miércoles, 21 de diciembre de 2016

El retiro imposible

La voz es antes que el silencio. El silencio sucede cuando las voces callan. Lo que haya antes de la voz no puede ser callado, pues no ha sido dicho.

El mundo es siempre un mundo ordenado para nosotros, en el que entramados completos de objetos, personas, relaciones y movimientos, se estabilizan a nuestro alrededor sin dejar aparentemente espacio para el olvido o para la creación de mundos aparte. Estos complejos relacionales, a los que bien podríamos llamar situaciones, acciones o gestos, nos reservan un papel. Somos el jugador que ayuda a sostenerlos, sosteniéndose a su vez en ellos, resultando realidad plena y terminada en ellos. Dentro de cada uno de ellos, los objetos, personas, etc., hablan permanentemente unos de otros, se reclaman o se remiten, así que basta que alguno de ellos se haga presente para que seamos convocados por el juego, y el juego continúe.

El mundo que nos rodea no cesa de hablarnos continuamente. El bullicio de las calles y las gentes, de las conversaciones públicas, el caminar cercanamente unos de otros, el ordenar nuestros espacios unos en relación con los otros, el ordenar el tiempo como la sucesión de los compromisos mutuos. Esta es un habla que apremia, pues los otros, y el mundo que los otros hacen presente, reclaman nuestra presencia imperiosamente, nos gritan, nos miran a los ojos, se detienen ante nosotros en actitud de espera, y apenas nos dejan margen, si alguno, para definir el mundo al modo que nos convenga, y nuestro vivir en él sin ser significados desde la mirada del otro que no calla. Al reclamar de nosotros, nos invitan a un mundo que nos llega desde afuera y pasamos a vivir en la exterioridad del juego, en la construcción compartida, en su mundo, como objetos previsibles que realizan el papel que el mundo ha pensado para nosotros. Aquí no hay sujeto, sino sujeción, convertidos en objeto individualizado, personalizados a distancia de nosotros mismos, gozosamente vivos en el otro y en el ruidoso bullir de su vocerío.

Quedar a solas consiste en esconderse de las voces del mundo o en caminar entre ellas sin atenderlas, sin alzar la mirada, o con la mirada al frente, ciego para el camino y para los rostros. Cuando las voces callan, el mundo que resta nos habla silenciosamente. Viene al primer plano la estructura mundana de los espacios, la disposición de los objetos, la ordenación de los muebles y de las costumbres que remiten a las prácticas culturales, a las acciones normalizadas que nos han visto crecer y vivir. El vocerío se reduce entonces a su mínima expresión: al otro silencioso de los objetos sin rostro. Como no nos miran, ni siquiera tenemos que esquivar su mirada. Aunque nos hablen sin parar, en su tempo amable y detenido, podemos ignorarlos, dejarles a un lado, pasarles de soslayo y seguir nuestro camino, que, con tanta facilidad, retorna una y otra vez a ser el suyo.

Pero nos equivocamos si pensamos en el otro como un agente exterior, como el que está al otro lado de nosotros, radicalmente distinto. Desde que nos entregaron infantes a sus dictados, el otro soy ya siempre yo. Yo soy el que inquiero a los demás, el que les señala el camino, el que les presta el nombre, yo soy el que interrumpo su paso o el que les abro la puerta para que pasen. El otro soy siempre un yo puesto en el juego de la vida pública, sujeto para mí en la ilusión del jugador, objeto para los demás encarnado en la disposición normativa, en pieza necesaria que sostiene la estructura reglamentaria del juego que ellos juegan, que juntos jugamos. Este otro silencioso que soy yo ante mí mismo adquiere notoriedad cuando callan las voces todas, y me habla también calladamente. En el aislamiento del mundo público, yo me sigo hablando, y así traigo conmigo una compañía que me mantiene en un mundo posible, construido de retazos de cultura y de pequeñas rutinas que los demás no entenderían, pues no están presentes en ellas, no son necesarios o estorban el juego propio, quizá juego autístico.

Este otro que soy yo calladamente cobra su vida de mí, pero no me parasita, simbionte simbólico, pues me ofrece la vida a cambio. A él es a quien verdaderamente podemos llamar yo, y no a mí, que no tengo nada que decir, pues es él quien dice todo. Yo sólo puedo ser reconocido en el silencio radical de las cosas, donde todo, gentes, voces, objetos y yo mismo, callamos repentinamente, nos petrificamos y perdemos toda orientación de mundo.

