Tanto la breve discusión semántica de las etimologías como
el comentario crítico frente al modo en que tradicionalmente se entiende el
concepto, sólo han permitido apuntar la idea de actitud que aquí queremos
defender. Con ánimo de aclararla sin distraernos con otras consideraciones,
trataremos ahora de ilustrarla con un ejemplo sencillo.
Pensemos en primer lugar en la anticipación de lo que haya
de suceder. Preguntamos, por ejemplo, al gobernante de una ciudadela cuál es su
actitud ante un peligro que se avecina inminente. Quizá nos responda que su
actitud es cautelosa. Dicho así, en el vacío de la mera expresión retórica,
nada nos dice, podría haber dicho cualquier otra cosa, y no tendríamos formar
de comprender en concreto de qué nos está hablando. Incluso ha organizado una
recepción para la noche, en la que se espera cierta pompa y una elevada
presencia. ¿Dónde está entonces su cautela?, nos preguntamos. Viendo la
inquietud en nuestras caras, él mismo nos tranquiliza: he ordenado reforzar los
equipos de vigilancia con nuevos recursos, organizando turnos continuos de
hombres preparados para una respuesta rápida en cualquier momento; además, he
ordenado proveer las despensas y el dispensario de alimentos, agua y materiales
médicos, etc., y todo ello con el fin de que, en caso de que la amenaza
realmente nos aseste un duro golpe de partida, estemos preparados para que los daños
iniciales sean los mínimos posibles. Si ha organizado una recepción, es porque
quiere ser cauto sin generar un alarmismo que pudiera volverse en contra
nuestra. Entendemos ahora en qué consiste su cautela, y por qué sus decisiones
merecen tal calificación. Imaginemos de manera alternativa que su actitud inicial
hubiera sido beligerante, y que, en consecuencia, nos hablara de cómo habría
enviado emisarios para conocer de primera mano la gravedad del peligro que se
llega, con orden de buscar alianzas para detenerlo antes de que nos alcance,
incluso al extremo de cambiar las tornas, y que sea nuestra respuesta lo que
resulte ahora amenazante para lo que antes nos hacía temer. Veríamos aquí
apropiado juzgar sus decisiones, y las acciones decididas, como beligerantes.
No sigo. Vemos en ambos casos que la actitud es una calificación o
juicio valorativo que emitimos sobre el comportamiento concreto realizado.
Incluso en la anticipación de lo por venir, son las medidas específicas que
tomamos antes de que llegue lo que merece el juicio actitudinal. En ningún
diríamos que la actitud anticipa o predice (decir antes de que se diga, hacer
antes de que se haga) lo que después haremos, sino, en todos los casos, única y
exclusivamente lo que ya estamos haciendo.
Pongámonos ahora en el presente. Ya no hay tiempo para la anticipación, la ciudadela está siendo sitiada, y nos enfrentamos ya con lo que entonces presumíamos peligroso. Y ahora, nuestro gobernante se comporta con arresto, y, situado en su puesto de mando, dirige, ordena, reorganiza, defiende y, en definitiva, lucha con actitud denodada. En cada una de sus acciones, comprobamos su arrojo y su firmeza, y en ningún caso nos atreveríamos a decir que vemos en él muestras de una actitud temerosa o pacata, sino todo lo contrario. Tanto que, viendo que el peligro arrecia, y que no disponemos de las fuerzas necesarias para rechazarlo, nuestro gobernante asume por fin una actitud intransigente, y a cualquier sugerencia de sus consejeros y amigos de que rinda la plaza, se enfada, nos arenga y sigue disponiendo de los recursos últimos para sostener la posición contra viento y marea. No sigo. En fin, que en ningún caso, las actitudes que muestra tener nos hablan de su comportamiento futuro, cuando acabe la lucha y se enfrente a las consecuencias en el día después. Todas se refieren a acciones concretas que todos podemos apreciar y valorar objetivamente, y que, en efectivo, merecen las calificaciones que hemos venido dando de ellas.
Finalmente, tras la derrota, nuestro gobernante se ve
exigido de presentar informes que justifiquen la situación resultante.
Rememorando lo ocurrido, y consciente de que no se le pueden achacar críticas
que deshonren su actuación, nos relatará lo sucedido, las decisiones tomadas y
las acciones realizadas ante la marcha terrible de los acontecimientos, y
volverá a decirnos que actuó inicialmente con cautela, después con
beligerancia, y por último con intransigencia ante los que le pedían abandonar
la lucha. Y quizá, viéndose ahora cuestionado, veamos en sus respuestas
muestras de una actitud soberbia y orgullosa, o quizá, dolido por el desastre
que no pudo evitar, a pesar de los ingentes esfuerzos, pida ahora disculpas,
con actitud sincera y humilde, a los que han sufrido a su lado y ahora lloran.
No sigo. En fin, en el fin de los fines de esta torpe novelita
militar, insistamos en que, en todas las ocasiones, cuando hablamos de actitud,
la estamos refiriendo siempre a comportamientos y acciones concretas,
entendiendo que también las decisiones, los pensamientos, los pronunciamientos
verbales (lo dicho en cada momento), son todas ellas acciones concretas que
pueden ser enjuiciadas atendiendo a sus cualidades, a su coloración adjetiva,
al modo en que se emprendieron de manera característica y peculiar cada una de
ellas.
Este es el concepto de actitud que aquí defiendo, dicho en
palabras sencillas con un ejemplo mundano. Nada que ver con las encuestas de
opinión, las prospectivas de voto, las campañas de influencia (cambio de
actitudes, le dicen, a lo que otros llaman propaganda o marketing), en las que
el gobernante, o quien fuere que tenga que tomar decisiones que afecten a los
demás, o que nos afecten a todos, se pertrecha y se parapeta en la opinión
simplificada, para actuar con demagogia y salir bien parado, sea cual sea la
marcha de los acontecimientos. El comportamiento de nuestra clase política es
una buena muestra de esta curiosa y perversa manera de gobernar. No son estos
los gobernantes en los que yo confiaría, ni daría pábulo alguno a los asesores
que para ellos preparan (en lenguaje crítico, cocinan) estos aparatosos
estudios de opinión o de actitudes. Allá ellos, poco me interesan mientras no se
conviertan en nuestros tiranos. Cada cual en el gobierno de su propia vida, que
decida y que actúe, y ya juzgaremos si nuestras actitudes fueron o no las que
hubieron debido ser. De otro modo, que no me importa, volviendo al bueno de
Sancho, lo que unos y otros digan de lo que harán, incluso lo que digan de lo
que hacen, sino que sólo me importa lo que hacen, y no les juzgaré por más
cuestión que por esta. Lo mismo debo, en consecuencia, pedir y aceptar para mí
de los demás.