viernes, 2 de octubre de 2015

Hablo para unos pocos


La idea fundamental de mi pensamiento es, justamente, que, en el Ser, es decir, en la revelabilidad del Ser, necesita del hombre y, al revés, el hombre sólo es hombre en la medida en que está en la revelabilidad del Ser.

Hay muy pocos dolores de cabeza en un mundo en que predomina la ociosidad del pensamiento.

Fragmentos de una entrevista a Martin Heidegger

No se pueden expresar con palabras sencillas pensamientos elaborados, aunque las palabras que se utilicen lo sean en apariencia. Hacia dónde conduzcan es algo que pasará desapercibido para la inmensa mayoría, pues estos carecen de la sutileza y de la densidad conceptual necesaria para entenderlos. Los grandes pensadores de nuestra tradición intelectual son oscuros en este sentido, sus aforismos resultan enigmáticos no sólo para quien no ha recibido la formación adecuada, sino para todo aquel que, habiéndola recibido, no ha continuado realizando el esfuerzo de proseguir la lectura y la reflexión atenta de tantos y tantos autores y libros como forman esta parte noble de nuestra tradición. Se puede decir que el pensamiento siempre está en un estadio incipiente hacia o camino de, y que, allí donde la mayoría de las interpretaciones al alcance de nuestros coetáneos son pueriles, incluso muchas de los que han profundizado en su formación, salvo contadas excepciones, resultarán bisoñas o sencillamente confundidas.

La razón principal de esta situación extendida –que es la pauta dominante del pensamiento de nuestra época– está en la imposibilidad de reconocer que, en un mundo habitado por símbolos y por lenguajes, uno debe conservar intacta la actitud de continuar cuestionando y ampliando las propias habilidades para comprender las variadas alternativas disponibles para fundamentar nuestra conceptualización del mundo. Escoger bien las lecturas –que son muchas–, leerlas con detenimiento, empeño y apoyo, y reflexionar críticamente sobre ellas, forman parte de la tarea obligatoria de todo aquel que desee tener algo que decir, o que, al menos, pueda estar en buena disposición para escuchar a aquellos que tienen algo que decir, los cuales, siendo muchos, son en comparación muy pocos dentro de cada campo del saber. Todo el que abandone esta sacrificada y exigente práctica vital está directamente condenado a la simplicidad, a la pobreza intelectual y a la vulgaridad, pues sólo lo simple es apto y comprendido por los más. No hay aquí una soberbia intelectual por mi parte, sino una declaración de mi propia ignorancia y el convencimiento de que, para que también mis palabras sean dignas de atención, yo tampoco debo descuidarme de este esfuerzo vital por aprender a decir aquello que debe ser aprendido y dicho.

Para llegar a muchos, el pensamiento, que es un esfuerzo sacrificado e interminable, debe ser simplificado tanto que se desvirtúa hasta el extremo de perder su valor inicial. Por tanto, que un pensamiento o un aforismo tenga éxito y reciba aplauso entre la mayoría, lo desacredita sin paliativos, pues nunca el pensamiento fue sencillo ni estuvo al alcance de los más, y que los más lo entiendan sólo nos indica que debe ser ignorado como cosa vulgar y mediocre.

El ocio intelectual es respetable como decisión personal o epocal, sin duda, pero censurable como actitud de preferencia por la vulgarización de las ideas y de las prácticas sociales. Quien así prefiere carece de la legitimidad mínima para opinar, pues él mismo ha escogido públicamente ser incapaz de opinar sobre los temas y los problemas conceptuales que más importan a la humanidad. Nuestra época, como todas las anteriores, vive en un hervidero de innovaciones conceptuales que están fundamentando nuevas prácticas en nuestras formas de ser, no sólo en el sentido de nuestra posibilidad de identificarnos más allá de los rígidos binarismos que conforman la normalidad cultural, sino en el modo en el que podemos desplegar nuestras apuestas vitales para explorar y profundizar en modos de experiencia y de convivencia menos indeseables y más prometedores que aquellos que la tradición nos ha legado. Pero, la mayoría de nuestros coetáneos, por voluntad propia, por escoger el camino cómodo de evitar el esfuerzo intelectual, carece de sutileza y de elaboración en los criterios que utiliza para juzgarlas, ajenos a los argumentos necesarios para fundamentarlas, lo cual no les arredra para alzar la voz, para despreciarlas desde una ignorancia de la que ni ellos mismos son conscientes.

