin que haya forma de “dar nombre” a las realidades salvo con la mediación de las palabras. Tal como se entienden comúnmente, la definición de una palabra no apela a la referencia de realidad, sino que se construye con nuevas palabras que tampoco apelan a la realidad, sino a una interminable concatenación de otras palabras que se diluye en el océano del diccionario.

Estas ideas, que ya son clásicos dentro del pensamiento postmoderno, están comenzando a extenderse en los discursos públicos, tal como los oímos o los leemos actualmente en las columnas periodísticas y las declaraciones políticas. En España, la sentencia del Tribunal Supremo a los políticos insurgentes catalanes (¿insurgentes, sediciosos, rebeldes, golpistas, demócratas, víctimas, liberadores, patriotas…?; hay para elegir) marca un hito en el reconocimiento público del simulacro como fenómeno social que aún no entendemos políticamente, y que debería ser teorizado y acogido dentro de los fundamentos del Derecho para que el Derecho siga de cerca la evolución de las formas sociales que pretende regular y juzgar. (La legislación política va por detrás, aún no ha llegado). El argumento de que lo sucedido en Cataluña en aquellas jornadas, y en los meses anteriores, de 2017, era no más que un gran simulacro, ha servido como piedra de toque para distinguir entre los delitos de rebelión y sedición, con la significativa reducción de las penas que ello ha comportado. El supuesto golpe sólo fue una teatralización para situarse en una posición favorable ante las negociaciones políticas con el Estado. Los opinadores han entendido perfectamente el argumento y el valor político de la simulación, pero siguen pensando, igual que los juristas, que la distinción entre lo real y lo simulado está clara. Los acusados merecen penas menores porque lo suyo fue simulación, y no realidad; o bien, opinan otros, la simulación no oculta una realidad de acciones y declaraciones políticas de valor jurídico que debieran haber sido sancionadas con mayor contundencia. Siguen creyendo que hay una realidad real no simulable, y una simulación cuya falsedad no debería confundirnos.

Con perdón, creo que no acaban de entender la cuestión. El simulacro es la nueva forma de la verdad pública, lo cual no significa que, ahora, la mentira sea la nueva verdad, como muchos interpretan, sino que ya no hay realidad que no sea en sí misma un ensayo, un teatro, un simulacro (ese es el valor “performativo” de nuestros actos). La propia teatralización del juico ante las cámaras demuestra que el simulacro no sólo es convincente, sino que es necesario para que el acto social se “realice”, o adquiera estatuto de realidad con valor jurídico, e incluso ontológico. Cuando los políticos o los colectivos identitarios inflaman las redes con noticias fragmentarias que sugieren interpretaciones de la totalidad de las situaciones de las que hablan, no están pecando de ignorantes que confunden la realidad con la imagen informativa, sino que están introduciendo estratégicamente la imagen en el flujo del diálogo público, trayéndolas a escena entremezcladas sin distinción entre el suceso y la información, haciendo buena la idea de que no hay suceso hasta que no ha sido “in-formado”, de que no hay verdad antes de la imagen que la hace presente (sobre el valor ontológico de la imagen, en Verdad y método, de Gadamer).

El “golpe” catalán, o la “revolución de las sonrisas”, tanto monta, ha sido, desde este punto de vista, el más enorme montaje televisivo que pudiera haber imaginado la mente artística más ambiciosa de la postmodernidad. Una coreografía multitudinaria (cientos de miles de personas en escena), sostenida en el tiempo, en el espacio, en los imaginarios y en los discursos, de forma admirablemente consistente, coherente y efectiva. El golpe fue un simulacro de golpe, o, quizá, el simulacro de golpe fue el golpe. En una comprensión tradicional del término, haber sido no más que un simulacro ha permitido a los políticos acusados escapar de las acusaciones más graves, y ver reducidas sus sentencias, y disculpado en parte su desafío institucional. En una comprensión anclada en el pensamiento postmoderno, el triunfo del simulacro habría supuesto la creación de un Estado independiente. Quizá con un remedo de Constitución y de estructuras estatales improvisadas, sólo válidas para un escenario imaginario que sólo podía llegar en la imaginación, pero con las consecuencias efectivas que de todo ello se habrían derivado. Un simulacro de asesinato no es lo mismo que un asesinato, pero, como diría Baudrillard, cómo podríamos distinguir entre ambos, si no hay cadáver. Metafóricamente hablando.