Nuestro silencio a solas, en la ilusión de retraerse incluso ante el otro silencioso que soy yo mismo, es un cesar voluntarioso de las voces, las cuales no cejarán en su intento. Quizá nuestra forma de ser sea la de una perpetua retirada interrumpida, un volvernos hacia nosotros mismos que nunca finaliza por completo (Heidegger: salvo en la muerte), rehuir un mundo que nos aguarda continuamente, sin cansancio, sin tregua, inmensamente paciente, para habitar lo que podría ser calificada como una posición inhabitable.



domingo, 18 de diciembre de 2016

El sueño del sujeto

Hay un imposible sujeto que sueñan ciertos idealistas, pero sólo es el nombre que le damos a una pregunta y a una duda: yo. Antes del sujeto, antes del presente donde me siento, donde el mundo se muestra en derredor y me aparezco en él, antes ya estuve aquí, la verdad del sueño me precede. La llamamos de diferentes maneras, la escondemos en los vericuetos neuronales, en la glándula pineal, en la división proteica, en la historia singular de la creación divina o en la historia natural. Yo soy todas esas verdades desde antes, desde un principio, y ellas siguen en mí, en el fondo verdadero detrás de lo que parezco al mundo, escondidas en las cavernosas identidades del sueño del sujeto, ajeno e inalcanzable salvo para mí mismo, agazapado detrás, atento desde el escondite interior, velado y solitario en el fondo de mi ser. Un sujeto cuya historia se detuvo en el momento mítico o causa primera en la que fue gestado, definido y terminado para siempre. Lo que venimos después sólo es la marcha de lo inevitable. Monádico, compacto, pétreo, permanente en sí mismo e inmutable, pues nada que lo afecte le hará mella más que de modo accidental. Lo llamamos alma y yo, pero hemos olvidado qué significan estas palabras, y mejor deberíamos no darle ningún nombre.

Hay otro imposible sujeto que soñamos otros idealistas, los mistagogos de la palabra, el brujo ancestral que dominaba mediante el conjuro y el rito, todos los que amasan un mundo de palabras en las que echarnos a vivir, los poetas, los que confiamos en el lenguaje, cuya operación es total y su ser cualitativamente único. Aquí, de un modo distinto, también hemos estado antes desde siempre, en el sueño ancestral de la cultura. Hay un mito del yo que nos precede, y en él, somos el ritual que lo repite y lo sostiene. Formamos serie, y en ella nos debemos a un origen sin lugar con el cual mantenemos una deuda irresoluble. Ya fuimos dichos por nuestros padres desde hace muchas generaciones, las palabras que nos nombran tienen sentidos milenarios a los que somos arrojados por la inercia del lenguaje. En cada palabra resuenan todas las palabras que han sido dichas, y el eco histórico de la palabra yo se repite en nuestra caverna interior. Todos ellos nos dicen, o nos callan, y ya no podemos ser dichos sino a través de la palabra. Una vez pronunciada, ella dice por nosotros lo que nosotros no podemos decir si no es con ella, ella lleva ante los demás lo que desde nuestra interioridad nada puede ser llevado, ella nos dice lo que los demás no pueden decirnos desde el encierro de cada yo propio profundo y solitario. Todo se resuelve en la idea del yo, así que sólo podemos ser idea, o nada. O bien somos yo tal como nos han dejado dichos, o somos yo encerrados más acá de lo que puede decirse. O ambos, quizás una batalla.

Quizá, condenados a mirarnos siempre desde un presente desplazado, nos buscamos en un pasado mítico que ofrezca referencias y seguridades, y apenas el sueño varía entre quedarnos ensimismados pensándonos en origen, o en sentirnos historia viva que se despliega desde entonces. Siempre el sueño de otro, borgianos, paradójicos, aupados en la narración del sentido hecha jirones, siempre terminados y siempre por hacer.

Ambos sueños dejan otra derivada, la del vacío que persiste, la de una interrogación que no se cierra, un yo sujeto-nada perplejo ante los sueños y las explicaciones, seguro de sí mismo sin palabras para pronunciarse, en el lugar a solas inaccesible a todo y a todos, incluso a uno mismo. La pregunta por el yo sigue vigente. Esperemos no responderla nunca para que pueda seguir operando, y el sueño nos traiga el esfuerzo y la lucha por mantenerla abierta. El yo también puede ser una declaración de intenciones.



lunes, 28 de noviembre de 2016

El otro silencioso

Siempre estamos atareados, sumidos en proyectos, normas y costumbres donde rige la rutina y el encuadre. Enmarcados por prácticas sociales cargadas de significado, prácticas simbólicas cuya veracidad pertenece a la cultura, a una historia antigua que entrelaza personas, objetos y palabras formando recorridos en los que vamos poco a poco poniendo nuestra vida. Repetimos las vidas de otros por costumbre para dotarnos de un sentido de realidad. Como en el pensamiento antiguo, lo real es lo que venimos haciendo del mismo modo desde la primera vez, que ya está olvidada (Eliade). No importa si son los grandes proyectos para los que uno se prepara durante años o las pequeñas acciones que nos ocupan un rato de nuestro tiempo, todas han sido previstas desde nuestra socialización, desde la norma, desde el lenguaje, o están camino de serlo. Las prácticas generan instituciones, basta con repetirlas, denominarlas y guardar memoria colectiva de ellas. Basta con seguir viviéndolas o hablándolas. Ellas nos gobiernan, aportan el sentido de nuestras acciones, de nuestras vidas, nos definen/identifican como los sujetos que realizan ciertas prácticas concretas con las que trazar la biografía de la normalidad vital.

