domingo, 6 de diciembre de 2020

De ideologías e idiologías

Genéricamente, puede entenderse el concepto de ideología como un conjunto de creencias y valores que forman sistema, más o menos coherente, y que ofrecen una visión socialmente aceptada de una parcela amplia del mundo. Tiene así tres características principales: que explica el mundo, o una parte importante de él, incluyendo el mundo físico y las relaciones humanas que en él se producen; que lo explica en un sentido valorativo, es decir, que no sólo trata de decir o describir lo que el mundo es, sino que lo juzga y prescribe cómo debe ser; y que es compartida por muchos, o en otras palabras, que es un producto cultural histórico, y no una construcción individual. Al decir que se refiere a una parcela amplia del mundo, estamos excluyendo del concepto a multitud de saberes particulares que tienen características similares, pero que sólo incumben grupos particulares dentro de la sociedad, como el saber de los carpinteros o de los zapateros, o el saber que tienen los padres para ser padres. Las ideologías se alzan como auténticas cosmovisiones, aceptadas por grandes sectores indiferenciados de personas, aplicables en un sinfín de casos concretos o generales, de tal modo que basta a los individuos con escoger y asumir una ideología para comprender, decidir y vivir a grandes rasgos una vida con cierta plenitud de sentido. Se podría decir, en correspondencia, que las religiones (entendidas como religiones institucionalizadas), las ciencias (ídem) o las orientaciones políticas tienen un marcado carácter ideológico.

Un segundo apunte necesario tiene que ver con el corolario de que la ideología comienza donde acaba el pensamiento. Esto quiere decir que la persona que asume una posición ideológica ante la vida ya no necesita pensar por su cuenta sobre multitud de situaciones que la vida irá poniendo en su camino, sino que en todo momento acudirá a los dictados que la ideología escogida le vaya marcando para decidir sobre su vida. El resultado esperado será la uniformización de los pareceres y de las conductas, todo el mundo cortado por el mismo patrón, con el añadido de que no necesitamos comprender los fundamentos históricos o conceptuales que sostienen argumentalmente la ideología escogida: basta con aplicar sus recetas, no es necesario comprenderlas. Una forma de vivir pensando poco, en la que no hace falta que comprendamos las peculiaridades de las situaciones a las que nos enfrentamos, ni alcanzar criterios propios, ni derivar conclusiones prácticas y éticas personales sobre cómo deberíamos comportarnos ante ellas. Todo esto nos lo da ya la ideología, así que basta con dejarse llevar de ella, pues ya todas las demás personas comprenderán lo que hacemos y por qué lo hacemos, pues ellos hacen igual, y nuestras acciones serán viables con relativa facilidad, pues ellos ya se encargan de organizar el mundo compartido para que así suceda. Cada uno en su lugar, pero todos en la misma idea: un mundo organizado.

En tercer lugar, quisiéramos señalar la cuestión de que la ideología no es una “cosa” que podamos encontrar fácticamente en el mundo con los caracteres de lo objetivo, tal como encontramos en el mundo árboles, mesas, piedras o pajarillos. Ideología es meramente un concepto propuesto por ciertos pensadores franceses en determinado momento del siglo XVIII, para intentar comprender cómo el individuo se relaciona con su mundo, y discutido posteriormente con profusión, con el aporte fundamental de la noción de falsas ideologías de Carlos Marx. No tenemos, pues, un verdadero concepto o un concepto verdaderamente correcto de lo que es una ideología, sino que podemos discutirlo, y reformularlo o abandonarlo, previa argumentación, cuando lo consideremos necesario.

Ideología es un término que combina dos palabras de origen griego, idea y logos, que pueden ser a su vez discutidas y comprendidas de maneras diversas. Podríamos entenderlo como el discurso (logos) sobre las ideas, o la ciencia de las ideas, en su interpretación más sencilla, y también, aunque técnica, más coloquial. Podríamos ser más sutiles, y entender el término como el logos de las propias ideas, es decir, como la lógica interna que ofrece un sistema concreto de ideas (creencias y valores, como dijimos), del mismo modo que se entiende la fenomenología no como la ciencia de los fenómenos (cuál no lo es), sino, al modo hegeliano, como la lógica que el fenómeno muestra en su propio despliegue, o en su propia manera de ser. Cada sistema de ideas aportaría de este modo su propia “lógica”, sin que entendamos lógica en el modo de la lógica formal de raíz aristotélica, sino como el conjunto de reglas y operaciones con las que se vinculan válidamente los conceptos incluidos en el propio sistema. Así, diríamos que el liberalismo (definido en términos muy laxos) tendría su lógica, puesto que propone un conjunto relativamente coherente de conceptos y de operaciones a realizar con los conceptos, para comprender cierta parcela amplia del mundo de las relaciones humanas; o que el socialismo (dicho también con laxitud) tendría su propia lógica, diferente de la otra.

Yo quiero proponer un matiz etimológico diferente, el cual exigiría modificar fonética y semánticamente el término. En lugar de hacerlo proceder del griego ἰδέα (imagen, forma, y modernamente noción, concepto, idea), quisiera ponerlo en relación con el griego ῐ̓́δῐος, apuntando al significado de lo que es privativo, separado, distinto, peculiar, particular, específico y, en el extremo, individual. El término adecuado sería entonces idiología, con i latina, y querría hacer referencia al potencial excluyente que toda ideología (con e) tiene respecto de las ideologías en competencia. Al constituirse en sistemas de creencias y valores con pretensiones de abarcar satisfactoriamente una muy amplia parcela del mundo, ya hemos dicho que cada una de ellas propondrá su propia comprensión lógica del mundo, y que bastará a las personas que la escojan para comprender y decidir sobre gran parte de sus vidas, en el plazo inmediato, pero también a medio y largo plazo. Con esto, queremos subrayar y alertar sobre las pretensiones totalitarias de toda construcción ideológica, pues la comodidad que nos brinda no nos oculta la firme atadura que nos impone, ni la pérdida consiguiente de la costumbre del pensar, que es tan necesaria para crear y sostener las condiciones que hacen posible la vida individual en libertad.

Diríamos de este modo que toda ideología tiene un carácter idiológico, es decir, autosuficiente y, por lo tanto, excluyente. No dudamos de que hay una magnífica y llamativa racionalidad en toda ideología, pues no en vano es la decantación de un producto muy elaborado dentro de una comunidad histórica. Sencillamente, tratamos de alertar contra la tiranía implícita, y muchas veces explícita, que acompaña a la ideologización de nuestras vidas cotidianas. Allí donde las personas confían más en su ideología que en su propio parecer, desaparece la posibilidad del diálogo productivo, la capacidad para escuchar y comprender al otro en sus propias razones, y aflora la injusticia profunda de juzgar cada caso, persona o situación, como ejemplar de una generalidad, y no como realidad siempre excepcional que exige sus propias consideraciones. En otras palabras, desaparece la posibilidad de una ética, de una inteligencia práctica (sólo queda la inteligencia colectiva de la masa uniformada), y de cualquier atisbo de libertad individual. Nuestra época sociológica, política y científica es un perfecto ejemplo de ello.




jueves, 16 de julio de 2020

La cuestión del género gramatical


Quisiera poner por escrito un conjunto reducido de consideraciones, para mantener una discusión abierta sobre la cuestión de los géneros gramaticales (neutro, femenino y masculino, en este orden).
  