La Barcelona postmoderna, siempre en la vanguardia de las nuevas formas culturales.



viernes, 18 de octubre de 2019

Orwelliana

Diga lo que diga, serán los demás los que decidan qué significan mis palabras. Mi opinión toma partido sin que yo lo tome. No hay palabra que no hayamos pervertido hasta convertirla en su contrario, en otra cosa. Hemos retorcido las palabras hasta dejarnos sin palabras, hasta hacer que las palabras nos traicionen y nos hagan despreciables. La democracia es violenta, y la violencia, democrática; la paz es otra vez el nombre de la guerra; la verdad es mentira, y la mentira, verdadera. Ya no tenemos palabras para identificarnos, para expresarnos, porque ya todas están dichas y marcadas con el veneno del odio y la venganza. Ya no puedo decir lo que pienso, porque todos entenderán otra cosa. Ya no hay razones, sino causas, pero ya no quedan abogados, sólo fiscales. Hemos perdido el juicio antes de celebrarlo, porque ya no hay juicio, todo está ya decidido y visto para sentencia. No importa donde vayas, en todos los lugares encontrarás una cárcel. Ya no es posible la poesía, la conversación, el humor. Todo comentario es una crítica; toda crítica, una provocación; y, ante la provocación, reacción. Justicia de la venganza familiar, ojo por ojo hasta que no queden ojos. Quisiéramos hablar, pero siento que ya ninguna palabra es posible, tampoco el silencio. Hemos realizado el sueño del control total: todo lo que digas será utilizado en tu contra.



viernes, 4 de octubre de 2019

El sujeto de la cultura

Para sostenerse, la cultura inmaterial requiere ser encarnada en los objetos y las personas, en las acciones y las palabras. Nadie pronuncia en su vida todas las palabras de la lengua, nadie realiza todas las prácticas de su cultura. No hace falta, somos muchos. Basta con que cada uno realice determinadas pequeñas parcelas de la vida en común, para que cada una de estas parcelas contribuya a sostener el complejo entramado de la totalidad cultural. Todos a la vez en un presente global que no cesa. Cada persona debe hacer por sí muy poco, pequeños esfuerzos a su alcance. Como cualquiera de los restantes objetos de nuestro mundo simbólico, sólo invoca una palabra, o apenas unas pocas, y participa sólo en una o en unas pocas prácticas, incluso con aportaciones mínimas y sencillas. Así, la cultura, depósito invisible de supuestos y voces mudas, se conserva mientras, y sólo mientras, se realiza, mientras se deposita aquí y allá, en los innumerables aquí y allá, estos y aquellos, de nuestro mundo compartido. Lo que no se repite se olvida, sea en las prácticas o en las ideas.

Del mismo modo, basta con que uno piense y comunique una nueva idea, para que la cultura compartida la haya pensado, y así estar disponible para que todos y cada uno podamos pensarla también. En el extremo fantasioso de la cultura como pensamiento, basta con que la posibilidad de llegar a pensar la nueva idea exista, para que el sujeto lógico de la cultura ya la haya pensado, y así, es el concepto el que piensa y dice, sin esperar persona que realice lo que ya estaba predicho en él. En la fantasía borgiana de un metafísico universo poblado de entidades lógicas, las ideas dialogan entre sí, y se bifurcan en posibilidades infinitas, incluso en la asombrosa posibilidad de que el concepto se piense a sí mismo, se ensimisme y se anule, y ya sepa desde siempre cómo termina todo.




lunes, 8 de julio de 2019

Epílogo para una teoría del prólogo

El prólogo de una obra es el anuncio de lo que será desplegado en ella como historia, narración o argumento. El prólogo tiene algo de índice y algo de justificación, ambos en falso, pues tanto el índice como la justificación pertenecen propiamente a la obra, y añadirles un comentario previo no hace sino querer decir lo mismo de manera diferente. Si el prólogo estuviera tan bien escrito y meditado, la obra sería innecesaria.