Nuestro mundo de objetos es un mundo poblado de significados, de palabras que vuelven relevantes las cosas que nos rodean, las que nos sirven en cada momento para la acción y el proyecto. Cualquier acción cotidiana sirve de ejemplo: pensemos en la ordenación de los objetos en derredor disponibles para la utilización, funcionales, serviles. Ignorando la profunda vitalidad inorgánica de todo lo que nos rodea –unos con nosotros, polvo en el polvo, planeta vivo–, sólo miramos a los objetos con los ojos del uso previsto (Barthes). Dominamos el mundo poniéndolo a nuestro servicio a través de las palabras, las que se entretejen para narrar los relatos de lo correcto, de lo que debe ser hecho. Los objetos nunca están callados, pero sólo nosotros hablamos en ellos.

Afirma Heidegger que la conciencia es la llamada hacia sí mismo que detiene la voz de los proyectos (“la habladuría del Uno”). Cuando ellos dejan de hablar, uno escucha el silencio de uno mismo. Este es el espacio de la libertad y de la angustia, el encuentro con la soledad radical a la que aún quisiéramos llamar yo. Estar solo es echarse a un lado, situarse en el silencio que vuelve cuando la voz pública de los proyectos calla. Estar sólo es detener el tiempo de la vida que corre a lomos de los proyectos. Ajeno a toda presión, a toda presencia pública, es posible quedar en nada, alargar los movimientos hasta la infinita ondulación del quedar quieto, donde el círculo se hace recta, como dirían los matemáticos, en lo minúsculo de la asíntota que nunca alcanza un fin. En la soledad, nadie nos urge, sino el yo que calla interminablemente.

Sin embargo, nuestra soledad es sólo una posición lógica, una fantasía filosófica. Aunque todas las voces callen, los objetos que nos rodean siguen hablando de ellas. En el silencio vivo de las habitaciones, los muebles nos observan calladamente. No urgen si nos detenemos, no cuestionan si los ignoramos, pero no dejan de hacer presente la voz pública de las acciones y los proyectos. Ellos son el otro silencioso, el depósito de sentido de un mundo de humanos que se han ausentado sin acabar de marcharse. Ellos, objetos sin mundo ni sentido propios, resignificados desde lo humano, se alinean junto a las paredes para marcar territorios, espacios, rutas y mapas donde seguir viviendo públicamente como individuos dictados por la historia y la costumbre. En la épica de nuestra existencia en pos de la libertad, el imposible lógico del yo en silencio compite duramente con el objeto y su semántica de siglos.

El otro silencioso no chilla, no presiona, se muestra en su significado insistente y pétreo. Nos ignora absolutamente, ignora el uso y el tiempo de la espera. Quieto, a nuestra disposición desde su eternidad sin tiempo, carga sin saberlo con voces que no callan, pero no hará nada para reclamarnos, para imponernos. Esclavo de nuestra humanidad imperiosa, no dejará de soportar la voz de la norma y la costumbre, la presencia del sentido, aunque, al menos, aguardará respetuosamente mientras intentamos, solitarios, dejarlo de lado.



sábado, 12 de noviembre de 2016

La razón poética

Vivimos en un mundo cargado de palabras, nuestro mundo es la palabra. A veces nos quejamos de hablar demasiado y actuar poco, o sentir poco, o de que el vocerío de la cultura no nos deja escuchar nuestro silencio, el silencio del yo, donde nos sentimos a solas con nosotros mismos. Tejemos entre los objetos del mundo una tupida red de relatos, de narraciones, de discursos, en los que somos los protagonistas o los figurantes de un drama romántico (el amor y el desamor), de una aventura épica (la independencia económica, ser adulto por fin), de una tragedia (la terrible enfermedad), de un informe administrativo (la firma de una hipoteca, un número en una estadística) o de un folletín costumbrista (las anécdotas del día a día). Cambiamos de género, pero somos literatura, personajes en busca de autor. Desde un elitismo cultural bien entendido, lo deseable sería que fuéramos buena literatura.

La literatura de la vida nos brinda un quehacer y una biografía. Somos lo que contamos de nosotros, lo que los demás cuentan. Nuestros relatos nos convierten en personas con algo que contar, y dan forma a un mundo de objetos que nos acompañan, un mundo que se dice y que se piensa con palabras. Esta ficción mundana o cósmica, siendo no más que un gran relato convertido en verdad humana, nunca está terminada, la escritura continuará mientras sigan las conversaciones, mientras sigamos hablándonos y dejándonos hablados, dichos, comentados, historizados. Estar vivo es continuar hablando. Si ser libre es callar el vocerío de la cultura para recuperar las posibilidades íntimas del sí mismo, estar vivo es embarcarse en un relato, dejar que el relato se encarne en nosotros, no porque seamos así, sino porque nada impide que podamos serlo. Esta es la clave: hablar no es desentrañar los arcanos del mundo o de la persona, sino hacer algo peculiar con ellos, un modo de acción específico del humano simbólico; hablar es sostener un mundo simbólico o poner en duda nuestras definiciones, las definiciones que nuestra cultura nos ha propuesto o en las que nos ha encasillado, quedar abiertos en la duda a la redefinición de nuestro mundo y de nosotros mismos: hablar es inventarnos e inventar un mundo donde empezar a vivir para ser algo, para ser algo nuevo y distinto.

