viernes, 24 de abril de 2020

Las trece virtudes de Benjamín Franklin


Escribo su nombre con acento porque siempre lo dijimos así. Nosotros, los españoles del Mediterráneo, somos más familiares a este nombre que los pueblos del Norte, a quienes admiramos. Nosotros tenemos nuestra propia familiaridad con los así llamados, como con las gentes que dieron este nombre.

Escohotado, persona de la que no dejo de aprender lecciones de humildad, recomienda emplear tu tiempo en seguir tu curiosidad, en explorar aquello por lo que te preguntas, sin detenerte nunca. Llevado de su ejemplo, esta noche me preguntaba por los padres de la nación norteamericana, la que se dio a sí misma un nombre tan prosaico, y a la vez tan abierto a buscar su verdadero nombre echándose a andar. Empecé por Franklin algo por capricho, quizá también por otro tipo de familiaridad, esta, infantil. A Wikipedia, que es una joya sin precio, un regalo para la Humanidad, le debo haber tenido una breve noticia de su biografía, cuyo interés radica más en el personaje que se hizo con ella; pero, sobre todo, este sabroso listado de virtudes, tan llenas de valor como bien pronunciadas, con las palabras justas, tanto en inglés como en su traducción española. (Leo que su biografía fue traducida por primera vez por León Felipe, poeta muy estimado, y mi asombro es doble.)

Lo que me resulta más admirable de estas trece virtudes, sin embargo, es que fueran dichas para sí mismo, y no para los demás. Que no fueron pensadas para exigirlas de nadie más que de sí mismo. Quizá por coherencia con su ambiente puritano, se impuso con veinte años la tarea de practicar una de ellas cada semana, escribiendo el resultado sobre un papel, y así lo hizo durante toda su vida para tratar de ser mejor persona.  Yo lo entendí hace no mucho tiempo. No se trata de cambiar el mundo de los demás, déjales entre sus cosas; se trata de cambiar tu mundo, en tu tarea a solas, en la que tienes que ser. Si trabajas para que tu mundo sea mejor, no hay más que puedas exigirte.

Hay un erudito chino de nuestro siglo XVI, Liao Fan (了凡), que también anotaba diariamente las veces que era, o no, virtuoso. Pensaba que el hombre que consigue ser virtuoso cierto número exigente de veces, alcanzaba la posibilidad de liberarse de su propio destino. Yo no soy una persona virtuosa, aunque en muchas ocasiones he pretendido serlo. No voy a exigirme otra cosa que la que ya me exijo, seguir siendo. Pero creo que merece la pena traer las trece virtudes del señor Benjamín Franklin, para que, una vez conocidas, no las dejemos caer en el olvido.

  1. Templanza: no comas hasta el hastío; nunca bebas hasta la exaltación.
  2. Silencio: habla solo lo que pueda beneficiar a otros o a ti mismo; evita las conversaciones insignificantes.
  3. Orden: que todas tus cosas tengan su sitio; que todos tus asuntos tengan su momento.
  4. Determinación: resuélvete a realizar lo que deberías hacer; realiza sin fallas lo que resolviste.
  5. Frugalidad: gasta solo en lo que traiga un bien para otros o para ti. Ej.: no desperdicies nada.
  6. Diligencia: no pierdas tiempo; ocúpate siempre en algo útil; corta todas las acciones innecesarias.
  7. Sinceridad: no uses engaños que puedan lastimar, piensa inocente y justamente, y, si hablas, habla en concordancia.
  8. Justicia: no lastimes a nadie con injurias u omitiendo entregar los beneficios que son tu deber.
  9. Moderación: evita los extremos; abstente de injurias por resentimiento tanto como creas que las merecen.
  10. Limpieza: no toleres la falta de limpieza en el cuerpo, vestido o habitación.
  11. Tranquilidad: no te molestes por nimiedades o por accidentes comunes o inevitables.
  12. Castidad: frecuenta raramente el placer sexual; solo hazlo por salud o descendencia, nunca por hastío, debilidad o para injuriar la paz o reputación propia o de otra persona.
  13. Humildad: imita a Jesús y a Sócrates.


viernes, 17 de abril de 2020

Ars civilizatoria

Someramente, estas podrían ser las clases de personas, según se enfrentan y resuelven sus problemas de este mundo.