Esta tarea no parte de cero, aunque toda innovación nos sitúe siempre en una suerte de grado cero barthesiano. Las densas décadas de la renovación de las ideas en el siglo XX se encabalgan sobre siglos de tradiciones de pensamiento igualmente densas, sutiles y nunca sencillas. Nuestra época, incluso en su ignorancia, es heredera de esta descomunal y admirable historia; si algo somos, es gracias a ella, y, si queremos entender y cambiar nuestro mundo, deberá ser también a partir de ella. La tarea que aguarda a cada uno de nosotros es enorme y oscila entre la épica del esfuerzo provechoso, pues leer y pensar es un trabajo siempre doloroso y apenas recompensado, y la tragedia del no ser capaces de afrontarla como merece, bien por nuestra dificultad para comprender o porque cedamos a la siempre presente tentación de abandonarla. Toca a cada uno de ustedes, mis queridos lectores, tomar la decisión y asumir las consecuencias que de ella se deriven.






sábado, 15 de agosto de 2015

El autor somos todos

El Quijote de Avellaneda no es un mal libro. Nuestro Señor es Don Quijote -con la expresión de Unamuno-, y no Miguel de Cervantes, del cual casi nada sabemos. Seguimos disfrutando de Sherlock Holmes en las ficciones televisivas, sólo hace falta un buen guionista enamorado del personaje, y no creo que yo apoyara a Conan Doyle si viniese a denunciar la apropiación indebida, y mucho menos a sus herederos, cuya legitimidad no es mayor que la de cualquier otro lector, o sea, ninguna. Lovecraft escribió sobre un libro no escrito, y eso permitió que muchos soñaran con escribirlo y que algunos lo hicieran dignamente. Pierre Menard quiso escribir el Quijote, e incluso se vanagloriaba de que tendría más mérito que el original, pues lo difícil sería escribirlo de nuevo, “palabra por palabra y línea por línea”, en un tiempo distinto. No creo que Cervantes se ofendiera con la idea.

Borges reconoce que él no es el personaje público del que todos hablan, el autor que escribe los textos y se lleva el protagonismo mientras él vive y huye cambiando de temas. El personaje público es un mito, en el sentido que Roland Barthes da a este término, un mitologema, un sintagma cultural cristalizado en el que los demás nos arrojamos para vivir nuestras vidas y dotarlas de algún sentido, pues de ser don nadie a ser un autor borgiano ganamos mucho. También Borges acaricia repetidamente la idea de que todos los hombres son el mismo hombre, y de que todo es el sueño de algún soñante olvidado con el que nos confundimos, como la mariposa de Chuang Tzu. También él, como otros, escribe cuentos de las mil y una noches, que es un libro sin firma y sin conclusión al que cualquiera puede añadir una nueva noche. Lo único que pediríamos es que el nuevo cuento siga alimentando nuestra imaginación lectora.