Frente a la interpretación prosaica de la lectura, que tanto prefiere el pensamiento racional, el reglamentismo de las buenas formas sociales y el ciego y rígido determinismo científico de lo establecido por siempre y para siempre, la escritura es siempre poética, a la griega (poiesis), texto que hace, que abre, en operación, en apertura. Lo poético no está restringido al saber hacer de la poesía, bella y cadenciosa; señala un modo de hablar que puede invadir todas nuestras esferas vitales. El poeta hace versos también con la mirada, con el caminar, con el vestido, igual que el artesano, el pintor, el coreógrafo, el pensador. Como obra de arte, la poesía deja abierto un espacio simbólico que mira hacia el mundo de una manera peculiar que puede ser vivida o desarrollada, basta con que al verso le sumemos el verso, y a él nuestra vida. Igual que el racionalista mira al mundo desde la cuadrícula de lo correctamente definido, el poeta lo mira desde la ambigüedad florida del lenguaje, plena de implícitos sugerentes. Ambos dictan un mundo, sólo que el poético es más bello, y eso, también a la griega, es lo bueno.

La razón poética es la posibilidad que el lenguaje nos ofrece para poetizar nuestro mundo, para darle forma a través de palabras escogidas con esmero estético, con delicadeza de amante, con atrevimiento lúdico. Si nuestro pensamiento es una densa mezcolanza de metáforas, de figuras de estilo, escojamos las metáforas en las que vivirnos con los criterios del poema que conmueve, que sugiere o que inventa argumentos e imágenes para pensar de nuevo y por primera vez cada parcela de nuestras vidas. Nuestro tiempo, cualquier tiempo, está siempre por terminar de escribir. El poema soñará un futuro imposible, hará verídico un presente encaminado y reescribirá un pasado que por fin llega hasta nosotros con sentido. Ningún texto puede reclamar para sí el estatuto de ser la referencia última, salvo que aceptemos vivir en el dogma. Abiertos a ser reescritos en cada momento, a ser pensados de nuevo desde otros juegos de lenguaje, mantendremos nuestra batalla histórica para seguir vivos más allá de las cadenas de la moral de las costumbres, y aún podremos defender el sueño de una libertad que está en nuestra mano protagonizar, siquiera sea en la ficción de un mundo escrito bellamente en argumentos poéticos. Protagonizar una buena literatura digna de recuerdo. Es más de lo que podamos desear.




sábado, 22 de octubre de 2016

Asterión en el laberinto

También he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.

Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

Borges, La casa de Asterión

Mediante un sencillo paralelismo, Borges nos hace saltar de la ficción del papel a la ficción del mundo. Si la casa es el mundo, el monstruo Asterión soy yo, lector deseoso de sentirme personaje en su escritura, incapaz de distinguir ficción de realidad, que es el nombre que damos a las ficciones en las que vivimos y morimos de continuo. No importa que se trate de un texto menor. Los tópicos borgianos repetidos, convertidos en código y en rito, constituyen el lugar donde los iniciados nos encontramos silenciosamente en la gran comunidad del secreto. Borges apenas dice, basta un argumento semioculto para que nos sintamos convocados, partícipes del código, allí donde el maestro, que ya no es sino el sueño de un autor desparecido, se revela como el auténtico soñante, y nosotros, el producto delirante de su literatura tejida de símbolos que nos atrapan.

La casa metáfora de Asterión es muchos espacios, muchos lugares que se repiten infinitamente, pues cada mundo es siempre el lugar de lo inconmensurable, una cuenta sin principio, sin fin, sin cuenta. La casa se multiplica en sus aljibes, corredores, cuevas, y el juego de Asterión es perderse en una multiplicidad que atrapa. La prisión, como el laberinto, no es el lugar cerrado, sino el que no tiene salida. Para quien busca y no encuentra, el laberinto es extenso sin medida. A la confusión de los lugares se suma la confusión de los tiempos, el olvido que recuerda, la memoria diluyéndose hasta borrarnos en la bruma del sueño pasado, o en el sueño futuro que no ha de llegar. El infinito interior es lo mismo que el infinito exterior, juego de matrioskas desplegado en la ficción de un yo autor que imagina el mundo que lo contiene, y el mundo sucede, y nosotros en él.

Somos al fin el motivo alegórico de Asterión, el monstruo mitad humano que todos somos, perdido o hallado (hallarse en un laberinto no es dejar de estar perdido) en medio del laberinto mundo que nos rodea, en el espacio de las cosas, los gestos, las personas repetidas, en el tiempo de los días, los años, las épocas repetidas. Condenados en el interior de nosotros mismos a ser lo único que nos parece único, soñadores del sueño de nuestra vida, creadores de mundos donde vivirnos, abrumados por el peso de lo que se nos antoja inmensidad toda de las cosas, de los cielos, de los mundos, de los silencios, de los espejos y las palabras iterados incansablemente sin sentido. Solos en medio de un mundo que se repite interminablemente, en el centro de la nada que soy yo, punto sin superficie, momento sin tiempo, recorriendo los pasillos sin pausa del laberinto mundo, disciplinados, correctos, ejercitados en el vivir perdidos, sin dominar nunca el arte de encontrar la salida, inquietos ante lo nuevo por venir, que ya sólo es el fin de lo que se repitió tanto.