Primero están los que han habido desde siempre, y no hemos dejado de haber, que algo de ellos todos conservamos. Son los que, cuando la máquina no funciona, le meten cuatro viajes y dos voces, o sea, la zarandean con denuedo y le chillan como a persona, por ver si reacciona, de tanto hartazgo que le tienen. Y en eso la máquina, más bien cacharro, echa cumplidamente a andar, y tanto nos alegramos como después nos vuelve la inquina cuando deja de funcionar, que siempre ocurre, y así nos entretenemos con ella hasta que dice, amigo, hasta aquí hemos llegado, y calla para siempre, sic transit gloria mundi. Y este es nuestro modo más antiguo de habernos con las dificultades, y que no nos tosan mientras estamos en la disputa personal contra la máquina, que para algo es nuestra, y si no nos hace caso, anda y que la zurzan, o que reviente jodiendo a otro, que para dolores de muelas, me basta mi boca, y no han de venirme máquinas, ni amos, ni tontos, a revolverme el ánimo, que ya lo tenía yo tan bien calmado. Y ya los listos y los inteligentes, y los manieristas de las buenas manieras vendrán a burlarse y decirme, mírate borrico, adónde llegas, como si ellos en su casas no se apañaran a guantazos, y sobre todo en las casas de los demás, que para odiar y escupir su mala baba están siempre prontos, y el que no lo vea, borrico sea, que sólo hay que mencionar el cuchillo de palo fascista en casa del herrero comunista, y veredes cómo les hierve la sangre en la mirada. Allá fueres, sin corazón te vieres, que en esta casa no nos faltan velas para enterrar a los nuestros.

Luego están los civilizados, que nos vienen desde el refinado neolítico, vestidos con togas y broches de metal de hoja de lata, caminando muy dignos al ágora, donde agora nos vemos y parlamos, o parloteamos, porque el ágora es también mentidero de los chismes, los dimes y los diretes. Estos son más de resolver sus problemas conversando, y eligen entre ellos al que mejor conversa para darle premios y laurel con que adornar su frente, si no la traía ya adornada de casa, porque tanto se moderan, tosen circunspectos, inician retruécanos retóricos por donde no habrán de salir ni ellos, y a ver nosotros, como después esputan sobre el meteco, sobre el apestado, sobre todo aquel que les trae el infortunio a sus placenteras y disquisicionales vidas. Oh, admiración de las épocas, también yo quisiera disputar en la asamblea de los sabios, pero sabios hay muy pocos, y están mejor bajo un puente, en su barril, aprovechando el sol de sus días, que al fin será poco. Vendrá don Aristóteles a echarles las cuentas de los juicios, categoreín de los agoreínes, de los que agorean sus augurios, cuando al maestro de su maestro le bastó quedarse callado para que aún sigamos sin entender que hay que llegar a viejo para no saber nada. En nuestros días, estos civilizados reclaman ágora, para juntarse en ella los que pueden juntarse, porque siempre hay un otro, que no es uno, sino legión, a quien se le hurta la voz, la presencia, la visibilidad, la legis para decir yo también quiero decir. Pues tú no, chavalote, que para diferentes, ya nos bastamos nosotros, los iguales, que tenemos tanto que decirnos, tanto que aplaudirnos y laurearnos, siempre con moderación, por supuesto, siempre con la mano en la toga, por supuesto, siempre con el broche brillante de hoja de lata bien lucido, para que se note bien que es de hoja de lata, porque el oro de la inteligencia no es aquí bienvenido, que al que destaca, estaca, y al que protesta, en la testa. Y después tosamos, hermanos, y discutamos, sin venir a las manos, y argumentemos, memos, que si el mundo falla, calla, que no va con nosotros, que son los otros, y ya tenemos cárcel, cicuta y ostracismo para decir lo mismo: ergo nosotros, el Pueblo de los nosotros, y resolvamos ya, parletres, que el tiempo apremia y por dónde íbamos.