El autor es un fetiche, nuestro fetiche, y no la persona de carne y hueso que un día debió ser. Nuestras biografías están plagadas de autores fetiche a cuyos nombres apelamos en muchas ocasiones para dotarnos de identidades, para posicionarnos en las conversaciones con los demás. Ser borgiano, foucaultiano, kantiano, dice mucho de nosotros, aunque diga en realidad poco. Entiendo que apropiarnos de sus nombres es una forma lícita de vanidad, puesto que, al margen de ellos, casi nada somos. Me cuesta más entender a aquellos que dedican sus esfuerzos a blindar la memoria del autor, más allá del vano ejercicio intelectual de una defensa que apenas aprecio como ejercicio de documentación purista, pero no como artículo de derecho. El autor que se apropió de los muchos mitologemas de nuestra cultura –todos lo hacemos–, bien puede ser a su vez apropiado por otros sin que nadie tenga que arrogarse el deber de convertirse en adalid de alguien que en ningún momento lo solicitó ni le nombró albacea intelectual de su buen nombre después de muerto. Muerto está, como todos los anteriores, como estaremos los posteriores, y veo igualmente lícito, como poco, que los demás honremos al muerto volviendo a escribir sus textos una y otra vez. Yo escribo textos borgianos sin que importe en absoluto el nombre que reciba por hacerlo. Mi nombre no importa, soy don nadie, lo cual se demuestra en el modo en que los pocos que me leen toman fragmentos de mis textos, se los apropian y los interpretan de maneras que nada tienen que ver con lo que dejo escrito. No puede ser robado lo que uno no posee, y yo no poseo al personaje, que es público, una ficción narrativa dentro de la propia narración, como sostiene Umberto Eco, que al fin pertenece a todos tanto como a mí mismo. Bien visto, yo no hago sino robarme el nombre constantemente para seguir escribiendo textos que a ninguno de los dos pertenecen, sino a todos, o al texto.

Relacionarse con Borges como un positivista o un picapleitos del derecho de autor es en cierto modo no haber entendido nada, reducir su pensamiento a mera literatura, algo menor, ficción que debe ser dejada aparte cuando surgen los asuntos serios de los dineros y las autorías, sin darse cuenta de que la ficción es el único modo de construir realidades, de que sus pleitos sólo son malas ficciones con un lenguaje engolado, de que Borges no escribía literatura, sino que se dejaba escrito a sí mismo, y de que, en sus palabras, “lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición”.


martes, 11 de agosto de 2015

El otro en el espejo

Al otro que me mira mientras camino puedo engañarlo, puedo cambiar la pose, el gesto, parecer despreocupado, circunspecto, interesante, arrogante. Cuando nuestras miradas cruzan, todo lo que hace es un mensaje que me incumbe, me lleva hasta su mundo convertido en su apéndice. El que acelera el paso me llama amenaza, la que baja la vista con aparente vergüenza me llama caballero, la que muestra indiferencia me llama irrelevancia, la mirada altiva me llama despreciable. El gesto los delata y me retrata. Así vamos caminando entre los cuerpos, en conversaciones inconclusas que nunca han comenzado, afianzando a cada paso los variados caracteres que van escribiendo quiénes somos sin que podamos mostrar especial oposición. Esclavos de la mirada, somos en el otro.

Este es un ejemplo sencillo, evidentemente. El modo en que quedamos construidos en la conversación con el otro no se ciñe a un instante, sino que se prolonga en el tiempo en conversaciones que se interrumpen y recuperan hasta hacerse biografía compartida; tampoco se reduce a un juego de miradas, nuestras palabras están cargadas de implícitos y atribuciones que el otro debe asumir e incluso apropiarse, aceptarlos como guía para interpretarse y decidirse a sí mismo. No digo nada nuevo, que nos construimos a través del otro forma parte de las bases de la teoría social moderna desde la sociología pionera de Chicago y el interaccionismo simbólico. “La cosa que nos mueve a orgullo o vergüenza no es la mera reflexión mecánica de nosotros mismos, sino un sentimiento imputado, el efecto imaginado de esa reflexión en la mente de otra persona”, afirma Cooley. Mi amigo Jorge Cordi supone que esta idea es deudora de la etología y del orangután que reconoce su imagen en el espejo. Yo creo que se la debemos, por caminos no aclarados, a Hegel y a la dialéctica del amo y el esclavo.