Borges ya imaginó para nosotros la paradoja del tiempo postmoderno, donde todo se revela lo mismo y su contrario en tensión perpetua e irresoluble. Ya pensó para nosotros el callejón sin salida del pensamiento, que es el modo de vida de lo humano: ser en lo pensado, que es nadería de la imaginación inaprehensible, aliento de la palabra volviendo al aire que nos respira. Ánima, pneuma, soplo, viendo al viento, polvo al polvo de la eterna artesanía que nos modela. Nos dieron para vivir la voz y el aliento, que son nada en el aire, y nos dieron un laberinto donde perdernos, donde modelamos la ilusión biográfica de los corredores, las estancias, los recorridos vitales, sin más destino que seguir por seguir, arrojados al futuro que abren nuestras preguntas, sin más respuesta que el eco que llena los vanos de una caverna. Aquí seguimos, alucinados, delirantes, solos, perdidos, vivos.

Como al monstruo Asterión, sólo nos salva la espada.




lunes, 17 de octubre de 2016

El respeto silencioso

Vivir en el lenguaje significa que vivimos en el mundo que las palabras definen o anuncian para nosotros. Vivir en la palabra, que no es diferente a vivir en la norma o en la costumbre, nos introduce en la disputa de las generaciones, de la historia del símbolo, de las jerarquías instituidas, del poder que otorga tener la última palabra sobre el otro, que alguien la tenga sobre nosotros, o de que seamos la mera encarnación de una cosmogonía, de una lucha mítica para dar forma definida al mundo en que vivamos, o de la lucha biopolítica del Estado y de los grupos que pretenden definir las posibilidades de la población para sostener las posiciones ventajosas del statu quo. Todos estamos atrapados en la disputa del nombre, que es al cabo tener razón y callar al otro que nos escucha sin poder hablar, repitiendo únicamente las palabras que hemos definido para él.

Vivir en común es estar ya siempre alienado en la voz de otro y de muchos otros que han pensado por nosotros. Pero el que habla sólo vive gracias a que alguien le escucha, y nuestra voz se perdería si no fuera repetida por los otros que, pasando a vivir en el mundo que definimos para ellos, sostienen un mundo que nos dota de sentido a nosotros mismos. Somos lo que el otro dice que somos mientras se limita a repetir las palabras que nosotros le impusimos.

En esta conversación sin diálogo, donde sólo habla uno, donde el sonido de nuestra voz requiere de la cacofonía repetida de quienes hablan sin hablar (hijas, alumnos, discípulas, clientes, votantes), está en juego nuestra libertad y el modo de ser propio desde nosotros mismos, ajenos a las imposiciones, a las alienaciones, entregados en la difícil y angustiosa tarea de sostener el mundo por nosotros mismos, idealmente sin nadie que lo defina para nuestra perezosa, ignorante, pícara o esclava vida de prestado. Que estamos entregados a la norma común, a los muchos nombres prestados que nos atan, es una conclusión a la que llegamos por vías muy diversas, y que genera la falsa impresión de que no hay escapatoria posible, de que no hay libertad posible. Lo que está en juego, entonces, es si merece la pena que sigamos haciendo el esfuerzo de pensar en la idea de libertad, si tiraremos la toalla porque el razonamiento o la experiencia nos conducen a la desesperación, a la acomodación o al abandono, o si nos mantendremos en el esfuerzo de seguir pensando cómo el ideal de la libertad, tan caro a la historia de nuestra cultura occidental, puede ser posible, siquiera sea en el modo derridiano de la imposibilidad posible de lo imposible.

Si lo posible es el mundo que ya ha sido nombrado, para que la imposibilidad tenga lugar, es necesario que ambos, quien impone su nombre y quien lo escucha, se detengan, que callen el juego perverso de los nombres definidos, arrinconándolo en el olvido de la historia del símbolo, y que interrumpan de este modo la dinámica de las imposiciones. Si el que escucha deja de escuchar, para instalarse en la libertad de escucharse silenciosamente sólo a sí mismo, quien habla debe dejar de insistir en su imposición. Que el primero deje de atender a la imposición, y que el segundo desista de su intento. Terminar con la interpelación. Es decir, que entre ambos se establezca una distancia respetuosa, cada uno por su lado, que es el de todos.