Más allá de los civilizados, aún tenemos a los bizantinos, culmen de cúlmenes, supracivilizados, sutiles donde los haya, capaces de llevar la discusión hasta lo imposible interminable del sexo de los ángeles, distinguiendo incluso si serafines o querubines. De Bizancio nos vinieron, y sus nietos echaron raíces y llegaron lejos en Florencia, en el Véneto y, en general, en los muchos lugares de la Lombardía. Son los maquiavelos, los médicis, los sforzas, los que ya no reparan en razones, sino que han entendido que esto no es cuestión de arreglar máquinas, ni de argumentar para llegar a consensos que a todos nos convenzan, sino de torcer voluntades, de engañar y engañarse, de partidas de ajedrez a siete jugadas vista, cuando el gobernante piensa que el otro estará pensando ya en lo que él piensa, y aún en lo que piensa un tercero y un cuarto, que siempre son muchos los sutiles, y así hay que anticiparse, poner trampas y argucias que pillen en renuncio al otro en la cuarta o en la quinta jugada, cuando ya se hallen descampados y no prevenidos. Y toda esta inteligencia, que es sin duda mucha, al servicio de un solo fin, el poder, seguir en el poder, conservar el poder para los nuestros, y negar el poder a los demás, porque todo se resuelve en que si no mando yo, otro lo hará, y si yo no me anticipo, otro lo hará, y si yo no asesino, otro lo hará, porque siempre hay un otro, o varios, sutiles y venecianos, con el veneno presto para ser derramado en un oído (¡Dios mío, en un oído, cómo se puede alcanzar tanto refinamiento!), con el estilete que no deja señal, con el discurso que convence al tonto útil de turno, o al listo que convence al tonto segundo, y este a un tonto tercero, para que el más tonto de todos, el de la cola, se descubra imbécil con el estilete en la mano. Estos, que tanto ingenio derrochan, estos, que inventaron el Renacimiento, que vieron nacerles leonardos, albertis y miquelángelos, estos, tan finos que sus pedos causan deleite, de tan sutil el olor y tan armónico el sonido, estos son nuestros gobernantes. Mientras los brutos de vamos a las bravas, que son los más honorables, guste o no; mientras los agoreros del ágora discuten y compiten por ver quién lleva razón, y con ellos quisiéramos estar, no lo duden; mientras, estos, los venecianos, se llevan el gato del poder al agua, nos mangonean, nos conducen a los pastos de otoño y primavera, nos venden la burra gitana que semeja yegua de Jerez, pero viene con las alforjas vacías; estos, los maquiavelos de los altos salones, son los que ustedes votan para que les gobiernen, los aprendices del juego de tronos, que a veces se doctoran en goebbles y en mengele, y ahí nos toca sufrirles, morir por ellos, callar por ellos, matar por ellos. Los más admirables, sin duda alguna.

En fin, después sólo nos queda Nietszche, el de la inversión de valores, el que se dio cuenta de que las civilizaciones estaban agotadas, que todo era ya ruido de esclavos sedientos de amo, y sutilezas de amo sediento de esclavos. El de la nueva aurora, el de la ciencia gaya, el del superhombre que habrá de venir, y no seremos nosotros, los hombres, sino el que nos sobrepasa por la derecha. Si el tiempo no es más seguro que una pompa de jabón, si el instante del águila y la serpiente es el único manto que nos guarda, ya sólo quedamos los anacoretas, los estetas, los hartos de todo hartazgo, los que ya no sabemos hacia dónde mirar que no sea campo de soledad, mustio collado. El tiempo terminó, amigo, ha llegado el nuevo tiempo, ahora sólo tenemos carteles luminosos, pirámides brillantes de Las Vegas, bots y bitcoins, intangibles, poemas que se olvidan susurrados en el viento, hombres libro alucinados en un bosque después de la lluvia ácida, y ratas, muchas ratas, legiones de roedores mordiéndonos los tobillos, dejándonos en la piel y en la sangre sus virus y bacterias, que no son animales nobles, como el perro, como el humano, que te miran a los ojos cuando tienen miedo, sino piedras con vida, minúsculas, inmisericordes, cuyo sólo afán es reproducirse hasta matar al huésped, de cuya existencia nunca sabrán, ni mierda que les importa.