Pero no es esto lo que aquí me interesa, sino el imposible otro que encuentro en los espejos cuando sostengo mi mirada en la suya, que es la mía. El otro del espejo me mira y me arroja en la cara lo que piensa, no puedo ocultarle nada, no hay posibilidad de engaño. Puedo posar ante él, ofrecerle un perfil altivo o digno, un gesto chulesco, cualquier mueca que a los otros quizá engañara, pero no a él. No puedo disimular el gesto durante mucho rato, basta un segundo de relajo para que aflore el cansancio en su mirada. ¿A quién quieres engañar?, me dice. Y debo concederle que sólo al otro lado del espejo, en este otro yo que tanto se me parece y que no soy yo, cuya mirada no es la de un otro a la que pueda responder, en su inexcrutable mirada, está la verdad de mí mismo, es decir, el único momento en que las muchas mentiras en que vivo, las que creo de mí, no consiguen sostenerse, y ya no soy el hombre que debe construirse y ser reconocido entre los otros y ante el mundo, sino el actor solo cuyo rostro cansado va aflorando al retirar el maquillaje. Eres necio, me dice, pobre, mediocre, frágil, y pasto del tiempo que dará en ti la muerte.

No sé decir si lo que siento ante su mirada es desprecio o miedo, ira o renuncia, algo quizá angustioso. Su mirada cabrona me desfonda, cuestiona directamente el fundamento de lo que soy, del yo en que acostumbro a vivir, y nunca se aparta, nunca rechaza el desafío de sostener la mía, siempre soy yo el que cedo y miro a otra parte, y allí está siempre que vuelvo.

Borges dice que los espejos tienen algo monstruoso. Yo pienso que el monstruo nos acompaña, portador de la conclusión terrible de que somos incluso menos que una imagen que acecha en los pasillos de la casa.





Los Hermanos Marx en Sopa de ganso, 1933, la escena del espejo

sábado, 23 de mayo de 2015

El maquillaje

En el momento del maquillaje hay dos personas, la que aún no ha dejado de ser y la que empieza a adivinarse. El cambio no consiste en modificar el rostro para seguir siendo la misma persona, sino en borrar una personalidad para crear una nueva y diferente que la sustituye. Hablamos de dos personas. El actor, el buen actor, es quien sabe olvidarse y aparecer convertido en otro; por eso los malos actores resultan impostores. Pero lo interesante es el momento del cambio, cuando la transformación está sucediendo y una piel va suplantando a la otra, un rostro nuevo va comenzando a ser sin que el otro haya desaparecido por completo. Un rostro no terminado es metáfora de la génesis, del momento primigenio, lo que hubo antes de la primera vez, lo que engendró a la primera vez, que no fue el momento de un algo, sino de una nada, en el tiempo mítico del conflicto.

El maquillaje quizá sea uno de los primeros artificios humanos, cuando el grupo primitivo, en impenetrables corredores iluminados por las sombras que construye el fuego, jugaba con la tierra y el pigmento sobre las paredes y los propios cuerpos. Convertirse en otro por obra de la pintura sobre la piel crea una realidad alucinada que anticipa el sueño y la fantasía, y quizá los crea; que anticipa el diálogo con las fuerzas naturales, y quizá las crea; con el animal cazado y la muerte, que quizá también crea. El maquillaje nos dio la posibilidad de transformarnos, como se transforma el mundo a nuestro alrededor, como el sol que muere en forma de noche, y ésta en forma de día, de comprender que el cambio sucede siempre en algo o en alguien que deja de ser, que ya es otro, creando un vínculo invisible, no físico, más allá de lo natural, entre las dos personas: el símbolo, origen de la humanidad culta.