1.- Una primera consideración nos lleva hasta la antigüedad más remota del pensamiento mitológico. Es la que tiene que ver con la distinción entre un principio del caos y un principio del orden. Por analogía, toda distinción en este terreno remite a la cosmogonía primordial. En los ancestros de los pueblos mitológicos se rememora el origen del universo apelando a un estado caótico original, en el que la vacía inmensidad de lo increado carecía de forma. En cierto momento antes de todo tiempo, se introduce en él una fuerza, o principio de orden, cuya confrontación con el caos es una colosal disputa, cuyo resultado es el origen del universo que nos rodea, en el cual habrá mundo, y cosas, y dioses, y humanidad. “Un mito cosmogónico habla de las aguas primordiales –afirma Eliade– y del Creador, antropomorfizado o bajo la forma de un animal acuático, que desciende al fondo del océano para sacar de allí la materia con que llevará a cabo la creación del mundo […] una tradición –continúa– heredada de la más antigua prehistoria” [I]. Estos dos principios están presentes en todas las cosas, habidas y por haber, en cuyo seno se libra una batalla ritual entre lo caótico y lo ordenado, entre la Nada y el Ser, entre lo informe y lo que tiene forma. Esta épica tensión, o dialéctica histórica, dicho en términos muy modernos, es la idea de donde proviene, por ejemplo, la distinción entre yin y yang, que, históricamente, también por analogía, vino a confundirse con la distinción entre un principio femenino, o pasivo (el caos nocturno), y un principio masculino, o activo, que pone la simiente del orden para que haya mundo, y vida. Aún decimos que la mujer es mágica y soñadora y misteriosa, como la luna, dando por bueno lo que los antepasados establecieron en los albores de la historia escrita.
  
2.- Los indoeuropeístas afirman que, antes de aparecer la distinción entre los géneros masculino y femenino, en los sustantivos y los adjetivos, que son las únicas palabras marcadas con este carácter, sólo hubo en nuestros antepasados lingüísticos una distinción de género entre los sustantivos animados y los inanimados. De formas que ellos mismos reconocen confusas, un sustantivo animado es aquel que da nombre a una fuerza o a un objeto cualquiera que se caracteriza por su agencialidad (ser sujeto de la acción transitiva). Lo animado se dice de las cosas cuya naturaleza es ejercer poder sobre otras cosas, las cuales se nombrarían con sustantivos de género inanimado. Nuevamente, un principio activo y un principio pasivo, sin que nadie que yo haya leído nunca sostenga mediante estudio de las fuentes antiguas la relación con la consideración anterior, a pesar de que el paralelismo no deja de ser llamativo. El sol, por ejemplo, será animado, porque emite la luz que nos ilumina y nos calienta, mientras que la luna será inanimada, pues su luz es sólo un reflejo de la luz solar. Una planta será animada, porque crece, mientras que una piedra será inanimada, porque padece, aunque haya excepciones, y también haya rocas peculiares que tienen poder, y habrán de ser por tanto animadas, como el imán, por ejemplo, o las piedras meteóricas, que son hierofanías, como la piedra negra de los musulmanes, como las vírgenes negras, o como los meteoritos ferruginosos, de los que la humanidad aprenderá el arte de fundir los metales. Los géneros animado e inanimado desparecieron en la historia, y no queda apenas rastro reconocible de ellos en las lenguas modernas de la familia indoeuropea, salvo por caminos insospechados.
  
3.- En una tercera consideración, las antiguas lenguas indoeuropeas comenzaron a marcar el género femenino, para distinguirlo en las palabras que no tenían esta distinción, y que, por tanto, se decían de un modo único, agenérico o neutro. Frente a unos pocos sustantivos que nombran a ciertos animales de interés para la ganadería (caballo-yegua, oveja-cordero, cabra-carnero, vaca-toro, por ejemplo), ninguna otra palabra marcaba en sus orígenes este tipo de distinción. Cuando se comenzó a generalizar el uso del sufijo –a, para marcar el género femenino, el sustantivo feminizado se distinguió frente al anterior sustantivo agenérico, o neutro, que quedó entonces disponible para nombrar, sin necesidad de marca alguna, al género masculino. Es decir, que, en el origen de la distinción, es el femenino el que se “distingue”, el que gana una voz propia, mientras que el masculino queda asimilado a la antigua palabra neutra sin marcaje, y, por tanto, sin distinción alguna (neutralizado, si se me permite el juego de palabras). Es el femenino el que se distingue, insisto, mientras que el masculino se confunde con la voz neutra, pues, como opinan los lingüistas, por una cuestión de economía del lenguaje, no era necesario un marcaje para lo masculino, dado que bastaba con el marcaje femenino y la palabra sin marca, para que la contraposición binaria fuera perfectamente reconocible por el hablante sin ambigüedad alguna. Este procedimiento de construcción de los géneros gramaticales está presente desde entonces en todas nuestras lenguas. Así, por ejemplo, cuando modernamente hemos querido distinguir en español a la mujer que ejerce el cargo de presidente de una reunión o de un consejo, ha bastado el sufijo en –a, para dar con la presidenta, mientras que el masculino no ha necesitado marca alguna, sino que ha quedado asimilado bajo el neutro en –nte, que es la forma común de construcción del participio de presente latino. No entremos mucho en que, por analogía y coherencia, debería decirse también el cantante y la cantanta, o el pudiente y la pudienta (aunque decimos el sirviente y la sirvienta, o el gobernante y la gobernanta), que todo se andará. Lo importante es mostrar con sencillez que el masculino no es clave para crear la distinción del género, y que, bien visto, sólo hay en la práctica dos géneros, el femenino (marcado) y el neutro anterior (sin marca), que asimilaría para sí al tercer género masculino. El masculino es, de este modo, el último en llegar; y no el primero.
  
4.- Finalmente, una última consideración tiene que ver con el origen de nuestras modernas lenguas romances, en las cuales, la ambigüedad en la distinción de género era tal, que muchas palabras se decían indistintamente en femenino o en masculino (con el neutro). Aún recuerdo mi sorpresa al leer aquel pasaje de Cervantes, donde el hidalgo caballero y el fiel Sancho se apean en un mesón que quisieran castillo, “sin faltarle su puente levadiza y honda cava” (I, 2). Y esto sucedía porque no todos los sustantivos, ni todas las cosas a las que nombran, gastan necesidad de haber distinciones entre lo femenino y lo masculino.

Si fuéramos mejores discípulos del ilustre manchego, diríamos que esta es la verdadera historia de lo que aquí se trata; pero no alcanzamos a tanto, ni presumimos de tener verdad en el asunto. Sólo son unas cuantas consideraciones, tomadas de aquí y de allá, cuya referencia puede consultarse sobradamente en los libros de lingüística, moderna y antigua. Que otras (pues otros son neutros, y no sabemos quiénes son) conviertan esta historia en una pelea de géneros, o de sexos. Que la discutan apelando a una retorcida (y, sin embargo, poco sutil para tanto retorcimiento) estrategia de dominación de ellos sobre ellas. Bien parece, aunque, al menos, deberían tratar de buscar en la historia los verdaderos sucesos donde allí se muestre tal pelea, con su correspondiente reflejo en el lenguaje, para que el argumento goce de credibilidad, y sea digno de atención por nuestra parte. Comprendo bien la cuestión del llamado lenguaje inclusivo, pero no comparto sus argumentos, puesto que los que yo he encontrado, leyendo al respecto, son más bien las consideraciones que aquí he planteado. Alternativamente, si el lenguaje inclusivo es mera estrategia política para dar continua visibilidad a la distinción entre los géneros (cuya insistencia, por cierto, no veo necesaria, pues es muchísimo más lo que nos acerca que lo que nos distingue), el argumento es orwelliano, doblepensar, rescritura de la historia, ejercicio de fuerza sobre el lenguaje, para que este diga lo que no puede decir. Si el único argumento es este, pido disculpas, me parece por completo inaceptable.

Por supuesto, la erudición es neutra (por tanto, masculina), y poco contribuimos a la batalla de los sexos, y a la liberación de la mujer, con los argumentos que aquí he citado. Soy consciente tanto de lo uno como de lo otro. Pero aquí no discuto de estrategias políticas, sino de lingüística, y de Historia, y de conocimiento. Ya me ocupo yo en mi vida cotidiana de no hacer distingos innecesarios entre ellos y ellas, y lo hago sin necesidad de argumentos heteropatriarcales traídos al lenguaje, tan novedosos en la historia, que nunca la Historia de las lenguas oyó hablar de ellos. Defender la igualdad es un asunto de liberalidad y de justicia. La dignidad de las personas no se cifra en su sexo, y mucho menos en su género gramatical, aunque esa idea de la dignidad sea más bien propia de curillas, sobre todo dominicos, los mismos que pusieron los fundamentos filosóficos y jurídicos de los derechos humanos, allá en los tiempos salmantinos de la escolástica tardía.
  