Y en este paraíso de soledad civilizatoria, yo sigo escondido en mi cueva, cantando, mirando al sol cara a cara, huyendo de los hombres y de las ratas, desconfiado, huraño, infeliz, loco desquiciado, escribiendo fragmentos de ira que nadie atenderá, que no serán leídos, que no irán a ningún sitio más allá de mis manos, pues ya no hay sitios adonde ir. Este es el mundo, amigo, sueño, fermento y sueño. Si estás como yo, rebuscando entre rastrojos, cantando sin público al fondo de una cueva, cuídate mucho, no salgas, no te expongas, no alces la voz, que no sepan de tu existencia los brutos, los civilizados, los bizantinos, o verás otra vez cómo el brillo voraz de sus ojos, sus dientes afilados deseosos de esclavos, de metecos, de cacharros a los que golpear porque nunca funcionan como ellos quieren. Deja el mundo, amigo, que el mundo sólo te quiere para sus luchas fratricidas. Conserva la dignidad y el respeto por ti mismo, conserva la elegancia, la humanidad, la sencillez, la verdad mientras vives y mueres solo, como sólo puede vivir y morir un hombre que se tenga por tal.


Caravaggio
San Jerónimo escribiendo, 1605

jueves, 2 de abril de 2020

La actitud como cualidad del acto (y III)

Tanto la breve discusión semántica de las etimologías como el comentario crítico frente al modo en que tradicionalmente se entiende el concepto, sólo han permitido apuntar la idea de actitud que aquí queremos defender. Con ánimo de aclararla sin distraernos con otras consideraciones, trataremos ahora de ilustrarla con un ejemplo sencillo.

Pensemos en primer lugar en la anticipación de lo que haya de suceder. Preguntamos, por ejemplo, al gobernante de una ciudadela cuál es su actitud ante un peligro que se avecina inminente. Quizá nos responda que su actitud es cautelosa. Dicho así, en el vacío de la mera expresión retórica, nada nos dice, podría haber dicho cualquier otra cosa, y no tendríamos formar de comprender en concreto de qué nos está hablando. Incluso ha organizado una recepción para la noche, en la que se espera cierta pompa y una elevada presencia. ¿Dónde está entonces su cautela?, nos preguntamos. Viendo la inquietud en nuestras caras, él mismo nos tranquiliza: he ordenado reforzar los equipos de vigilancia con nuevos recursos, organizando turnos continuos de hombres preparados para una respuesta rápida en cualquier momento; además, he ordenado proveer las despensas y el dispensario de alimentos, agua y materiales médicos, etc., y todo ello con el fin de que, en caso de que la amenaza realmente nos aseste un duro golpe de partida, estemos preparados para que los daños iniciales sean los mínimos posibles. Si ha organizado una recepción, es porque quiere ser cauto sin generar un alarmismo que pudiera volverse en contra nuestra. Entendemos ahora en qué consiste su cautela, y por qué sus decisiones merecen tal calificación. Imaginemos de manera alternativa que su actitud inicial hubiera sido beligerante, y que, en consecuencia, nos hablara de cómo habría enviado emisarios para conocer de primera mano la gravedad del peligro que se llega, con orden de buscar alianzas para detenerlo antes de que nos alcance, incluso al extremo de cambiar las tornas, y que sea nuestra respuesta lo que resulte ahora amenazante para lo que antes nos hacía temer. Veríamos aquí apropiado juzgar sus decisiones, y las acciones decididas, como beligerantes. No sigo. Vemos en ambos casos que la actitud es una calificación o juicio valorativo que emitimos sobre el comportamiento concreto realizado. Incluso en la anticipación de lo por venir, son las medidas específicas que tomamos antes de que llegue lo que merece el juicio actitudinal. En ningún diríamos que la actitud anticipa o predice (decir antes de que se diga, hacer antes de que se haga) lo que después haremos, sino, en todos los casos, única y exclusivamente lo que ya estamos haciendo.