De este modo, instalados en la cortesía educada y tranquila del desconocimiento mutuo, ambos podrán encontrarse por primera vez frente a frente como iguales en la angustiosa obligación de sostener un mundo que carece de nombres, que no está definido, y que, por tanto, puede mostrarse desde sí mismo fulgente en el brillo de su informidad. Mirándonos sin mirada, hablándonos sin habla, calladamente, sin esperar nada a cambio, sin pedir nada a cambio, sin proponer/imponer las palabras que deben cerrar el sentido, el mundo, yo y el otro estaremos en disposición de contemplar y ser contemplados desde el desinterés de quien nada se juega, ni siquiera a uno mismo, y estaremos en disposición de atender a un mundo que se construye desde la multiplicidad simétrica de las voces que no hablan, sino que meramente se muestran en silencio respetuoso. Escuchándonos sin hablar, estaremos en disposición de que la voz de todos vague en la ambigüedad poética que todo lo dice porque no tiene ningún nombre que nos obligue a callar ante la interpretación correcta. Sólo así es imaginable una cultura viva, donde nuestro mundo y nosotros mismos no estemos atados a la inercia histórica y traicionera de las normas y las generaciones, al falso amor de los padres y los profetas, sino abiertos al juego de inventar todo para que siempre vuelva a ser inventado de continuo.

Paradójicamente, para llegar a esta conclusión, para empezar a vivir en la belleza de lo que no quiere ser mirado ni escuchado, antes habremos debido tirar la toalla, habernos ausentado del mundo, del otro y de nosotros mismos, haber renunciado a ser alguien y a entender quiénes son el otro y el mundo, haber llorado un mundo que termina, el que era nuestro sin pretenderlo. Quizá, así sea posible imaginar el imposible lógico de una vida en libertad que pueda comenzar dignamente a ser vivida.




martes, 16 de agosto de 2016

La muerte del sujeto

En cualquier posible definición de mí mismo, yo soy una lista de palabras prestadas, el significado de las cuales se diluye en crecientes oleadas de preguntas que me llevan cada vez más lejos de mí, en busca de nuevas palabras que quisieran aclarar las iniciales y, sin embargo, cada vez más las confunden y dispersan. Lo que significo se diluye en ellas a la par que se matiza, se amplía, se diversifica (se divierte), confundido con cualquier otro, tú misma, lectora, pues todas, al final, venimos a coincidir en las mismas palabras, las mismas preguntas y las mismas dudas: la enciclopedia tenaz del lenguaje.

De otra parte, yo soy el que hace ciertas cosas que suceden en el mundo ante mis ojos. Que la tradición nos haya convencido de que soy el protagonista de lo que hago no es más que una ilusión conceptual, un trampantojo visual y poético, pues lo que hago son cosas que suceden y en las que sucedo siempre afuera de mí, sin que quede de este lado mucho que decir más que un vacío o un olvido de mí mismo que sólo se comprueba en los exteriores de mi vida. Una película sin escenas de interior, un teatro al aire libre. Yo soy el actor, persona o máscara who play a role, que hace un papel, siempre secundario, ante los demás, ante un mundo que no me pertenece, que no nos pertenece salvo como afirmación de lo que parecemos ser. Ser es (a)parecer. El fantasma o ilusión que se aparece ha invertido los papeles: fijados en el mundo, venidos a ser en el mundo, somos completamente en él, y nada hay de este lado, de las supuestas interioridades que somos, que se muestre. Afuera, nos encontramos a nosotros mismos viviendo un mundo que parece, repartidos entre un fantasma exterior que se demuestra y un fantasma interior que no aparece nunca, reservado atrás, allí donde nada se aparece, donde nada puede encontrarse.

La muerte postmoderna del sujeto significa el fin de cierta idea de lo que es ser sujeto, subjetividad o persona. Yo ha dejado de ser el punto de partida para quedar comprendido como un punto de llegada, un resultado, un espectro cosificado de sujeto construido afuera, en el mundo. Pensar hoy en el sujeto es preguntarnos cómo es posible seguir pensando un sujeto que ya no está hecho de interioridades, apriorismos, agencias, verdades interiores que se expresan. En un mundo poblado de superficies, el interior está siempre afuera.

Sobre este breve texto, el lector podrá preguntarse cómo pienso, cómo le he dado lugar, pero yo también me lo pregunto. Para responder a esta pregunta, debemos seguir mirando al texto, seguir leyendo para encontrarnos de algún modo terminados en él. Es el texto el que me da lugar, el lugar del autor y el lugar del lector. Muerto el autor intencional, también ha muerto el sujeto, lo cual no quiere decir que Baltasar no se haga presente, sino que sólo me hago presente en el texto, exterioridad que habla, yo soy después, un poso interpretativo, una posible lectura entre otras muchas. El lector puede suponerme, pero, cuando intente interpretar el texto donde soy, sólo se encontrará a sí mismo, pues su lectura no habla de mí, sino de las claves que pone en juego para inventar (traer entre nosotros) cosas a las que llamar yo, tú, nosotros. El lenguaje es el que opera (obra, apertura), el que abre el juego de las significaciones.

Ser un juego de palabras es un resultado digno a la altura intelectual de la época. Véase con qué facilidad, a partir de un mismo texto, de un mismo despliegue exterior, alguien con mejores argumentos que los nuestros vendrá a convencernos de que en realidad su interpretación de nosotros mismos es más correcta, más completa, así que seremos en cada momento lo que otros digan de nosotros, sin que quede espacio alguno para un yo ajeno a las interpretaciones. El fundamento es la tierra en que un árbol fija y extiende sus raíces. Nuestro fundamento está en el mundo, en la tierra exterior donde quedamos objetivados, públicamente visibles e interpretables. No somos el origen de nada, somos la nada que habrá de ser negada, contemplada en nuestra vida que se despliega, pues no desplegarse es quedarse quietos, y, en la quietud, sólo hay una nada que aguarda a ser dicha.