Prólogo no es lo que viene antes de las palabras, sino lo que anuncia su contenido. Aunque sólo lo hallaremos en su despliegue, y con mucha dificultad, el logos es el sentido unitario de la obra, supuesto que la obra despliega un mundo coherente y pleno de sentido, asumido en el concepto lógico que la preside, el cual no puede hacerse explícito como tal, sino que sólo puede ser anunciado, como prólogo, o desplegado, como obra. En tanto la obra se explica a sí misma, sin necesidad de que otras obras vengan en su ayuda (o no sería obra, sino capítulo de otras obras), la obra implica, o guarda entre sus pliegues semivelados, su propia verdad, lo que ella dice en la forma del mundo que ella dice al desplegarse. La obra es suficiente, cerrada, única, unitaria bajo un concepto lógico (logos) que la dice por completo sin poder decir cada una de sus partes, que la resume en un imposible resumen, de tal modo que la obra contiene el concepto de su propia afirmación. El logos de la obra es un juego de espejos, un concepto especulativo, está en ella y, de un modo especial, es ella misma en su totalidad unitaria, es su identidad, su quid, su cualidad, lo que la hace única y diferente, homogénea consigo misma, heterogénea con las demás. En palabras no menos enigmáticas por bien conocidas, el logos de la obra es su espíritu.

Entendido así, el espíritu recorre o atraviesa la obra de principio a fin, reúne todas sus partes, sin dejar que ninguna se le escape. No hay palabra, frase o pasaje prescindible o irrelevante. Como afirma Borges, el modo de morir puede justificar una vida. El final de la obra puede modificar el sentido completo de la misma, y ahí tenemos la maestría de Cortázar, por ejemplo. Hasta que la obra no se cierra en la modesta palabra “FIN” (hasta que Cervantes no mata a Don Quijote), no se desvela su logos, su concepto unitario. Por eso, el prólogo de una obra debe escribirse sólo cuando la obra ya está escrita y terminada. En puridad, todo prólogo es un epílogo, un comentario post mortem, un responso. El prólogo trata de responder a la pregunta abierta en el logos de la obra, siendo ahora la obra el prologos que abre el camino para futuros comentarios, de los cuales, el prólogo es sólo un primer comentario. Gracias a este epílogo prológico, la obra entra en la sucesión serial de los comentarios, en el diálogo de la cultura. La obra es el arquetipo de la serie de los comentarios que se harán a partir de ella, puesto que en ella se dijo por primera vez el logos que todos los comentarios tratan de responder, una y otra vez, o de volver a preguntarse.

Desde la lógica formal tradicional, el prólogo es un ejercicio condenado al fracaso, pues es imposible que diga lo que la obra dice, tal como ella lo dice, como es imposible que el mapa llegue a ser tan extenso y detallado como el propio territorio (también Borges), sin que vengan finalmente a confundirse. Desde la lógica hegeliana, que es diálogos, dialéctica, conversación que forma serie e ilumina el concepto, el prólogo es la negación de la obra, la contraparte necesaria para que la obra comience a ser en el juego dialogado de la cultura, en la sucesión de los comentarios. Cualquier libro arquetípico (Las mil y una noches, El Quijote, Los crímenes de la calle Morgue) ha sido repetido sin cesar a través de los muchos comentarios, apéndices y fabulaciones que unos y otros le han escrito, o que se han escrito entre ellos, comentarios de los comentarios. Esta lista de comentarios es el recuerdo realizado del devenir de la obra. Con ellos, la obra ha trascendido el círculo cerrado del libro, para participar en el despliegue del concepto que ella iluminaba. La obra deviene momento de la cultura, y el espíritu o concepto de la obra deviene forma cultural, arquetipo, estereotipo, tópico, lugar común del que ya todos podemos hablar, con el que ya todos podemos dialogar, escribirle un comentario, ya sea en la sencilla conversación del café, o en la propia forma de la escritura.

El prólogo es el epílogo de la obra, el fin necesario para que comience la serie de las respuestas. El prólogo está escrito por el primer lector, el que dirá de maneras equivocadas, o sencillamente diferentes, lo que el autor nunca acertó a decir por completo, y tampoco con claridad. Pues el espíritu pertenece al orden del secreto, el diálogo debe ser necesariamente misterioso.

En puridad, la obra es el prólogo de la cultura, lo que viene antes de ella, y anuncia lo que ella será.