[I] Mircea Elliade, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, Barcelona (RBA), 2004, página 52. (Orig., 1976).

sábado, 9 de mayo de 2020

El gobierno del Estado


Con estas pocas páginas, quisiera recuperar para la vida pública tres conceptos que los grupos de poder nos han hurtado (sean partidos, corporaciones o lobbies de muy distinto tipo): la política, el gobierno y el Estado. Lo primero es fijar el punto de partida del hecho social en la reunión entre tú y yo, los conversadores de la interacción social. Muchos lo han entendido así desde los albores del siglo XIX. Si pongo en el centro de las consideraciones a las consideraciones que yo mismo debo hacerme, es decir, si yo me pongo en el centro de mi vida para ver qué entiendo y cómo me las tengo que haber con el mundo, el hecho social comienza en mi encuentro con el otro. Antes de eso, he necesitado extrañarme de mi mundo anterior, esforzarme por aparcar los prejuicios que de él me llegaban, para así comenzar a pensar y a mirar el mundo por mí mismo, o al menos a intentarlo. Ahora, en el encuentro con el otro se me plantean múltiples interrogantes, y se me descubren posibilidades, horizontes de actuación en los que puedo, o no, embarcarme con él camino de otras partes, juntos en la construcción compartida, en la creación de un mundo nuestro, de ambos, al que podemos llamar en puridad un mundo social. Eso es el mundo social. Después, mucho después, o mucho antes, según se mire, el mundo social se desprenderá de nosotros convertido en lenguajes o sistemas simbólicos que tienen su propia naturaleza, y que ya no nos necesitan para ser, aunque sí para seguir existiendo.
  
En este mundo particular nuestro, que nos es directamente propio, o lo más propio que ambos nos tenemos, nos toca organizarnos, o ya el mero hecho de trabajar codo con codo en los proyectos compartidos es una organicidad de nuestra acción, o de nuestra vida común. Junto al otro, hechos uno con el otro, compartimos, tomamos parte en algo que sólo aparece y fructifica en el trabajo conjunto entre él y yo. Esta propiedad compartida de los dos (no hay tres todavía, no nos hace falta ningún tercero) es lo que llamamos el terreno común, lo que ambos debemos cuidar para que siga siendo, si es que queremos que siga siendo, mientras cada uno de los dos conserva otros múltiples terrenos para su vida privada. No debe haber confusión. Lo propio de ambos no es lo mismo que lo propio mío. Yo ya tengo mi vida y mis quehaceres solitarios, al margen del otro, desde el momento en que comencé a crear y a defender mi mundo a solas.
  
La llegada de terceros a este nuestro mundo compartido es desde entonces incesante. Bien porque yo establezca relaciones de propiedad con otros pares (es decir, me embarque en proyectos propios con diferentes otros), bien porque nuestro pequeño mundo compartido se vea interrumpido por la aparición de terceros, sean individuos o díadas, el mundo propio en común de la díada debe continuamente confrontarse con situaciones en las que hay que tomar en consideración la presencia de terceros. Estos terceros pueden ser bienvenidos a nuestro mundo en común, que así se amplía, y lo que era propiedad de los dos recibe y abraza la presencia de los nuevos, que entran de este modo a formar parte de lo propio y común nuestro que antes sólo nosotros dos teníamos. Claro, todo esto es hablar modélicamente, como de forma abstracta, pero basta pensar en ejemplos sencillos, como cuando me pongo de acuerdo con mi vecino en que afrontemos de cierta manera específica cierta situación que a ambos nos atañe, creando así un modo de acción conjunta, en la que luego podemos acoger a otros terceros vecinos, que también se sientan afectados por la misma situación, y que puedan estar interesados en afrontarla junto a nosotros, como nosotros, en coordinación con nosotros. De este modo sencillo y sin intermediarios, los que vivimos en vecindad nos organizamos, creamos estructuras simbólicas de nuestro pequeño mundo de intereses compartidos, nos damos roles en el afrontamiento conjunto, normalizando de maneras sencillas parcelas de nuestras vidas que, en principio, sólo a nosotros nos incumben, sólo a nosotros interesan, y, fundamentalmente, que no necesitan de nadie más para seguir siendo. Si son, es exclusivamente porque nosotros así las hacemos ser. Y no ha lugar en absoluto a que cuartos o quintos o sextos nos vengan desde fuera a decirnos cómo debemos hacer las cosas. No los necesitamos, no tenemos dependencia de ellos, ni les debemos pleitesía ni agradecimiento. Lo que hemos hecho, lo hemos hecho en libertad, decidiendo por nosotros mismos si queríamos, o no, conjuntarnos con el otro cercano, entrar en conversación con él, aunarnos en la tarea conjunta y vivir una parte de nuestra vida en la parcela o terreno común así creado.
  
Aquí, debo subrayar estas dos palabras, para que nadie se llame a confusión con lo que estoy diciendo. Lo común es posible sólo porque así lo hemos decidido en libertad. Lo común no nos viene impuesto, no es una consideración preternatural o naturalizante, una especie de derecho animal, espiritual o humano, o angélico, o no se sabe qué. Lo común es sencillamente el terreno que nosotros nos hemos dado en nuestra convivencia cercana y diaria, allí donde nos ha interesado, y bajo la irrenunciable y necesaria premisa de la libertad individual para mirar el mundo libre de prejuicios y asociarse con el otro si lo estimamos conveniente, o no, para nuestra vida personal. Incluso debe hacerse notar que, aunque debamos considerar también el modo en que los sistemas simbólicos complejos (la sociedad, la ciudad, las ideologías, el Derecho, la lengua, la cultura…) se independizan en su ser propio, y se nos presentan como realidades que deben ser consideradas, tanto en su dimensión espiritual como en su dimensión fáctica, todas estas grandes construcciones históricas no impiden ni obvian que nuestra vida compartida sigue sucediendo de continuo en la infinitud de las conversaciones mundanas entre los muchos unos y otros (siempre uno y otro concretos, aunque sean muchos). Es en estas conversaciones diádicas donde el uno y el otro se encuentran, dialogan, pactan, o desconfían y disputan. Es en estas conversaciones donde los sistemas simbólicos complejos se hacen presentes, pero sólo en la medida en que nosotros dos tenemos a bien, o a mal, considerarlos. Ellos no se nos imponen, sino que nosotros decidimos el modo en que los tomamos, o no, en consideración, y obramos en consecuencia.
  
Si hay algo a lo que llamar organización social, orden social, política y gobierno, es a estos pequeños fragmentos que componen, en la miríada de sus ocurrencias, el orbe todo de la vida social del Estado. El Estado somos nosotros, todos y cada uno en nuestros lugares comunes, en nuestras tareas conjuntas, en el equilibrio siempre inestable entre la soledad y la compañía, que podríamos nombrar también la propiedad privada y la propiedad común, si es que ponemos atención al modo en que aquí estamos usando estas difíciles palabras. Que luego lleguen las corporaciones, los lobbies de poder, los grupos de interés o los partidos políticos a arrogarse la representación y la competencia para decidir sobre cuestiones de política y gobierno de nuestro Estado, es una usurpación que podemos, o no, concederles, pero siempre como una concesión transitoria que no puede, en su más estricta imposibilidad, ser tomada de forma permanente, pues ellos no son nuestra vida, ni pueden decidir sobre ella, por la única razón, sencilla y contundente, de que nuestra vida sólo a nosotros nos compete vivirla. Cualquier otra cesión o argumento es puro delirio orwelliano o acto de servidumbre voluntaria, generalmente necio e irresponsable, y en ocasiones interesado. Ellos, los que ambicionan el poder de gobernarnos a todos, sólo son otros concretos, con minúsculas, individuos y pares de individuos, tales como usted y como yo, ni más ni menos, que se ocultan detrás de ciertas grandes palabras, de ciertas nobles tradiciones de la Humanidad, para medrar en sus intereses particulares, que siempre son oscuros, aunque los disimulen mal, y ponernos a usted y a mí a darles las gracias, o a reírselas, a dejar de vivir nuestra vida para pasar a vivir la que ellos pretenden para nosotros en su propio interés corporativo.
  