Ser nada puede resultar angustioso, soledad absoluta más acá de las palabras. Ser nada es quedar excluido de todas las palabras imaginables, al margen de toda descripción, un sujeto sin sujeción plegado sobre sí mismo escondiendo el secreto de una nada en silencio rotundo, pues el silencio es la ausencia de la palabra. Esta falta radical de ataduras, de sujeciones, es lo que la filosofía llama tradicionalmente libertad. Somos libres significa estar radicalmente a solas en nosotros mismos, sujetos antedichos, impredecibles, ajenos a un mundo que ya no nos sostiene, sino que debe ser sostenido por el despliegue de nuestra soledad. Así, ser nada y ser libre es estar enfrentado a todas las posibilidades. Previos al despliegue, a las determinaciones, nada nos marca, nada nos obliga. El mundo y nosotros, en suspenso hasta que el despliegue no afiance, nos fije a los fantasmas a los que llamamos mundo y yo sin que estas palabras impliquen nada hasta que no sean elaboradas en el despliegue del ser.

Culturalmente hablando, el sujeto es un argumento innecesario. Ningún sujeto es responsable del lenguaje, del arte, del barroco, de la música, que son construcciones compartidas en un mundo exterior hecho de despliegues, de movimientos, que definen una época y las personas que la habitamos. Estar vivo significa salir al mundo a encontrase con uno mismo y con los demás, en el (con)curso de la acción. Quedarse quieto, en el espacio vacío del encierro en uno mismo, es solipsismo, catatonia, soledad absoluta donde uno no se encuentra, sino que se niega, se retrae hasta una nada libre y angustiosa que debe ser agrietada para que escape el grito de nuestro nombre. El nombre verdadero siempre está afuera, en el mundo, en los otros que comparten un mundo. El otro, el nombre del sujeto que ha muerto, es silencio. Pero nadie puede estar callado por mucho tiempo.


La muerte del sujeto

En cualquier posible definición de mí mismo, yo soy una lista de palabras prestadas, el significado de las cuales se diluye en crecientes oleadas de preguntas que me llevan cada vez más lejos de mí, en busca de nuevas palabras que quisieran aclarar las iniciales y, sin embargo, cada vez más las confunden y dispersan. Lo que significo se diluye en ellas a la par que se matiza, se amplía, se diversifica (se divierte), confundido con cualquier otro, tú misma, lectora, pues todas, al final, venimos a coincidir en las mismas palabras, las mismas preguntas y las mismas dudas: la enciclopedia tenaz del lenguaje.

De otra parte, yo soy el que hace ciertas cosas que suceden en el mundo ante mis ojos. Que la tradición nos haya convencido de que soy el protagonista de lo que hago no es más que una ilusión conceptual, un trampantojo visual y poético, pues lo que hago son cosas que suceden y en las que sucedo siempre afuera de mí, sin que quede de este lado mucho que decir más que un vacío o un olvido de mí mismo que sólo se comprueba en los exteriores de mi vida. Una película sin escenas de interior, un teatro al aire libre. Yo soy el actor, persona o máscara who play a role, que hace un papel, siempre secundario, ante los demás, ante un mundo que no me pertenece, que no nos pertenece salvo como afirmación de lo que parecemos ser. Ser es (a)parecer. El fantasma o ilusión que se aparece ha invertido los papeles: fijado en el mundo, venido a ser en el mundo, somos completamente en él, y nada hay de este lado, de las supuestas interioridades que somos, que se muestre. Afuera, nos encontramos a nosotros mismos viviendo un mundo que parece, repartidos entre un fantasma exterior que se demuestra y un fantasma interior que no aparece nunca, reservado atrás, allí donde nada se aparece, donde nada puede encontrarse.

La muerte postmoderna del sujeto significa el fin de cierta idea de lo que es ser sujeto, subjetividad o persona. Yo ha dejado de ser el punto de partida para quedar comprendido como un punto de llegada, un resultado, un espectro cosificado de sujeto construido afuera, en el mundo. Pensar hoy en el sujeto es preguntarnos cómo es posible seguir pensando un sujeto que ya no está hecho de interioridades, apriorismos, agencias, verdades interiores que se expresan. En un mundo poblado de superficies, el interior está siempre afuera.

Sobre este breve texto, el lector podrá preguntarse cómo pienso, cómo le he dado lugar, pero yo también me lo pregunto. Para responder a esta pregunta, debemos seguir mirando al texto, seguir leyendo para encontrarnos de algún modo terminados en él. Es el texto el que me da lugar, el lugar del autor y el lugar del lector. Muerto el autor intencional, también ha muerto el sujeto, lo cual no quiere decir que Baltasar no se haga presente, sino que sólo me hago presente en el texto, exterioridad que habla, yo soy después, un poso interpretativo, una posible lectura entre otras muchas. El lector puede suponerme, pero, cuando intente interpretar el texto donde soy, sólo se encontrará a sí mismo, pues su lectura no habla de mí, sino de las claves que pone en juego para inventar (traer entre nosotros) cosas a las que llamar yo, tú, nosotros. El lenguaje es el que opera (obra, apertura), el que abre el juego de las significaciones.