El autor del prólogo lleva ventaja sobre los lectores, puesto que sabe lo que sigue a continuación. A pesar de lo cual, se enfrenta con un reto imposible: si la obra ha necesitado ser obra completa para llegar a su concepto, cómo decirlo sin escribirla de nuevo, cómo anticipar al lector lo que sólo podrá ser alcanzado en su lectura. Una opción es sugerir líneas de interpretación que sirvan como contextos de significación. Increíblemente, esta opción eleva al autor del prólogo a la impostura de ser guía o referente, a suplantar al autor en la autoría de la obra, cuya comprensión dependerá ahora de las guías por él establecidas. Esta opción sólo es razonable cuando es el propio autor quien prologa su obra, o cuando la capacidad de penetración, análisis y síntesis conceptual del prologuista es mayor que la del propio autor, o cuando ambas están al menos a la par. Por eso hay tantos prólogos espantosos que sólo confunden la lectura, y que tan mal hablan de los prologuistas, a pesar de sus esfuerzos.

La otra opción es epilogar el prólogo, como decía, escribirlo al final. Como ya sabe lo que hay en la obra, dónde se encuentran estos o aquellos detalles, dónde el concepto se ilumina, aunque nunca acabe de saber por completo de qué se trata, el prologuista puede mostrar al lector sus propias preguntas, sus propias dudas, los hilos argumentales reconstruidos en su propia lectura. Escribirá entonces una crítica, un juicio sumario sobre la obra, y, por respeto a la obra, si esta lo merece, el lector quedará emplazado a responderla, pues cada lectura, cuando de verdad penetra en los entresijos de la obra, es ya de por sí un nuevo comentario.

En un ejercicio imaginativo, el compendio conceptual de la historia de las lecturas/comentarios de la obra forma la lectura total, es decir, la obra total. El único lector al cual le es dado acceder a enunciar este concepto total, el espíritu absoluto, es un sujeto lógico. Hegel lo llamaría el sujeto de la Historia. Qué sea este sujeto es algo que debería interesar profundamente a todas las ciencias humanas, pues es él quien tiene, en todos los campos, la última palabra.

Borges compendia, en 1975, muchos de los prólogos escritos por él para otros libros a lo largo de los años, y antecede el volumen con un prólogo de prólogos, en el cual sugiere la escritura de un libro de prólogos de libros que no existen. Este libro ya fue escrito por Søren Kierkegaard en 1894, bajo el sencillo título de Prólogos, el cual, como es natural, principia con el correspondiente prólogo del autor. Aunque el motivo de Kierkegaard es pueril (en lo que el amor tenga de puerilidad, de ternura infantil), le da ocasión para llevar la idea un paso más allá: dado que los libros prologados no existirán, los prólogos imaginados no tendrán nada de qué hablar, serán pura ilusión y movimiento fingido, afirma. Yo he redactado este modesto epílogo para sentirme vinculado con ellos, imaginando de un modo diferente la idea que ellos lanzaron, sabedor de que nunca un editor cometerá la torpeza de utilizarlo como prólogo de sus admirables textos.



jueves, 27 de junio de 2019

El pecado

Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: “¿Dónde estás?” Este contestó: “te he oído andar por el jardín y he tenido miedo, porque estoy desnudo; por eso me he escondido”. Él replicó: “¿Quién te ha hecho ver que estabas desnudo?” (Gn 3, 9-11).

Dios ha creado al hombre libre para ir por donde quiera y tomar del jardín cuanto le plazca, pues el paraíso es el lugar donde todo le está disponible. Pero esta libertad le viene dada por Dios, el hombre no se la ha ganado para sí mismo, así que no es tal, ni hombre, ni libre. De todas las cosas que hay en el jardín, Dios sólo le previene de comer del árbol del bien y del mal; pero no le impide hacerlo, puesto que le ha creado libre, sino que es él quien debe decidir. Acatar o violar la orden de Dios es tomar la única decisión que le es dado decidir, darse lo único que no le ha sido dado. El hombre tiene que decidirse. Comer o no del árbol no le viene impuesto, sino que es él quien por primera vez decide, y así, por primera vez es libre, y es hombre. Igual que Dios le hizo libre para tomar lo que quisiera, es ahora él mismo quien se da la libertad de tonar lo que desea, asume para sí el papel de la divinidad, y se avergüenza porque ahora se reconoce como hombre, en íntima soledad, diferente, sujeto, uno, objeto descentrado para la mirada de Dios. El hombre ya no es uno con Dios y la creación, sino distinto, uno consigo mismo, y la mirada de Dios invade su íntima soledad recién adquirida, y corre a cubrirse para no ser visto.