Chaplin, en Limelight

viernes, 3 de abril de 2015

La deriva infinita de la lectura


Umberto Eco, Los límites de la interpretación, Barcelona, Debolsillo, 2013

Si consideramos al autor, la obra y el lector como productos discursivos –textos, cruces de relatos–, la lectura se convierte en un diálogo entre tres matrices estratégicas de producción de significado, cuya conversación tiene un carácter resignificante y crea nuevas matrices que se reintroduzcan en el diálogo cultural. El autor empírico conjetura un lector modelo para el cual diseña la matriz estratégica del texto; el lector empírico conjetura un autor modelo a partir de la matriz del texto. De todos ellos, sólo tenemos el texto, y los tres, al fin, son conjeturas, compendios de significaciones y remisiones legitimadas por la matriz cultural. Muerto el sujeto, nace el personaje como única referencia de realidad construida a través del texto, mientras la conversación se dirime en el terreno de una ecología de los discursos que actúa como contexto. “En la lectura del texto –afirma Eco– hacemos confluir el depósito de interpretaciones previas que la tradición nos ha entregado”. La lectura moviliza ciertos conceptos o ideas del texto que remiten a una enciclopedia común, un mundo simbólico. “En el proceso de semiosis ilimitada se puede ir de un nudo cualquiera a cualquier otro, pero los pasos están controlados por reglas de conexión que, de alguna manera, nuestra historia cultural ha legitimado”, pero también, "el texto más el conocimiento enciclopédico dan el derecho a cualquier lector culto de encontrar esa conexión".

Eco dedica un considerable esfuerzo a formalizar las reglas de la interpretación, pero la metódica de la lectura no es la lógica, sino la analogía, la atención hacia aspectos formales del texto que originan remisiones. Aceptar el procedimiento de la analogía en la interpretación del texto no es diferente de lo que hacemos cuando aceptamos la equivalencia entre significante y significando, entre indicio y objeto, entre palabra y acto o, en la ciencia moderna, entre número y objeto: dos significantes que hablan, el uno del otro, sin decir mas que su nombre, resultantes de una vinculación un tanto caprichosa. Las semejanzas sólo son válidas cuando forman sistema, es decir, cuando se vinculan en una compleja red que les otorga un marco coherente desde algún punto de vista. “Cada semejanza no vale sino por acumulación de todas las demás y debe recorrerse el mundo entero para que la menor de las analogías quede justificada y aparezca al fin como cierta “ (Foucault, Las palabras y las cosas). “Así –concluye Eco, en referencia a la hermenéutica medieval y alquímica–, precisamente en el centro de una metafísica de la correspondencia entre orden de la representación y orden del cosmos, se asiste a una especie de teatro de la deconstrucción y de la deriva infinita”.

En Los límites de la interpretación, Eco se esfuerza por mostrar que no todas las lecturas son posibles, es decir, que no están igualmente autorizadas por la matriz estratégica del texto, el cual impone ciertas reglas de interpretación. Sin embargo, incluso la literalidad encierra ambigüedades –polisemia, connotación– y las reglas nunca son explícitas, sino que deben ser conjeturadas en la (re)lectura, lo cual abre la puerta a la deriva interpretativa como momento necesario para cerrar provisionalmente el sentido del texto. Fiar de la literalidad es aceptar como resultado una tautología que impide el propio suceso feliz de la lectura. Si de la expresión “esto es una oración” sólo podemos extraer que “esto era una oración”, el diálogo autorizado es una simpleza que no ayuda a entender el poder del lenguaje en la construcción de las prácticas sociales, de los mundos posibles, ni siquiera el disfrute de la lectura. La alternativa de considerar el texto como una apertura de sentido es una interpretación de la lectura más enriquecedora que sí nos permite relatar cómo el lenguaje participa de la construcción de nuestros pequeños mundos, aun asumiendo el riesgo de que la deriva ampare el delirio poético como interpretación legítima del texto.



La tabla Esmeralda



sábado, 14 de marzo de 2015

Refutación del tiempo

“Fuera de cada percepción (actual o conjetural) no existe la materia; fuera de cada estado mental no existe el espíritu; tampoco el tiempo existirá fuera de cada instante presente.” (Borges, Nueva refutación del tiempo).