Bien visto, el poder que ellos tienen es minúsculo, aunque muy efectivo. Sus actos son sólo una más de las condiciones situacionales que usted y yo tenemos que tomar en cuenta para decidir sobre nuestra acción propia, sea individual o conjunta. Podemos ignorarlos, disimular, mentirles, aceptarlos, o adaptarnos como si los aceptáramos, porque sus ojos aún no llegan al delirio oprimente del Gran Hermano, y no pueden vernos ni saber de nosotros tanto como quisieran muchos de estos mal llamados gobernantes. Ellos pueden ponernos difíciles las cosas, pueden complicarnos la vida, pero nunca gobernarnos, y no porque no esté en sus pretensiones, sino porque el gobierno de nuestras vidas, como queda dicho, es exclusivamente una propiedad de nuestra acción libre y conjunta, que es algo que ellos no pueden reemplazar ni usurpar de ninguna manera imaginable.
  
Llama la atención que tanto se asombren los contemporáneos de que la gente se organice de estas maneras sencillas en sus vidas diarias cuando les surgen los problemas, sin darse cuenta de que es lo que, desde siempre, la humanidad ha hecho sin mayores alharacas: hablar con el otro y ponerse de acuerdo con él, en libertad, para hacer lo más conveniente a los dos, o a los tres, o a los que fueren. Lo más llamativo, sin embargo, es que los contemporáneos, una vez comprendido que el gobierno es siempre particular y del pequeño grupo, se empecinen en buscarle fórmulas grandilocuentes, que siempre son simples y de corta mira, para extenderlo al común de los millones de nuestra sociedad; ignorando, primero, que los millones de nuestra sociedad ya lo saben y ya lo ejercen con naturalidad en sus vidas diarias sin auxilio de nadie, tampoco de ellos, pues no lo necesitan; y segundo, que la acción conjunta de los millones no es algo que se pueda pensar, decidir o imponer desde fuera, pues esa, como hemos visto, es la intención del mal llamado gobernante ambicioso de poder, y es sólo una mala pretensión que la vida diaria y efectiva de los muchos se encarga de negar y rechazar con la sencillez de su seguir viviendo en sus mundos comunes particulares. El único que puedo poner mi vida en excepción soy yo, que soy el único que puedo dejar de vivirla; o el tirano, que lo hará con violencia o muerte, y no hay más. El resto es superchería para desavisados o mercadeo para pícaros, nada serio. Por eso, la única soberanía me pertenece y es intransferible. Ese debiera ser el artículo primero de toda Carta Magna; todos los demás brotan de él.
  
¿Es así que no podemos pensar en lo común que tienen los millones de personas de nuestra sociedad?, ¿o que no podemos pensar en la gobernanza de nuestra sociedad de millones? Claro que podemos, y ya lo venimos desde el origen de las instituciones culturales. Ya tenemos el Derecho, la Carta Magna, la lengua, las ideologías y la cultura en general. A través de ellas pensamos la multiplicidad inmensa de nuestra sociedad de millones. Pero nadie ha creado estas grandes construcciones de sentido, nadie las gobierna, nadie puede decidirlas particularmente ni imponerlas a capricho o interés propio, sino que ellas son el poso, el desiderátum de largas y muy antiguas tradiciones de convivencia que aún nos facilitan en gran parte nuestra vida en común, que nos enriquecen de continuo, pero que también debemos tratar con cierta distancia, para que el individuo que se quiere libre, o que vive en la tarea de darse su libertad, pueda pensar las cosas por sí mismo, y decidir de qué modos participa en el terreno común de la cultura compartida, o se recluye en las pequeñas esferas de su vida privada, para ser tal y como sólo él puede decidir ser.
  
Todo el que habla en nombre del Pueblo es un usurpador de nuestras voces, y no debiéramos prestarle más atención que la que damos al cómico que nos entretiene, o al méndigo que nos pide unas monedas, que con gusto y compasión le damos, cuando nos las pide educadamente.


Georges de la Tour
San José Carpintero, h. 1620


viernes, 24 de abril de 2020

Las trece virtudes de Benjamín Franklin


Escribo su nombre con acento porque siempre lo dijimos así. Nosotros, los españoles del Mediterráneo, somos más familiares a este nombre que los pueblos del Norte, a quienes admiramos. Nosotros tenemos nuestra propia familiaridad con los así llamados, como con las gentes que dieron este nombre.

Escohotado, persona de la que no dejo de aprender lecciones de humildad, recomienda emplear tu tiempo en seguir tu curiosidad, en explorar aquello por lo que te preguntas, sin detenerte nunca. Llevado de su ejemplo, esta noche me preguntaba por los padres de la nación norteamericana, la que se dio a sí misma un nombre tan prosaico, y a la vez tan abierto a buscar su verdadero nombre echándose a andar. Empecé por Franklin algo por capricho, quizá también por otro tipo de familiaridad, esta, infantil. A Wikipedia, que es una joya sin precio, un regalo para la Humanidad, le debo haber tenido una breve noticia de su biografía, cuyo interés radica más en el personaje que se hizo con ella; pero, sobre todo, este sabroso listado de virtudes, tan llenas de valor como bien pronunciadas, con las palabras justas, tanto en inglés como en su traducción española. (Leo que su biografía fue traducida por primera vez por León Felipe, poeta muy estimado, y mi asombro es doble.)

Lo que me resulta más admirable de estas trece virtudes, sin embargo, es que fueran dichas para sí mismo, y no para los demás. Que no fueron pensadas para exigirlas de nadie más que de sí mismo. Quizá por coherencia con su ambiente puritano, se impuso con veinte años la tarea de practicar una de ellas cada semana, escribiendo el resultado sobre un papel, y así lo hizo durante toda su vida para tratar de ser mejor persona.  Yo lo entendí hace no mucho tiempo. No se trata de cambiar el mundo de los demás, déjales entre sus cosas; se trata de cambiar tu mundo, en tu tarea a solas, en la que tienes que ser. Si trabajas para que tu mundo sea mejor, no hay más que puedas exigirte.

Hay un erudito chino de nuestro siglo XVI, Liao Fan (了凡), que también anotaba diariamente las veces que era, o no, virtuoso. Pensaba que el hombre que consigue ser virtuoso cierto número exigente de veces, alcanzaba la posibilidad de liberarse de su propio destino. Yo no soy una persona virtuosa, aunque en muchas ocasiones he pretendido serlo. No voy a exigirme otra cosa que la que ya me exijo, seguir siendo. Pero creo que merece la pena traer las trece virtudes del señor Benjamín Franklin, para que, una vez conocidas, no las dejemos caer en el olvido.

  1. Templanza: no comas hasta el hastío; nunca bebas hasta la exaltación.
  2. Silencio: habla solo lo que pueda beneficiar a otros o a ti mismo; evita las conversaciones insignificantes.
  3. Orden: que todas tus cosas tengan su sitio; que todos tus asuntos tengan su momento.
  4. Determinación: resuélvete a realizar lo que deberías hacer; realiza sin fallas lo que resolviste.
  5. Frugalidad: gasta solo en lo que traiga un bien para otros o para ti. Ej.: no desperdicies nada.
  6. Diligencia: no pierdas tiempo; ocúpate siempre en algo útil; corta todas las acciones innecesarias.
  7. Sinceridad: no uses engaños que puedan lastimar, piensa inocente y justamente, y, si hablas, habla en concordancia.
  8. Justicia: no lastimes a nadie con injurias u omitiendo entregar los beneficios que son tu deber.
  9. Moderación: evita los extremos; abstente de injurias por resentimiento tanto como creas que las merecen.
  10. Limpieza: no toleres la falta de limpieza en el cuerpo, vestido o habitación.
  11. Tranquilidad: no te molestes por nimiedades o por accidentes comunes o inevitables.
  12. Castidad: frecuenta raramente el placer sexual; solo hazlo por salud o descendencia, nunca por hastío, debilidad o para injuriar la paz o reputación propia o de otra persona.
  13. Humildad: imita a Jesús y a Sócrates.


viernes, 17 de abril de 2020

Ars civilizatoria

Someramente, estas podrían ser las clases de personas, según se enfrentan y resuelven sus problemas de este mundo.