Que nadie, cuando sea probado, diga: “Es Dios quien me prueba”, porque Dios ni es probado por el mal ni prueba a nadie. Más bien cada uno es probado, arrastrado y seducido por su propia concupiscencia (St 1, 13-14).

Pues el pecado mayor del hombre en todo pensamiento religioso, el único pecado en el que todos los pecados se resumen, es la vanidad: sentir que el mundo ya no le viene dado, sino que él debe dárselo a sí mismo en su decisión y en sus obras. Como la creación es epifanía de Dios en sus obras, y el hombre existe como hombre sólo en las obras que decide, realiza y crea, alcanza así la altura de lo divino. Sólo en sus obras el hombre se siente tal, y se siente solo en ellas, y a ellas sólo en él (la propiedad de lo propio). Alcanza así la medida sagrada de lo humano, la infinita soledad sin exterior, incondicionada y libre. En la vanidad de sus obras se hace hombre a sí mismo. Ya no es su dios quien le crea, sino él mismo quien asume la tarea divina de crearse. Dios le resulta entonces prescindible, y éste es el mayor pecado, él único pecado: olvidar a su dios para ser hombre por sí mismo.

Consideré entonces todas las obras de mis manos y lo mucho que me fatigué haciéndolas, y vi que todo es vanidad (Qo 2, 11).

El destino de toda obra humana es perecer, polvo al polvo, y el hombre consciente sabe que toda su obra está condenada a ser nada, a esfumarse y morir, como él mismo morirá, como todo y todos han muerto y seguirán muriendo. Si lo vano es lo huero, lo vacío, el hueco, la nada sobre fondo de ser, la vanidad que le distingue es el vaciamiento del ser que le venía dado o impuesto, negar el mundo para nada es lo que le hace hombre. Así, el mayor pecado del hombre ante dios y ante los demás hombres, el pecado que está en el origen de todo pecado: separarse de dios y de ellos en la afirmación del yo individual. Nada perturba más a la moral de las costumbres que el hombre que se distancia de la tradición, de la Ley, de la Escritura. La humanidad del hombre es desde entonces darse a sí mismo su forma de vida, tomar su propio camino, imponerse su propia ley, alcanzar su propio criterio, decidir en solitaria libertad.

A solas, vacío y desnudo al margen de la Ley, el hombre no tendrá ya más destino, ni más sentido, que el que se dé a sí mismo, aunque sea para nada, para ti que has de vivir en tus obras, y has de morir con ellas.

Porque el día que comieres de él morirás sin remedio (Gn 2, 17).



jueves, 11 de abril de 2019

re-siliēns

Del latín resiliēns, participio de presente activo del verbo resiliō, y éste, formado por el prefijo re- (que, aquí, indica ‘retroceso, volver atrás’) y el verbo saliō, literalmente, ‘saltar hacia atrás, retraerse, retirarse’. O sea, que, ante la adversidad, por ejemplo, nos retiramos, quizá a los cuarteles de invierno, quizá con el sentido de una retirada estratégica, replegarse para reagruparse, restaurar fuerzas y avanzar más seguro; o quizá para lamerse las heridas, asustados y temerosos, en espera de mejores momentos o de una segunda oportunidad que quizá nunca llegue, quizá para alimentar el odio, la sed de venganza, restañar el orgullo herido y volver presto y decidido. The eye of the tiger.

Así, la virtud resiliente es la del hombre herido que se retira, de quien se reconoce inferior ante la adversidad, de quien busca el calor del hogar, el refugio, el seno materno, para llorar su debilidad, sentirse seguro y, quizá, prepararse para comenzar de nuevo. Virtud del derrotado, del malherido, de quien se esconde para que la humillación no continúe. Sin duda, hay algo sabio en ello. También yo me he retirado muchas veces, tantas, que apenas siento ya en mí la valentía de vivir.

En ciencias, la palabra es una mera sustitución del concepto tradicional de elasticidad: la capacidad de un material para volver a su situación original, cuando está sometido a una tensión exterior (strain, stress), antes de que la presión sea tan fuerte que lleve al material a un punto de ruptura en el que ya no pueda retornar a su ser.