Apelando al idealismo de Berkeley, y después al de Hume, los conceptos de objeto (materia, espacio), sujeto y tiempo llevan a la confusión, a la contradicción interna, al absurdo que no deja entender ya el significado de esas palabras. La duda del objeto niega el universo; la duda del sujeto, un espíritu y cualquier espíritu; la duda del instante que se repite, el tiempo como sucesión. Si alguien futuro vuelve a soñar el sueño de Chuang Tzu, la confusión es tal que ambos sueños son ya el mismo, que ambos momentos son el mismo y que, por tanto, carece de sentido imaginar un tiempo que los aleja. “¿No basta un solo término repetido para desbaratar y confundir la historia del mundo, para denunciar que no hay tal historia?”

And yet, and yet…, Borges no puede escapar del íntimo convencimiento de sí mismo, del tiempo que fluye, y nosotros en él, y todo idealismo no le resulta sino un inevitable absurdo, el callejón intelectual de una inteligencia preclara y a la par desconsolada. Habrá de morir, habrá de morir, sin que sus piruetas conceptuales, sus paradójicas narraciones le salven del temor de pasar un día. Al fin, diríamos, el tiempo pensado es un paradójico imposible, y sólo la tristeza de esperar la muerte sirve para justificar que sigamos planteando las mismas preguntas que a ninguna parte llevan, o ruedan, más que a sí mismas, o a nada.

Este ejercicio de pesadumbre, que nos dio el lóbrego barroco, algunos pasajes lapidarios y terribles de las escrituras, y una pesada herencia que sobrevive más allá de nuestro noventa y ocho, son hoy, en el pensamiento postmoderno, divertimentos que burlan de la gran filosofía y dejan a la presuntuosa ciencia moderna en la ingenuidad o la estulticia. La aporía y la paradoja no son entonces el cierre en falso de la especulación intelectual, sino un punto de partida, un desafío sobre el que continuar reflexionando por el placer erudito y la excitación del ingenio, y quizá una aportación a la historia del pensamiento por la que nuestra época será juzgada algún día.


La Alicia de John Tenniel, 1871

miércoles, 11 de febrero de 2015

Los bellos monstruos de la cirugía plástica

Algunas consideraciones de partida:

1. La belleza es un ideal valorativo difuso y diferente según grupos y épocas.
2. Sólo es visible encarnada en ciertos ejemplos siempre incompletos o defectuosos.
3. La belleza según ciertos criterios particulares es considerada fealdad desde ciertos criterios alternativos, y viceversa.
4. La belleza de una persona combina de diferentes modos la noción ideal con la encarnación ejemplar.
5. Cuando una persona se somete a cirugía o escoge un look estético determinado, dispone de modelos y conceptos suficientes para saber hacia qué se aproxima.
6. Cuando una persona se somete a cirugía, paga por aproximarse al modelo de belleza del cirujano, y no a otro.

Hay una estética/belleza de las arrugas, la vejez y los cuerpos maduros; hay una estética concreta de la cirugía; y hay una estética de los rostros y los cuerpos jóvenes. Quien elige operarse, paga por aproximarse a una de estas tres. Adivina cuál.

Conclusión: el monstruo que crea el cirujano es un ideal de belleza propio de nuestra época. Que tú lo veas como fealdad, sólo nos habla sobre tu propio ideal de belleza, pero nada nos dice del suyo, ni nos ayuda a comprenderlo.



viernes, 16 de enero de 2015

El séquito del tirano

Un León fingía que estaba enfermo: con este engaño hacía venir a su cueva a todos los animales, y cuando los tenía allí los mataba.
Llegó también la zorra; pero, no fiándose, dijo desde afuera al león que sentía mucho su enfermedad. El león, viendo que no entraba, dijo:
-¿Por qué no entras? ¿Recelas por ventura de mí, cuando estoy tan débil que, aunque quisiera, no me sería posible hacerte daño? Entra, pues, como los demás.
-Esto es -respondió la zorra- lo que me infunde recelo: que veo aquí seguramente las huellas de los que han entrado, pero no veo las de los que han salido. (Esopo. El león y la zorra.)