Pongámonos ahora en el presente. Ya no hay tiempo para la anticipación, la ciudadela está siendo sitiada, y nos enfrentamos ya con lo que entonces presumíamos peligroso. Y ahora, nuestro gobernante se comporta con arresto, y, situado en su puesto de mando, dirige, ordena, reorganiza, defiende y, en definitiva, lucha con actitud denodada. En cada una de sus acciones, comprobamos su arrojo y su firmeza, y en ningún caso nos atreveríamos a decir que vemos en él muestras de una actitud temerosa o pacata, sino todo lo contrario. Tanto que, viendo que el peligro arrecia, y que no disponemos de las fuerzas necesarias para rechazarlo, nuestro gobernante asume por fin una actitud intransigente, y a cualquier sugerencia de sus consejeros y amigos de que rinda la plaza, se enfada, nos arenga y sigue disponiendo de los recursos últimos para sostener la posición contra viento y marea. No sigo. En fin, que en ningún caso, las actitudes que muestra tener nos hablan de su comportamiento futuro, cuando acabe la lucha y se enfrente a las consecuencias en el día después. Todas se refieren a acciones concretas que todos podemos apreciar y valorar objetivamente, y que, en efectivo, merecen las calificaciones que hemos venido dando de ellas.

Finalmente, tras la derrota, nuestro gobernante se ve exigido de presentar informes que justifiquen la situación resultante. Rememorando lo ocurrido, y consciente de que no se le pueden achacar críticas que deshonren su actuación, nos relatará lo sucedido, las decisiones tomadas y las acciones realizadas ante la marcha terrible de los acontecimientos, y volverá a decirnos que actuó inicialmente con cautela, después con beligerancia, y por último con intransigencia ante los que le pedían abandonar la lucha. Y quizá, viéndose ahora cuestionado, veamos en sus respuestas muestras de una actitud soberbia y orgullosa, o quizá, dolido por el desastre que no pudo evitar, a pesar de los ingentes esfuerzos, pida ahora disculpas, con actitud sincera y humilde, a los que han sufrido a su lado y ahora lloran. No sigo. En fin, en el fin de los fines de esta torpe novelita militar, insistamos en que, en todas las ocasiones, cuando hablamos de actitud, la estamos refiriendo siempre a comportamientos y acciones concretas, entendiendo que también las decisiones, los pensamientos, los pronunciamientos verbales (lo dicho en cada momento), son todas ellas acciones concretas que pueden ser enjuiciadas atendiendo a sus cualidades, a su coloración adjetiva, al modo en que se emprendieron de manera característica y peculiar cada una de ellas.

Este es el concepto de actitud que aquí defiendo, dicho en palabras sencillas con un ejemplo mundano. Nada que ver con las encuestas de opinión, las prospectivas de voto, las campañas de influencia (cambio de actitudes, le dicen, a lo que otros llaman propaganda o marketing), en las que el gobernante, o quien fuere que tenga que tomar decisiones que afecten a los demás, o que nos afecten a todos, se pertrecha y se parapeta en la opinión simplificada, para actuar con demagogia y salir bien parado, sea cual sea la marcha de los acontecimientos. El comportamiento de nuestra clase política es una buena muestra de esta curiosa y perversa manera de gobernar. No son estos los gobernantes en los que yo confiaría, ni daría pábulo alguno a los asesores que para ellos preparan (en lenguaje crítico, cocinan) estos aparatosos estudios de opinión o de actitudes. Allá ellos, poco me interesan mientras no se conviertan en nuestros tiranos. Cada cual en el gobierno de su propia vida, que decida y que actúe, y ya juzgaremos si nuestras actitudes fueron o no las que hubieron debido ser. De otro modo, que no me importa, volviendo al bueno de Sancho, lo que unos y otros digan de lo que harán, incluso lo que digan de lo que hacen, sino que sólo me importa lo que hacen, y no les juzgaré por más cuestión que por esta. Lo mismo debo, en consecuencia, pedir y aceptar para mí de los demás.