Primero están los que han habido desde siempre, y no hemos dejado de haber, que algo de ellos todos conservamos. Son los que, cuando la máquina no funciona, le meten cuatro viajes y dos voces, o sea, la zarandean con denuedo y le chillan como a persona, por ver si reacciona, de tanto hartazgo que le tienen. Y en eso la máquina, más bien cacharro, echa cumplidamente a andar, y tanto nos alegramos como después nos vuelve la inquina cuando deja de funcionar, que siempre ocurre, y así nos entretenemos con ella hasta que dice, amigo, hasta aquí hemos llegado, y calla para siempre, sic transit gloria mundi. Y este es nuestro modo más antiguo de habernos con las dificultades, y que no nos tosan mientras estamos en la disputa personal contra la máquina, que para algo es nuestra, y si no nos hace caso, anda y que la zurzan, o que reviente jodiendo a otro, que para dolores de muelas, me basta mi boca, y no han de venirme máquinas, ni amos, ni tontos, a revolverme el ánimo, que ya lo tenía yo tan bien calmado. Y ya los listos y los inteligentes, y los manieristas de las buenas manieras vendrán a burlarse y decirme, mírate borrico, adónde llegas, como si ellos en su casas no se apañaran a guantazos, y sobre todo en las casas de los demás, que para odiar y escupir su mala baba están siempre prontos, y el que no lo vea, borrico sea, que sólo hay que mencionar el cuchillo de palo fascista en casa del herrero comunista, y veredes cómo les hierve la sangre en la mirada. Allá fueres, sin corazón te vieres, que en esta casa no nos faltan velas para enterrar a los nuestros.

Luego están los civilizados, que nos vienen desde el refinado neolítico, vestidos con togas y broches de metal de hoja de lata, caminando muy dignos al ágora, donde agora nos vemos y parlamos, o parloteamos, porque el ágora es también mentidero de los chismes, los dimes y los diretes. Estos son más de resolver sus problemas conversando, y eligen entre ellos al que mejor conversa para darle premios y laurel con que adornar su frente, si no la traía ya adornada de casa, porque tanto se moderan, tosen circunspectos, inician retruécanos retóricos por donde no habrán de salir ni ellos, y a ver nosotros, como después esputan sobre el meteco, sobre el apestado, sobre todo aquel que les trae el infortunio a sus placenteras y disquisicionales vidas. Oh, admiración de las épocas, también yo quisiera disputar en la asamblea de los sabios, pero sabios hay muy pocos, y están mejor bajo un puente, en su barril, aprovechando el sol de sus días, que al fin será poco. Vendrá don Aristóteles a echarles las cuentas de los juicios, categoreín de los agoreínes, de los que agorean sus augurios, cuando al maestro de su maestro le bastó quedarse callado para que aún sigamos sin entender que hay que llegar a viejo para no saber nada. En nuestros días, estos civilizados reclaman ágora, para juntarse en ella los que pueden juntarse, porque siempre hay un otro, que no es uno, sino legión, a quien se le hurta la voz, la presencia, la visibilidad, la legis para decir yo también quiero decir. Pues tú no, chavalote, que para diferentes, ya nos bastamos nosotros, los iguales, que tenemos tanto que decirnos, tanto que aplaudirnos y laurearnos, siempre con moderación, por supuesto, siempre con la mano en la toga, por supuesto, siempre con el broche brillante de hoja de lata bien lucido, para que se note bien que es de hoja de lata, porque el oro de la inteligencia no es aquí bienvenido, que al que destaca, estaca, y al que protesta, en la testa. Y después tosamos, hermanos, y discutamos, sin venir a las manos, y argumentemos, memos, que si el mundo falla, calla, que no va con nosotros, que son los otros, y ya tenemos cárcel, cicuta y ostracismo para decir lo mismo: ergo nosotros, el Pueblo de los nosotros, y resolvamos ya, parletres, que el tiempo apremia y por dónde íbamos.

Más allá de los civilizados, aún tenemos a los bizantinos, culmen de cúlmenes, supracivilizados, sutiles donde los haya, capaces de llevar la discusión hasta lo imposible interminable del sexo de los ángeles, distinguiendo incluso si serafines o querubines. De Bizancio nos vinieron, y sus nietos echaron raíces y llegaron lejos en Florencia, en el Véneto y, en general, en los muchos lugares de la Lombardía. Son los maquiavelos, los médicis, los sforzas, los que ya no reparan en razones, sino que han entendido que esto no es cuestión de arreglar máquinas, ni de argumentar para llegar a consensos que a todos nos convenzan, sino de torcer voluntades, de engañar y engañarse, de partidas de ajedrez a siete jugadas vista, cuando el gobernante piensa que el otro estará pensando ya en lo que él piensa, y aún en lo que piensa un tercero y un cuarto, que siempre son muchos los sutiles, y así hay que anticiparse, poner trampas y argucias que pillen en renuncio al otro en la cuarta o en la quinta jugada, cuando ya se hallen descampados y no prevenidos. Y toda esta inteligencia, que es sin duda mucha, al servicio de un solo fin, el poder, seguir en el poder, conservar el poder para los nuestros, y negar el poder a los demás, porque todo se resuelve en que si no mando yo, otro lo hará, y si yo no me anticipo, otro lo hará, y si yo no asesino, otro lo hará, porque siempre hay un otro, o varios, sutiles y venecianos, con el veneno presto para ser derramado en un oído (¡Dios mío, en un oído, cómo se puede alcanzar tanto refinamiento!), con el estilete que no deja señal, con el discurso que convence al tonto útil de turno, o al listo que convence al tonto segundo, y este a un tonto tercero, para que el más tonto de todos, el de la cola, se descubra imbécil con el estilete en la mano. Estos, que tanto ingenio derrochan, estos, que inventaron el Renacimiento, que vieron nacerles leonardos, albertis y miquelángelos, estos, tan finos que sus pedos causan deleite, de tan sutil el olor y tan armónico el sonido, estos son nuestros gobernantes. Mientras los brutos de vamos a las bravas, que son los más honorables, guste o no; mientras los agoreros del ágora discuten y compiten por ver quién lleva razón, y con ellos quisiéramos estar, no lo duden; mientras, estos, los venecianos, se llevan el gato del poder al agua, nos mangonean, nos conducen a los pastos de otoño y primavera, nos venden la burra gitana que semeja yegua de Jerez, pero viene con las alforjas vacías; estos, los maquiavelos de los altos salones, son los que ustedes votan para que les gobiernen, los aprendices del juego de tronos, que a veces se doctoran en goebbles y en mengele, y ahí nos toca sufrirles, morir por ellos, callar por ellos, matar por ellos. Los más admirables, sin duda alguna.