Los psicólogos han tomado prestado el término de la física de materiales, para significar, literalmente, la capacidad para afrontar situaciones de riesgo (lo que Lazarus llamó “coping”, o disponibilidad de estrategias de afrontamiento para responder ante una situación de estrés), conservando la capacidad para volver al estado original. O sea, el resiliente es el que supera la adversidad sin que esta le cambie o le impida volver a su estado básico, es decir, el guerrero victorioso que vuelve a casa después de la batalla, el que tiene un lugar a donde volver después del esfuerzo, el reposo del guerrero. En cierto modo, todo lo contrario del que retrocede.

Una curiosidad. El verbo “resultar” deriva directamente de “resaliar”.

No sé qué metáfora gustará más al lector, los cuarteles de invierno o el reposo del guerrero. Vosostrxs sabréis en qué palabras ponéis vuestro pensamiento.



miércoles, 20 de marzo de 2019

Yo soy el que dice yo

Distingamos entre el sujeto de la enunciación y lo que se enuncia en la enunciación (en cualquier enunciación). Si digo, por ejemplo, “casa”, el sujeto de la enunciación soy yo, el que dice “casa”, y lo enunciado es el nombre del objeto al que llamamos casa. Sin embargo, cuando me preguntan y respondo “yo”, la expresión “yo” dice al mismo tiempo el nombre del sujeto de la enunciación (el yo empírico que enuncia) y el propio enunciado (el “yo” con el que nombro al objeto al que llamo “yo”). Cuando yo digo “yo”, estoy dos veces mencionado en la misma palabra: yo, el enunciador; y yo, lo enunciado.

La palabra “yo” nombra y hace presente lingüísticamente al enunciador, al mismo tiempo que lo oculta, pues lo dicho queda dicho solamente en la palabra “yo”: el decir señala en este caso al decidor, pero, al no necesitar el decir más sustento que su propio decir, también lo oculta (lo dice y lo calla, lo dice y lo hace callar), y aquello que sea a lo que llamamos yo, con todo su inmensa complejidad, ya sólo queda recogido metonímicamente en la voz “yo” (etimológicamente, la palabra “yo” deriva de una antigua forma adverbial indoeuropea, cuyo significado sugiere el “aquí” o el “desde aquí”; por esto, la voz “yo” es metonímica, pues toma el lugar donde está el ente señalado, por el ente completo que está en ese lugar, es decir, que toma la parte por el todo).

La palabra “yo” no tiene más referente que a sí misma, un desde aquí rotundo dicho desde aquí, desde donde se origina todo enunciado y toda acción del yo empírico. El yo empírico, sin embargo, no tiene más forma de venir a presencia que siendo dicho por la voz “yo”. Al contrario que en la tríada clásica del signo, el referente del ente empírico es ahora el ente semántico, y no hay más “yo” que el que se afirma cuando se dice “yo”. El yo empírico es la imaginación del yo semántico; o, de otro modo, el yo semántico es la condición lingüística que hace posible la imaginación del yo empírico como unidad óntica. Por estas razones, el yo enunciador ocupa una posición muy peculiar dentro del lenguaje, él es el origen de toda enunciación, pero no puede ser dicho ni pensado, no puede venir al ser más que a través de su enunciación. El enunciador que se enuncia, dos conceptos comprimidos paradójicamente en una sola voz, de la que es imposible desgajar referencia, significado y significante, pues todos son lo mismo (¿quién ha hablado? – yo, el referente; ¿qué has dicho? – yo, el significante; ¿qué significa lo que has dicho? – yo, el significado).

En la tradición del idealismo alemán, es el ente ontoontológico (Hegel), el ente cuyo ser es afirmar su ser, pues no tiene más ser que afirmándose a sí mismo. Para ser, tiene que afirmarse, decirse, ponerse a sí mismo ante sí mismo.

Por eso, el yo (el sujeto, el agente libre que asume la responsabilidad y el cuidado de sí) no es un asunto empírico que anteceda al lenguaje, sino un argumento lógico, una posición lógica (la posición de sujeto) que cada uno debe darse a sí mismo (Fichte) para individualizarse en la forma del “yo” que dice o que hace. Por eso, la primera tarea del pensamiento en el racionalismo idealista postcartesiano es que el pensador se piense a sí mismo, y se afirme poniéndose bajo el concepto de “yo” que él mismo se dé. En la práctica de nuestra vida cotidiana, si es que queremos vivirla bajo la égida racional de los conceptos, se trata de que la persona se afirme ante los demás asumiendo la posición de sujeto, en primera persona, afirmándose mediante el simple enunciado que dice “yo”, distinguiéndose así de los demás, de todo lo otro; y, desde aquí (desde yo), comenzar su andadura pensante, libre y distante para la acción responsable.