miércoles, 1 de abril de 2020

La actitud como cualidad del acto (II)

La preocupación de los colegas de las ciencias sociales, cuando acuden al concepto de actitud, es la predicción de la conducta. Aunque la historia de los estudios que sus antecesores han realizado al respecto debiera llevar a desengañarles del intento, no cejan de él, sino que lo conservan veladamente tras el objetivo de la explicación causal del comportamiento. Traducido a un lenguaje común, esto significa que andan siempre buscando cuáles puedan ser los antecedentes, de orden psíquico o social (como si ambos órdenes fueran distintos, y no dos caras de la misma moneda), que nos permitirían adivinar, a grandes rasgos, cuáles serán las tendencias de comportamiento de una masa de individuos específicos. El sueño del ingeniero social aún no ha terminado, y se intuye con facilidad que el marketing comercial y el marketing político sean los más interesados en disponer de este conocimiento. No importa, demos por buena la buena intención científica del explicar para comprender, y no para controlar, aunque nos guardemos siempre la carta de sospechar de tan buenas intenciones y de tan ingenuos aprendices de doblepensador. Lo que se nos antoja inaceptable de esta pretensión es la extraña idea de que el comportamiento pueda estar determinado antes de suceder, es decir, que se le nieguen al individuo los márgenes de libertad para decidir sobre la marcha cuál haya de ser su comportamiento, en función del desarrollo de las situaciones y de cómo estas comprometan su vida y sus intereses. No nos parece que esta suerte de mecanicismo ramplón, tan querido a las ciencias humanas que se quieren naturales, y que apreciamos tanto en las explicaciones de orden biográfico (uno es según su historia personal o cultural) como biológico (uno es según sus cadenas proteicas o sus conexiones neuroquímicas), pueda ser sostenido sin más, sin que notemos que se le hurta al individuo la libertad de acción, la posibilidad de reflexión continua, la consciencia, la inteligencia para comprender y decidir, y la capacidad ética de preguntarse en todo momento cuál haya de ser su comportamiento, para obrar en consecuencia. Se renueva el dictum de Fichte: debemos elegir entre libertad o ciencia, pues la ciencia oficial se quiere por definición determinista, y me temo que no cabe un concepto de libertad personal bajo una forma de comprensión determinista del ser humano.

Volvamos al concepto de actitud. Se plantea entonces que la predicción o explicación del comportamiento venga acaso de una triple consideración: lo que la persona piensa ante determinada situación por venir, los afectos que esta anticipación despierta en ella, y los comportamientos que, en principio, ella misma piensa que realizará llegado el caso. Evidentemente, no vemos por ningún sitio el concepto de actitud que aquí hemos propuesto, y no lo vemos por dos razones: la principal, porque el comportamiento aún no está sucediendo en presente de indicativo y, por lo tanto, no hay motivo para hablar sobre la coloración cualitativa con que la persona lo estará realizando; y una secundaria, porque nuestros propios colegas reducen la actitud a una consideración mínima, a saber, la orientación “emocional” difusa [i] que la combinación aritmética (sí, aritmética, pues para ellos se averigua echando las cuentas de las matrices de la varianza estadística) dará como resultado en la anticipación que el propio individuo realiza de su futuro comportamiento. De este modo, la actitud queda reducida a su expresión mínima: positivo o negativo, Barcelona o Real Madrid, derechas o izquierdas, aceptación o rechazo, bueno o malo, bendiciendo científicamente la simplificada toma de posición que tanto nos espanta comprobar cuando nuestros conciudadanos filtran toda información, toda decisión y todo juicio mediante un simple rasero binario: conmigo o contra mí, sin matices, sin concesiones, sin pensamiento, con torpeza ignorante y evidente mala fe. Pero, incluso si diéramos por bueno el valor conceptual de esta idea de actitud traída a menos, apreciamos que la coloración cualitativa del comportamiento, reducida a la simpleza del positivo o negativo, deja de lado la inmensa cantidad de matices que el idioma nos brinda en los muchos adjetivos (“…se dirigió con una actitud sana, lógica, estúpida, valerosa…”), los participios de pasado y de presente (“…con actitud alocada, afectada, pausada, acelerada…, valiente, intransigente, constante, inteligente…”), e incluso las variadísimas opciones de las formas de relativo (“…con actitud que despierta admiración, que nos eleva, que nos extraña…”). Díganme, siendo serios, dónde queda lo positivo y lo negativo en este inmenso repositorio de adjetivaciones posibles para cualificar el comportamiento, si no es en la torpe simplificación del lenguaje iletrado de la calle, que desconoce los tantos matices, o, al menos con una cierta sutileza conceptual, en la clásica posición de William James, que requiere que, más allá de esta inicial y difusa sensación interna de euforia o desasosiego, quede en manos de la propia persona el interpretar sus sensaciones, acorde con la situación y la marcha racional de sus proyectos de acción, para dar color a sus reacciones literalmente viscerales, y alcanzar con ello el verdadero carácter personal y culto de la experiencia emocional.