En fin, después sólo nos queda Nietszche, el de la inversión de valores, el que se dio cuenta de que las civilizaciones estaban agotadas, que todo era ya ruido de esclavos sedientos de amo, y sutilezas de amo sediento de esclavos. El de la nueva aurora, el de la ciencia gaya, el del superhombre que habrá de venir, y no seremos nosotros, los hombres, sino el que nos sobrepasa por la derecha. Si el tiempo no es más seguro que una pompa de jabón, si el instante del águila y la serpiente es el único manto que nos guarda, ya sólo quedamos los anacoretas, los estetas, los hartos de todo hartazgo, los que ya no sabemos hacia dónde mirar que no sea campo de soledad, mustio collado. El tiempo terminó, amigo, ha llegado el nuevo tiempo, ahora sólo tenemos carteles luminosos, pirámides brillantes de Las Vegas, bots y bitcoins, intangibles, poemas que se olvidan susurrados en el viento, hombres libro alucinados en un bosque después de la lluvia ácida, y ratas, muchas ratas, legiones de roedores mordiéndonos los tobillos, dejándonos en la piel y en la sangre sus virus y bacterias, que no son animales nobles, como el perro, como el humano, que te miran a los ojos cuando tienen miedo, sino piedras con vida, minúsculas, inmisericordes, cuyo sólo afán es reproducirse hasta matar al huésped, de cuya existencia nunca sabrán, ni mierda que les importa.

Y en este paraíso de soledad civilizatoria, yo sigo escondido en mi cueva, cantando, mirando al sol cara a cara, huyendo de los hombres y de las ratas, desconfiado, huraño, infeliz, loco desquiciado, escribiendo fragmentos de ira que nadie atenderá, que no serán leídos, que no irán a ningún sitio más allá de mis manos, pues ya no hay sitios adonde ir. Este es el mundo, amigo, sueño, fermento y sueño. Si estás como yo, rebuscando entre rastrojos, cantando sin público al fondo de una cueva, cuídate mucho, no salgas, no te expongas, no alces la voz, que no sepan de tu existencia los brutos, los civilizados, los bizantinos, o verás otra vez cómo el brillo voraz de sus ojos, sus dientes afilados deseosos de esclavos, de metecos, de cacharros a los que golpear porque nunca funcionan como ellos quieren. Deja el mundo, amigo, que el mundo sólo te quiere para sus luchas fratricidas. Conserva la dignidad y el respeto por ti mismo, conserva la elegancia, la humanidad, la sencillez, la verdad mientras vives y mueres solo, como sólo puede vivir y morir un hombre que se tenga por tal.


Caravaggio
San Jerónimo escribiendo, 1605

jueves, 2 de abril de 2020

La actitud como cualidad del acto (y III)

Tanto la breve discusión semántica de las etimologías como el comentario crítico frente al modo en que tradicionalmente se entiende el concepto, sólo han permitido apuntar la idea de actitud que aquí queremos defender. Con ánimo de aclararla sin distraernos con otras consideraciones, trataremos ahora de ilustrarla con un ejemplo sencillo.

Pensemos en primer lugar en la anticipación de lo que haya de suceder. Preguntamos, por ejemplo, al gobernante de una ciudadela cuál es su actitud ante un peligro que se avecina inminente. Quizá nos responda que su actitud es cautelosa. Dicho así, en el vacío de la mera expresión retórica, nada nos dice, podría haber dicho cualquier otra cosa, y no tendríamos formar de comprender en concreto de qué nos está hablando. Incluso ha organizado una recepción para la noche, en la que se espera cierta pompa y una elevada presencia. ¿Dónde está entonces su cautela?, nos preguntamos. Viendo la inquietud en nuestras caras, él mismo nos tranquiliza: he ordenado reforzar los equipos de vigilancia con nuevos recursos, organizando turnos continuos de hombres preparados para una respuesta rápida en cualquier momento; además, he ordenado proveer las despensas y el dispensario de alimentos, agua y materiales médicos, etc., y todo ello con el fin de que, en caso de que la amenaza realmente nos aseste un duro golpe de partida, estemos preparados para que los daños iniciales sean los mínimos posibles. Si ha organizado una recepción, es porque quiere ser cauto sin generar un alarmismo que pudiera volverse en contra nuestra. Entendemos ahora en qué consiste su cautela, y por qué sus decisiones merecen tal calificación. Imaginemos de manera alternativa que su actitud inicial hubiera sido beligerante, y que, en consecuencia, nos hablara de cómo habría enviado emisarios para conocer de primera mano la gravedad del peligro que se llega, con orden de buscar alianzas para detenerlo antes de que nos alcance, incluso al extremo de cambiar las tornas, y que sea nuestra respuesta lo que resulte ahora amenazante para lo que antes nos hacía temer. Veríamos aquí apropiado juzgar sus decisiones, y las acciones decididas, como beligerantes. No sigo. Vemos en ambos casos que la actitud es una calificación o juicio valorativo que emitimos sobre el comportamiento concreto realizado. Incluso en la anticipación de lo por venir, son las medidas específicas que tomamos antes de que llegue lo que merece el juicio actitudinal. En ningún diríamos que la actitud anticipa o predice (decir antes de que se diga, hacer antes de que se haga) lo que después haremos, sino, en todos los casos, única y exclusivamente lo que ya estamos haciendo.

Pongámonos ahora en el presente. Ya no hay tiempo para la anticipación, la ciudadela está siendo sitiada, y nos enfrentamos ya con lo que entonces presumíamos peligroso. Y ahora, nuestro gobernante se comporta con arresto, y, situado en su puesto de mando, dirige, ordena, reorganiza, defiende y, en definitiva, lucha con actitud denodada. En cada una de sus acciones, comprobamos su arrojo y su firmeza, y en ningún caso nos atreveríamos a decir que vemos en él muestras de una actitud temerosa o pacata, sino todo lo contrario. Tanto que, viendo que el peligro arrecia, y que no disponemos de las fuerzas necesarias para rechazarlo, nuestro gobernante asume por fin una actitud intransigente, y a cualquier sugerencia de sus consejeros y amigos de que rinda la plaza, se enfada, nos arenga y sigue disponiendo de los recursos últimos para sostener la posición contra viento y marea. No sigo. En fin, que en ningún caso, las actitudes que muestra tener nos hablan de su comportamiento futuro, cuando acabe la lucha y se enfrente a las consecuencias en el día después. Todas se refieren a acciones concretas que todos podemos apreciar y valorar objetivamente, y que, en efectivo, merecen las calificaciones que hemos venido dando de ellas.

Finalmente, tras la derrota, nuestro gobernante se ve exigido de presentar informes que justifiquen la situación resultante. Rememorando lo ocurrido, y consciente de que no se le pueden achacar críticas que deshonren su actuación, nos relatará lo sucedido, las decisiones tomadas y las acciones realizadas ante la marcha terrible de los acontecimientos, y volverá a decirnos que actuó inicialmente con cautela, después con beligerancia, y por último con intransigencia ante los que le pedían abandonar la lucha. Y quizá, viéndose ahora cuestionado, veamos en sus respuestas muestras de una actitud soberbia y orgullosa, o quizá, dolido por el desastre que no pudo evitar, a pesar de los ingentes esfuerzos, pida ahora disculpas, con actitud sincera y humilde, a los que han sufrido a su lado y ahora lloran. No sigo. En fin, en el fin de los fines de esta torpe novelita militar, insistamos en que, en todas las ocasiones, cuando hablamos de actitud, la estamos refiriendo siempre a comportamientos y acciones concretas, entendiendo que también las decisiones, los pensamientos, los pronunciamientos verbales (lo dicho en cada momento), son todas ellas acciones concretas que pueden ser enjuiciadas atendiendo a sus cualidades, a su coloración adjetiva, al modo en que se emprendieron de manera característica y peculiar cada una de ellas.

