viernes, 17 de abril de 2020

Ars civilizatoria

Someramente, estas podrían ser las clases de personas, según se enfrentan y resuelven sus problemas de este mundo.

Primero están los que han habido desde siempre, y no hemos dejado de haber, que algo de ellos todos conservamos. Son los que, cuando la máquina no funciona, le meten cuatro viajes y dos voces, o sea, la zarandean con denuedo y le chillan como a persona, por ver si reacciona, de tanto hartazgo que le tienen. Y en eso la máquina, más bien cacharro, echa cumplidamente a andar, y tanto nos alegramos como después nos vuelve la inquina cuando deja de funcionar, que siempre ocurre, y así nos entretenemos con ella hasta que dice, amigo, hasta aquí hemos llegado, y calla para siempre, sic transit gloria mundi. Y este es nuestro modo más antiguo de habernos con las dificultades, y que no nos tosan mientras estamos en la disputa personal contra la máquina, que para algo es nuestra, y si no nos hace caso, anda y que la zurzan, o que reviente jodiendo a otro, que para dolores de muelas, me basta mi boca, y no han de venirme máquinas, ni amos, ni tontos, a revolverme el ánimo, que ya lo tenía yo tan bien calmado. Y ya los listos y los inteligentes, y los manieristas de las buenas manieras vendrán a burlarse y decirme, mírate borrico, adónde llegas, como si ellos en su casas no se apañaran a guantazos, y sobre todo en las casas de los demás, que para odiar y escupir su mala baba están siempre prontos, y el que no lo vea, borrico sea, que sólo hay que mencionar el cuchillo de palo fascista en casa del herrero comunista, y veredes cómo les hierve la sangre en la mirada. Allá fueres, sin corazón te vieres, que en esta casa no nos faltan velas para enterrar a los nuestros.

Luego están los civilizados, que nos vienen desde el refinado neolítico, vestidos con togas y broches de metal de hoja de lata, caminando muy dignos al ágora, donde agora nos vemos y parlamos, o parloteamos, porque el ágora es también mentidero de los chismes, los dimes y los diretes. Estos son más de resolver sus problemas conversando, y eligen entre ellos al que mejor conversa para darle premios y laurel con que adornar su frente, si no la traía ya adornada de casa, porque tanto se moderan, tosen circunspectos, inician retruécanos retóricos por donde no habrán de salir ni ellos, y a ver nosotros, como después esputan sobre el meteco, sobre el apestado, sobre todo aquel que les trae el infortunio a sus placenteras y disquisicionales vidas. Oh, admiración de las épocas, también yo quisiera disputar en la asamblea de los sabios, pero sabios hay muy pocos, y están mejor bajo un puente, en su barril, aprovechando el sol de sus días, que al fin será poco. Vendrá don Aristóteles a echarles las cuentas de los juicios, categoreín de los agoreínes, de los que agorean sus augurios, cuando al maestro de su maestro le bastó quedarse callado para que aún sigamos sin entender que hay que llegar a viejo para no saber nada. En nuestros días, estos civilizados reclaman ágora, para juntarse en ella los que pueden juntarse, porque siempre hay un otro, que no es uno, sino legión, a quien se le hurta la voz, la presencia, la visibilidad, la legis para decir yo también quiero decir. Pues tú no, chavalote, que para diferentes, ya nos bastamos nosotros, los iguales, que tenemos tanto que decirnos, tanto que aplaudirnos y laurearnos, siempre con moderación, por supuesto, siempre con la mano en la toga, por supuesto, siempre con el broche brillante de hoja de lata bien lucido, para que se note bien que es de hoja de lata, porque el oro de la inteligencia no es aquí bienvenido, que al que destaca, estaca, y al que protesta, en la testa. Y después tosamos, hermanos, y discutamos, sin venir a las manos, y argumentemos, memos, que si el mundo falla, calla, que no va con nosotros, que son los otros, y ya tenemos cárcel, cicuta y ostracismo para decir lo mismo: ergo nosotros, el Pueblo de los nosotros, y resolvamos ya, parletres, que el tiempo apremia y por dónde íbamos.