El tirano suele ser persona de cualidades físicas escasas o no destacadas, sobre todo cuando la edad lo va venciendo. No hay en él mayor cultura ni inteligencia que la que se encuentra con facilidad entre las gentes que lo rodean o que lo rehúyen. Incluso siendo un portento de fuerza o de inteligencia, es fácil imaginar situaciones que comprometerían su estado o su vida, mostrando que su fragilidad no es menor que la nuestra, que su miedo no es menor que el nuestro si la ocasión lo provoca.

El tirano es una contingencia histórica, la confluencia de una maraña de relaciones, sucesos, intereses e incertidumbres, que sitúan el papel de la persona en el terreno de la mera anécdota. No podemos aceptar que estuviera llamado a ocupar tan excelsas posiciones. El tirano es una marioneta en los hilos de las determinaciones, las contingencias, las presiones, la suspicacia. Su actuación consiste más en mantener la apariencia terrible del poder que en ejercerlo; por eso, los fastos y la voluntad caprichosa. Es la obediencia, no el destino, la causa de la tiranía.

Tanto por su legitimidad de origen como por su actuación, el tirano es el rey desnudo. No hay legitimación para él que no requiera de argumentos complementarios y no deba refundarse continuamente para prevenir la crítica.

Nada le viste más que la fe ciega o el temor de sus súbditos, que, tan extraño puede resultar, le miran como al ser sobrehumano, al elegido, le atribuyen facultades proverbiales, o le temen como a una sombra siniestra que a todos los rincones llega su mirada y su amenaza. La ceguera es enfermedad de quien no quiere abrir los ojos, pues nadie puede decir que ha sido por completo engañado y en nada albergó sombra de duda. La ceguera es una excusa pobre, como avergonzada, la excusa del connivente que escoge el disimulo. El temor es enfermedad de quien extrema la precaución hasta convertir su defensa en el verdadero peligro que debiera ser temido. Todo el mundo tiene derecho al miedo, pero no a convertirlo en modelo de actuación. También la mucha precaución mata.

Para sobrevivir, el tirano necesita la pleitesía, la adulación de los que suponen que las ventajas de su proximidad serán mayores que los riesgos de su capricho. Estos conciudadanos nuestros, si es que merecen tal nombre, prestan al tirano sus falsos vestidos, rodéanle, elógianle, sirviendo de decorado en el que representar el drama o la épica del gran teatro del poder, donde se gestan los episodios para el escriba, donde se heredan, se conquistan o se regatean los reinos y las vidas de las personas, donde la Historia está siendo construida ante los ojos expectantes del cortesano.

En su discurso de la servidumbre voluntaria, Étienne de la Boétie dice: "Pero los favoritos del tirano nunca pueden contar con él porque ellos mismos le enseñaron que todo lo puede, que ningún deber lo obliga, que está habituado a no tener por razón sino su voluntad, que no tiene igual y que es el amo de todos. ¿No es deplorable que, a pesar de tantos brillantes ejemplos, sabiendo el peligro tan presente, nadie quiera sacar las lecciones de las miserias del prójimo y que tantas gentes se aproximen de tan buen grado a los tiranos? Que no haya uno que tenga la prudencia y el coraje de decirles, como el zorro de la fábula al león que se hacía el enfermo: Iría encantado a visitarte en tu cubil; pero veo muchas huellas de animales que entran; de animales que salen, no veo ninguna”.

He visto a muchos presumir de su buen hacer para obtener ventajas junto al tirano, sólo es cuestión de saber cómo tratarlo, dicen. Los he visto vivir en la amargura de la servidumbre y caer al fin víctimas del engaño, ser sacrificados en el juego de los intereses, de los pactos y la razón de Estado. No siento pena por ellos. Ellos han labrado su desgracia y, en parte, las nuestras.

Todas las personas tienen derecho a no ser gobernadas. Este debería ser el primer principio de una constitución liberal.