Este es el concepto de actitud que aquí defiendo, dicho en palabras sencillas con un ejemplo mundano. Nada que ver con las encuestas de opinión, las prospectivas de voto, las campañas de influencia (cambio de actitudes, le dicen, a lo que otros llaman propaganda o marketing), en las que el gobernante, o quien fuere que tenga que tomar decisiones que afecten a los demás, o que nos afecten a todos, se pertrecha y se parapeta en la opinión simplificada, para actuar con demagogia y salir bien parado, sea cual sea la marcha de los acontecimientos. El comportamiento de nuestra clase política es una buena muestra de esta curiosa y perversa manera de gobernar. No son estos los gobernantes en los que yo confiaría, ni daría pábulo alguno a los asesores que para ellos preparan (en lenguaje crítico, cocinan) estos aparatosos estudios de opinión o de actitudes. Allá ellos, poco me interesan mientras no se conviertan en nuestros tiranos. Cada cual en el gobierno de su propia vida, que decida y que actúe, y ya juzgaremos si nuestras actitudes fueron o no las que hubieron debido ser. De otro modo, que no me importa, volviendo al bueno de Sancho, lo que unos y otros digan de lo que harán, incluso lo que digan de lo que hacen, sino que sólo me importa lo que hacen, y no les juzgaré por más cuestión que por esta. Lo mismo debo, en consecuencia, pedir y aceptar para mí de los demás.



miércoles, 1 de abril de 2020

La actitud como cualidad del acto (II)

La preocupación de los colegas de las ciencias sociales, cuando acuden al concepto de actitud, es la predicción de la conducta. Aunque la historia de los estudios que sus antecesores han realizado al respecto debiera llevar a desengañarles del intento, no cejan de él, sino que lo conservan veladamente tras el objetivo de la explicación causal del comportamiento. Traducido a un lenguaje común, esto significa que andan siempre buscando cuáles puedan ser los antecedentes, de orden psíquico o social (como si ambos órdenes fueran distintos, y no dos caras de la misma moneda), que nos permitirían adivinar, a grandes rasgos, cuáles serán las tendencias de comportamiento de una masa de individuos específicos. El sueño del ingeniero social aún no ha terminado, y se intuye con facilidad que el marketing comercial y el marketing político sean los más interesados en disponer de este conocimiento. No importa, demos por buena la buena intención científica del explicar para comprender, y no para controlar, aunque nos guardemos siempre la carta de sospechar de tan buenas intenciones y de tan ingenuos aprendices de doblepensador. Lo que se nos antoja inaceptable de esta pretensión es la extraña idea de que el comportamiento pueda estar determinado antes de suceder, es decir, que se le nieguen al individuo los márgenes de libertad para decidir sobre la marcha cuál haya de ser su comportamiento, en función del desarrollo de las situaciones y de cómo estas comprometan su vida y sus intereses. No nos parece que esta suerte de mecanicismo ramplón, tan querido a las ciencias humanas que se quieren naturales, y que apreciamos tanto en las explicaciones de orden biográfico (uno es según su historia personal o cultural) como biológico (uno es según sus cadenas proteicas o sus conexiones neuroquímicas), pueda ser sostenido sin más, sin que notemos que se le hurta al individuo la libertad de acción, la posibilidad de reflexión continua, la consciencia, la inteligencia para comprender y decidir, y la capacidad ética de preguntarse en todo momento cuál haya de ser su comportamiento, para obrar en consecuencia. Se renueva el dictum de Fichte: debemos elegir entre libertad o ciencia, pues la ciencia oficial se quiere por definición determinista, y me temo que no cabe un concepto de libertad personal bajo una forma de comprensión determinista del ser humano.

Volvamos al concepto de actitud. Se plantea entonces que la predicción o explicación del comportamiento venga acaso de una triple consideración: lo que la persona piensa ante determinada situación por venir, los afectos que esta anticipación despierta en ella, y los comportamientos que, en principio, ella misma piensa que realizará llegado el caso. Evidentemente, no vemos por ningún sitio el concepto de actitud que aquí hemos propuesto, y no lo vemos por dos razones: la principal, porque el comportamiento aún no está sucediendo en presente de indicativo y, por lo tanto, no hay motivo para hablar sobre la coloración cualitativa con que la persona lo estará realizando; y una secundaria, porque nuestros propios colegas reducen la actitud a una consideración mínima, a saber, la orientación “emocional” difusa [i] que la combinación aritmética (sí, aritmética, pues para ellos se averigua echando las cuentas de las matrices de la varianza estadística) dará como resultado en la anticipación que el propio individuo realiza de su futuro comportamiento. De este modo, la actitud queda reducida a su expresión mínima: positivo o negativo, Barcelona o Real Madrid, derechas o izquierdas, aceptación o rechazo, bueno o malo, bendiciendo científicamente la simplificada toma de posición que tanto nos espanta comprobar cuando nuestros conciudadanos filtran toda información, toda decisión y todo juicio mediante un simple rasero binario: conmigo o contra mí, sin matices, sin concesiones, sin pensamiento, con torpeza ignorante y evidente mala fe. Pero, incluso si diéramos por bueno el valor conceptual de esta idea de actitud traída a menos, apreciamos que la coloración cualitativa del comportamiento, reducida a la simpleza del positivo o negativo, deja de lado la inmensa cantidad de matices que el idioma nos brinda en los muchos adjetivos (“…se dirigió con una actitud sana, lógica, estúpida, valerosa…”), los participios de pasado y de presente (“…con actitud alocada, afectada, pausada, acelerada…, valiente, intransigente, constante, inteligente…”), e incluso las variadísimas opciones de las formas de relativo (“…con actitud que despierta admiración, que nos eleva, que nos extraña…”). Díganme, siendo serios, dónde queda lo positivo y lo negativo en este inmenso repositorio de adjetivaciones posibles para cualificar el comportamiento, si no es en la torpe simplificación del lenguaje iletrado de la calle, que desconoce los tantos matices, o, al menos con una cierta sutileza conceptual, en la clásica posición de William James, que requiere que, más allá de esta inicial y difusa sensación interna de euforia o desasosiego, quede en manos de la propia persona el interpretar sus sensaciones, acorde con la situación y la marcha racional de sus proyectos de acción, para dar color a sus reacciones literalmente viscerales, y alcanzar con ello el verdadero carácter personal y culto de la experiencia emocional.

En fin, que, para nuestros colegas, la actitud vendría a ser esta suerte de intermediario difuso y simplificado que quedaría situado entre el cómputo de la historia personal antecedente y la previsión del comportamiento futuro. Con ello, se desaparece por completo el matiz cualitativo del comportamiento efectivo, lo que aquí estoy llamando actitud con mayor propiedad semántica. Cerrando el círculo de la mecanización iletrada, el comportamiento quedaría como un frío desencadenarse de una acción que no tiene meta, sino antecedente; que no tiene matices, sino componentes; que no tiene distingos, sino similitudes rutinarias. Así, por ejemplo, diríamos que los variados individuos comerán los mismo cereales por la mañana, o votarán idéntica opción política, sin distinguir, en términos de actitud, que uno los comerá con desgana, y el otro con deleite, que uno los comerá preocupado por su salud, y el otro ansioso por terminar y marcharse; o que todo voto será el mismo voto, todos fascistas, todos comunistas, sin considerar que uno votará denunciando el statu quo, otro paranoico de sus enemigos imaginarios (o no), otro por hartazgo, y otro quizá porque le obliguen. Todos los adjetivos se reducen a dos, al binarismo pueril del me gusta-no me gusta (like, dislike, como de red social con caritas, pero sólo dos), y toda la ciencia de los estudios actitudinales se reduce al final a tratar de predecir lo único que parece importar al ingeniero social que todos llevamos dentro, vota o no vota, compra o no compra, acepta o se rebela, deseosos de cambiar el mundo, de “cambiar actitudes”, sin que importe lo que las personas tengan que proponer, que crear, que matizar, que aportar, más allá de la simple aceptación o el simple rechazo, ejercicio de ingeniería que, no sé lo que ustedes pensarán de él, para mí sólo es establecer con firmeza científica la sumisión del individuo a los dictados de todos estos maquiavelos de pacotilla, predictores de tendencias, analistas de la masa despersonalizada, asesores desavisados de pequeños y terribles dictadores en potencia.

Dirán que exagero, y no me importa. Esto, amén de una reflexión conceptual, también es un ejercicio retórico para llamar la atención sobre lo que a mí, personalmente, no me convence en absoluto, y me parece por demás equivocado. Si son ustedes capaces de disculpar mis efusiones retóricas, quédense con esta cuestión, que entiendo ser la crucial: que no se trata de saber cuál es, o será, la actitud ante lo que vendrá, sino de comprender y convivir con la multiplicidad de actitudes y pareceres que ya están aquí.