viernes, 8 de febrero de 2019

Marginalia post

Estamos llegando tarde a nuestro futuro. Desde que las gentes del Occidente se desviven por reinventarse, por innovar, por hacer del ingenio el valor de lo genuino en el ser humano, lo porvenir no deja de llegarnos en golpes, a veces en oleadas, y siempre nos pilla a contrapié, desavisados. Lo nuevo se instala entre nosotros imprevisto, y seguimos en nuestras vidas repetidas sin darnos cuenta de cómo nuestros espacios vitales o mentales, nuestro mundo y sus símbolos, se pueblan de objetos desconocidos que vienen a nuestro encuentro, sin que, las más de las veces, nos encontremos con ellos. Pasamos y morimos, en pequeñas dosis o definitivamente, pensando en lo que vendrá, anhelándolo o temiéndolo, siempre enfrascados en lo que ha de llegar, en lo que andamos esperando, porque toda nuestra tarea es prepararnos siempre para lo que venga después, aquello que perseguimos, nuestro objetivo, lo proyectado. Tan pendientes de nuestro futuro, de lo que habrá sido, cuando sea, que no vemos lo que ya es sido, lo que está siendo, lo siente vivo que nos llega, que adviene hasta nosotros, toca en nuestra puerta, se instala entre nosotros, y va dejando el poso de lo vivo, la huella de lo que es. En nuestro acelerado tiempo, es común afirmar que el futuro ya está aquí, pero esta es una frase del pasado.

Y ya cuando miramos al mundo, sin nuestros anteojos existenciales, sólo vemos la letra muerta de las hojas caídas, del tiempo huido, de las ruinas arrasadas y melancólicas, allí donde estuvimos sin darnos cuenta, donde ya no podremos estar cuando nos demos cuenta. Y así estamos ciegos para lo que nos rodea, para lo vivo que aún no ha terminado de llegar, que aún no tiene forma para ser dicho y recordado, lo bello de las cosas que están viniendo al ser desde la idea, y aún no han llegado a la muerte en el concepto. Pero, si hay algo vivo que mirar, si hay algo en nosotros y nuestros pequeños mundos a lo que llamar vida, es eso, lo que aún no apreciamos porque no sabemos mirarlo, porque no se deja mirar con los ojos familiares, y exige de nosotros una atención diferente, una mirada serena hacia ningún sitio, lejos de la búsqueda, ingenua, abierta hacia el encuentro.

Este es el territorio de los márgenes. Gran parte del siglo XX lo ha pretendido, muchos continúan intentando llegar a él, sin aprenderlo, inapropiable, inaprehensible, lo impresentable que se presenta. Lo llaman con distintos nombres, pero todo es nada, vanitas, hueco, negrura barroca y luminosa que rodea la imagen y se extiende al fondo. El margen es el lugar que nadie sabe mirar, lo que hay más allá de todo, la promesa de lo que ha de venir, de acceder, de acontecer. Tiempo de adviento, de aventura, muchos aún soñamos, siglo XXI, con quedar al margen, en el armónico silencio que nadie escucha, en lo sublime rotundo que sólo puede ser intuido, que sólo se presta, secreto, al sueño y al delirio, y exige de nosotros el éxtasis, el abandono de uno mismo, de todo tiempo y de todo mundo, para llegar a ser, para llegar al Ser que nos ha sido prometido.

No hay teoría sino en la práctica, no hay vida sino en lo que está por nacer, no hay verdad sino en lo que aún debe desvelarse, no hay ser humano sino en el riesgo de no llegar, aunque los muertos nos inspiren un respeto trágico y una infinita ternura. Frente a la condena de estar vivos en un mundo repetido, homogéneo, presente que pasa, la huida silenciosa, sin marco, sin recuerdos, sin discursos, sin cuentos, para que podamos celebrar la vida, existirnos en ella, y así volver, una y otra vez, a la cuna de nuestros padres, a ser historia de nuevo, más allá de lo que vino después, en los márgenes de lo que está llegando, a solas frente al mundo que amanece, aurora más allá de lo postrero, marginalia sin lector, testigo único.

Es necesario que no entendamos. Este es el inicio.