En fin, que, para nuestros colegas, la actitud vendría a ser esta suerte de intermediario difuso y simplificado que quedaría situado entre el cómputo de la historia personal antecedente y la previsión del comportamiento futuro. Con ello, se desaparece por completo el matiz cualitativo del comportamiento efectivo, lo que aquí estoy llamando actitud con mayor propiedad semántica. Cerrando el círculo de la mecanización iletrada, el comportamiento quedaría como un frío desencadenarse de una acción que no tiene meta, sino antecedente; que no tiene matices, sino componentes; que no tiene distingos, sino similitudes rutinarias. Así, por ejemplo, diríamos que los variados individuos comerán los mismo cereales por la mañana, o votarán idéntica opción política, sin distinguir, en términos de actitud, que uno los comerá con desgana, y el otro con deleite, que uno los comerá preocupado por su salud, y el otro ansioso por terminar y marcharse; o que todo voto será el mismo voto, todos fascistas, todos comunistas, sin considerar que uno votará denunciando el statu quo, otro paranoico de sus enemigos imaginarios (o no), otro por hartazgo, y otro quizá porque le obliguen. Todos los adjetivos se reducen a dos, al binarismo pueril del me gusta-no me gusta (like, dislike, como de red social con caritas, pero sólo dos), y toda la ciencia de los estudios actitudinales se reduce al final a tratar de predecir lo único que parece importar al ingeniero social que todos llevamos dentro, vota o no vota, compra o no compra, acepta o se rebela, deseosos de cambiar el mundo, de “cambiar actitudes”, sin que importe lo que las personas tengan que proponer, que crear, que matizar, que aportar, más allá de la simple aceptación o el simple rechazo, ejercicio de ingeniería que, no sé lo que ustedes pensarán de él, para mí sólo es establecer con firmeza científica la sumisión del individuo a los dictados de todos estos maquiavelos de pacotilla, predictores de tendencias, analistas de la masa despersonalizada, asesores desavisados de pequeños y terribles dictadores en potencia.

Dirán que exagero, y no me importa. Esto, amén de una reflexión conceptual, también es un ejercicio retórico para llamar la atención sobre lo que a mí, personalmente, no me convence en absoluto, y me parece por demás equivocado. Si son ustedes capaces de disculpar mis efusiones retóricas, quédense con esta cuestión, que entiendo ser la crucial: que no se trata de saber cuál es, o será, la actitud ante lo que vendrá, sino de comprender y convivir con la multiplicidad de actitudes y pareceres que ya están aquí.


[i] No quiero interrumpir tanto la redacción del texto. Donde dicen “emocional”, otras veces usan “evaluativa/valorativa” o “afectiva”, como si estos términos fueran sinónimos, y no conceptos perfectamente distinguibles, con lo que no se sabe muy bien qué están proponiendo, salvo la cuestión binaria y genérica de la aceptación o el rechazo, que a continuación se trata.