Más allá de los civilizados, aún tenemos a los bizantinos, culmen de cúlmenes, supracivilizados, sutiles donde los haya, capaces de llevar la discusión hasta lo imposible interminable del sexo de los ángeles, distinguiendo incluso si serafines o querubines. De Bizancio nos vinieron, y sus nietos echaron raíces y llegaron lejos en Florencia, en el Véneto y, en general, en los muchos lugares de la Lombardía. Son los maquiavelos, los médicis, los sforzas, los que ya no reparan en razones, sino que han entendido que esto no es cuestión de arreglar máquinas, ni de argumentar para llegar a consensos que a todos nos convenzan, sino de torcer voluntades, de engañar y engañarse, de partidas de ajedrez a siete jugadas vista, cuando el gobernante piensa que el otro estará pensando ya en lo que él piensa, y aún en lo que piensa un tercero y un cuarto, que siempre son muchos los sutiles, y así hay que anticiparse, poner trampas y argucias que pillen en renuncio al otro en la cuarta o en la quinta jugada, cuando ya se hallen descampados y no prevenidos. Y toda esta inteligencia, que es sin duda mucha, al servicio de un solo fin, el poder, seguir en el poder, conservar el poder para los nuestros, y negar el poder a los demás, porque todo se resuelve en que si no mando yo, otro lo hará, y si yo no me anticipo, otro lo hará, y si yo no asesino, otro lo hará, porque siempre hay un otro, o varios, sutiles y venecianos, con el veneno presto para ser derramado en un oído (¡Dios mío, en un oído, cómo se puede alcanzar tanto refinamiento!), con el estilete que no deja señal, con el discurso que convence al tonto útil de turno, o al listo que convence al tonto segundo, y este a un tonto tercero, para que el más tonto de todos, el de la cola, se descubra imbécil con el estilete en la mano. Estos, que tanto ingenio derrochan, estos, que inventaron el Renacimiento, que vieron nacerles leonardos, albertis y miquelángelos, estos, tan finos que sus pedos causan deleite, de tan sutil el olor y tan armónico el sonido, estos son nuestros gobernantes. Mientras los brutos de vamos a las bravas, que son los más honorables, guste o no; mientras los agoreros del ágora discuten y compiten por ver quién lleva razón, y con ellos quisiéramos estar, no lo duden; mientras, estos, los venecianos, se llevan el gato del poder al agua, nos mangonean, nos conducen a los pastos de otoño y primavera, nos venden la burra gitana que semeja yegua de Jerez, pero viene con las alforjas vacías; estos, los maquiavelos de los altos salones, son los que ustedes votan para que les gobiernen, los aprendices del juego de tronos, que a veces se doctoran en goebbles y en mengele, y ahí nos toca sufrirles, morir por ellos, callar por ellos, matar por ellos. Los más admirables, sin duda alguna.

En fin, después sólo nos queda Nietszche, el de la inversión de valores, el que se dio cuenta de que las civilizaciones estaban agotadas, que todo era ya ruido de esclavos sedientos de amo, y sutilezas de amo sediento de esclavos. El de la nueva aurora, el de la ciencia gaya, el del superhombre que habrá de venir, y no seremos nosotros, los hombres, sino el que nos sobrepasa por la derecha. Si el tiempo no es más seguro que una pompa de jabón, si el instante del águila y la serpiente es el único manto que nos guarda, ya sólo quedamos los anacoretas, los estetas, los hartos de todo hartazgo, los que ya no sabemos hacia dónde mirar que no sea campo de soledad, mustio collado. El tiempo terminó, amigo, ha llegado el nuevo tiempo, ahora sólo tenemos carteles luminosos, pirámides brillantes de Las Vegas, bots y bitcoins, intangibles, poemas que se olvidan susurrados en el viento, hombres libro alucinados en un bosque después de la lluvia ácida, y ratas, muchas ratas, legiones de roedores mordiéndonos los tobillos, dejándonos en la piel y en la sangre sus virus y bacterias, que no son animales nobles, como el perro, como el humano, que te miran a los ojos cuando tienen miedo, sino piedras con vida, minúsculas, inmisericordes, cuyo sólo afán es reproducirse hasta matar al huésped, de cuya existencia nunca sabrán, ni mierda que les importa.

Y en este paraíso de soledad civilizatoria, yo sigo escondido en mi cueva, cantando, mirando al sol cara a cara, huyendo de los hombres y de las ratas, desconfiado, huraño, infeliz, loco desquiciado, escribiendo fragmentos de ira que nadie atenderá, que no serán leídos, que no irán a ningún sitio más allá de mis manos, pues ya no hay sitios adonde ir. Este es el mundo, amigo, sueño, fermento y sueño. Si estás como yo, rebuscando entre rastrojos, cantando sin público al fondo de una cueva, cuídate mucho, no salgas, no te expongas, no alces la voz, que no sepan de tu existencia los brutos, los civilizados, los bizantinos, o verás otra vez cómo el brillo voraz de sus ojos, sus dientes afilados deseosos de esclavos, de metecos, de cacharros a los que golpear porque nunca funcionan como ellos quieren. Deja el mundo, amigo, que el mundo sólo te quiere para sus luchas fratricidas. Conserva la dignidad y el respeto por ti mismo, conserva la elegancia, la humanidad, la sencillez, la verdad mientras vives y mueres solo, como sólo puede vivir y morir un hombre que se tenga por tal.


Caravaggio
San Jerónimo escribiendo, 1605