[i] No quiero interrumpir tanto la redacción del texto. Donde dicen “emocional”, otras veces usan “evaluativa/valorativa” o “afectiva”, como si estos términos fueran sinónimos, y no conceptos perfectamente distinguibles, con lo que no se sabe muy bien qué están proponiendo, salvo la cuestión binaria y genérica de la aceptación o el rechazo, que a continuación se trata.

martes, 31 de marzo de 2020

La actitud como cualidad del acto (I)

No sé si de algo sirven las etimologías, aunque las uso con frecuencia para ayudarme a pensar, dado que el acceso a la semántica de las palabras de otro tiempo necesita no sólo del recuerdo que nos trae el diccionario, como herencia de lo que fue, sino de ir hasta aquel entonces para encontrar en los contextos oracionales o discursivos en los que las palabras fueron utilizadas, es decir, con qué otras palabras y, sobre todo, contra qué otras palabras, se utilizaron. Esta es la distinción básica entre diacronía y sincronía, introducida por Saussure en su famoso Curso, y que, con estricta exigencia lógica, Hjemslev reclama para un verdadero estructuralismo lingüístico. Aun así, asumo el riesgo, no de volver al pasado, sino de traer al presente, y subrayar, para entender nuestras palabras de hoy, lo que los componentes lexemáticos de las mismas siguen diciendo. Lo que me interesa es ir a las palabras, a ver qué dicen, o a ver qué escucho en ellas, y ver si lo que escucho interesa para nuestra reflexión teórica.

La que hoy me interesa aquí, en concreto, es “actitud”, un término que, prácticamente desde sus orígenes en la investigación sociológica, se presume cognitivo, algo así como una disposición mental previa, mezcla confusa de creencias y emociones, con lo que ya tampoco se entiende bien lo que la palabra “disposición” significa, que no es el modo en que uno anticipa lo que ha de sucederle (esto sería, etimológicamente, “expectativa”), sino el modo en que está ya dis-puesto (dis-positiō) para la acción, igual que decimos, con el diccionario, que la sala está dispuesta, y no nos referimos con ello a que ya la tenemos pensada por anticipado, sino a que está ya preparada, cada cosa en su sitio, para recibir a los invitados [i]. En la voz positiō resuena lo que está ahí puesto por mí, el pōnō presente de indicativo, más el sufijo -tiō, el cual forma, a partir de verbos, sustantivos relacionados con la acción o el resultado de la acción; no con los antecedentes de la acción, sino con la acción misma y con su resultado. Es decir, que yo interpretaría la “disposición” como la condición a priori, entendiendo el apriorismo no en un sentido de temporalidad lineal, como si fuera un antecedente de orden causativo, sino en un sentido kantiano, como la condición que está necesariamente presente en todo momento para que suceda aquello que está sucediendo. Así, por ejemplo, que el espacio es condición a priori de la sensibilidad no significa que haya de existir un espacio abstracto, en blanco o vacío previo al mundo que en él tendrá lugar, sino que el espacio es la condición (sine qua non) que está presente necesariamente en todo momento, en acto real de sensación, aquí y ahora, para que el mundo siga sucediendo espacialmente ante mi vista. Del mismo modo, la “disposición” sería el modo en que estamos (dis)puestos aquí y ahora, en todo momento, para que haya acción o acto, para que nuestro comportamiento siga sucediendo del modo en que la disposición dispone o ha dispuesto. Quizá la confusión venga de que también disponemos con anterioridad las decisiones, como cuando vamos a emprender viaje, y disponemos que, mañana, la casa quede cerrada, que el uno quede al cargo, o que el otro nos lleve a la estación, pero disponemos las decisiones en acto de decidir, las tomamos efectivamente, y no las disponemos antes de disponerlas, idea que, por lo demás, resultaría un tanto extraña.

Igualmente, nuestra “actitud” incluye el mismo valor perfectivo, del latín āctus, dativo y ablativo de acto, que es participio de pasado perfecto del indicativo agō, primera persona del presente de indicativo, “yo hago”. Igual que nuestro participio castellano, el āctus es lo sucedido, lo terminado (perfecto), no lo que se esperaba, que sería más bien un participio de futuro, āctūrus. Ítem más, el término “actitud” incluye, a través de su antecesor aptitūdō, el sufjio -tūdō, que forma nombres abstractos que indican estado o condición. Insisto, condición en un sentido kantiano, y no en el de una temporalidad lineal asimilable a la idea de causa. El mismo sufijo que nos da, por ejemplo, “magnitud”, que no es lo que hay antes de la cantidad, sino la grandeza presente en el objeto que medimos. Si la “plenitud”, por poner otro ejemplo, es la condición de lo pleno, y no algo anterior que fuera necesario para que lo pleno sea tal, no veo porque “actitud” no deba ser, paralelamente, la cualidad del acto, el modo característico en que la acción es actuada, y no otra cosa diferente. Yendo a lo simple de nuestras vidas. Creo que aporta comprensión al asunto el pensar en una expresión castiza del tipo “fulano muestra una actitud chulesca”, o “displicente”, o “agresiva”, o lo que fuere, y con ello no nos referimos a ninguna anticipación imaginaria, cognitiva o emotiva de la acción, sino al estado de ánimo que preside su actuación, al modo manifiesto y visible que califica y da color a su actuación desde su mismo comienzo y en todo momento. Su chulería no nos habla de cómo pensaba la persona realizar su actuación, sino del modo concreto y específico en que la realiza aquí y ahora, en presente de indicativo, o del modo concreto y especifico en que la ha realizado, en pasado perfecto. Que la palabra sea abstracta no nos remite a un pasado imaginario desde el que viene el acto ya realizado de antemano, sólo da nombre a lo que vemos de manera genérica en la actuación presente.

En conclusión, que yo definiría la actitud como el modo en que el sujeto está comprometido en su actuación, mientras la realiza, y no apelaría en ningún modo a una supuesta anticipación mental que los psicólogos, en su más pura y coherente tradición subjetivista, remontan a un fantasmal interior mentalista que quiere explicar el comportamiento ¡antes de que el comportamiento suceda! No ha lugar a esta atribución fantasmal, a este dar por supuesto lo que aún no está puesto. Si lo que nos interesa es el comportamiento, fijémonos pues en el comportamiento, en las decisiones que se tomen, en las acciones que se realicen, y no en la historia previa de la persona, ni en sus previsiones, que no nos dicen lo que sucederá, ni nos explican el comportamiento más que a toro pasado, cuando miramos hacia atrás, y decimos, con sabiduría de lechuzo, aquello de “se esperaba” o “ya se veía venir”. Lo que anticipa el sujeto racional consciente, y siempre de un modo aventurado, es el futuro, el fin o concepto de su actuación, el estado ideal hacia el que tendemos como proyecto que da sentido a la actuación. Pero la actuación no se piensa, sino que se actúa, o no será actuación, sino pensar, que no es lo mismo. Igual que no daríamos crédito sin más, siendo sensatos, a lo que el soldado declara sobre su valentía antes de marchar al frente, sino que ya veremos en su acción si su actitud es, o fue, valiente o temerosa. Sólo entonces juzgaremos su valor, y nunca antes, pues, como dice el buen Sancho, con actitud villana y torpe, del dicho al hecho hay gran trecho, y más vale un toma que dos te daré, y no con quien naces, sino con quien paces. En fin, que dados a lanzar ocurrencias, también sé yo, como el Quijote, arrojar refranes como llovidos del cielo, y vámonos a comer, que creo que ya estos señores nos aguardan.

Y con todo esto no quiero enmendar la plana a quienes piensan de otro modo, que son la mayoría, por no decir la totalidad, sino señalar que la palabra dice lo que dice, y que, si quieren decir cosa distinta, que harán bien en buscar otra palabra que mejor les convenga.


[i] Todas las referencias etimológicas están tomadas de la web online Wiktionary..