Ser un juego de palabras es un resultado digno a la altura intelectual de la época. Véase con qué facilidad, a partir de un mismo texto, de un mismo despliegue exterior, alguien con mejores argumentos que los nuestros vendrá a convencernos de que en realidad su interpretación de nosotros mismos es más correcta, más completa, así que seremos en cada momento lo que otros digan de nosotros, sin que quede espacio alguno para un yo ajeno a las interpretaciones. El fundamento es la tierra en que un árbol fija y extiende sus raíces. Nuestro fundamento está en el mundo, en la tierra exterior donde quedamos objetivados, públicamente visibles e interpretables. No somos el origen de nada, somos la nada que habrá de ser negada, contemplada en nuestra vida que se despliega, pues no desplegarse es quedarse quietos, y, en la quietud, sólo hay una nada que aguarda ser dicha. Ser nada puede resultar angustioso, soledad absoluta más acá de las palabras.

Ser nada es quedar excluido de todas las palabras imaginables, al margen de toda descripción, un sujeto sin sujeción plegado sobre sí mismo escondiendo el secreto de una nada en silencio rotundo, pues el silencio es la ausencia de la palabra. Esta falta radical de ataduras, de sujeciones, es lo que la filosofía llama tradicionalmente libertad. Somos libres significa estar radicalmente a solas en nosotros mismos, sujetos antedichos, impredecibles, ajenos a un mundo que ya no nos sostiene, sino que debe ser sostenido por el despliegue de nuestra soledad. Así, ser nada y ser libre es estar enfrentado a todas las posibilidades. Previos al despliegue, a las determinaciones, nada nos marca, nada nos obliga. El mundo y nosotros, en suspenso hasta que el despliegue no afiance, nos fije a los fantasmas a los que llamamos mundo y yo sin que estas palabras impliquen nada hasta que no sean elaboradas en el despliegue del ser.

Culturalmente hablando, el sujeto es un argumento innecesario. Ningún sujeto es responsable del lenguaje, del arte, del barroco, de la música, que son construcciones compartidas en un mundo exterior hecho de despliegues, de movimientos, que definen una época y las personas que la habitamos. Estar vivo significa salir al mundo a encontrase con uno mismo y con los demás, en el (con)curso de la acción. Quedarse quieto, en el espacio vacío del encierro en uno mismo, es solipsismo, catatonia, soledad absoluta donde uno no se encuentra, sino que se niega, se retrae hasta una nada libre y angustiosa que debe ser agrietada para que escape el grito de nuestro nombre. El nombre verdadero siempre está afuera, en el mundo, en los otros que comparten un mundo. El otro, el nombre del sujeto que ha muerto, es silencio. Pero nadie puede estar callado por mucho tiempo.


martes, 12 de julio de 2016

Desdisciplinas

Llamamos disciplina a la doma del cuerpo, del pensamiento, de las costumbres, en una determinada área de nuestra vida, siguiendo un método de trabajo donde destaca la repetición, el castigo, a veces el estudio y, paradójicamente, el no pensar. Para disciplinarse, uno debe dejar de pensar, repetir tantas veces las acciones deseadas, las respuestas aprendidas, que se conviertan en automatismos certeros, sin dejar lugar para la duda. Es alarmantemente llamativo que el mismo término sirva para calificar a la formación militar, las prácticas deportivas, diversos episodios de la socialización formal del niño y, aquí es donde más asombra, a las grandes y pequeñas demarcaciones académicas. O al contrario, si disciplinar es enseñar (discere, discípulo), lo asombroso es que el término se haya extendido para significar el arte, elaborado y bien planificado, de la doma del cuerpo y del pensamiento.

Cada disciplina académica (filosóficas, artísticas, científicas…) apunta a un corpus discursivo o de conocimiento sobre el que sus practicantes reclaman derechos de propiedad frente a la invasión desde otras áreas de conocimiento o frente a un muy mal entendido intrusismo profesional, pues no hay intrusos donde no puede reclamarse lícitamente propiedad. Léase, la Psicología, la Sociología, la Física…, con sus muchas parcelaciones subdisciplinares: la Física Cuántica, la Psicología Clínica, el Derecho Romano…, todas ellas en mayúscula, aupadas al estatus de nombre propio, apropiado, en propiedad. Poner puertas a este campo que debería ser el del pensamiento libre es tan complejo que requiere de un importante aparato administrativo y legal que preste a cada departamento universitario, a cada grupo de investigación, a cada profesional, el marco regulatorio que les permita defenderse de quienes osan hablar o practicar “sus” disciplinas sin haber superado el obligado y extenso periodo de disciplinamiento, los ritos de tránsito, la socialización en el pequeño grupo exclusivista, sin haber pagado las tasas y las deudas clientelares que genera el padrinazgo, la jerarquía de los que sí saben, de los que tienen la llave administrativa y discursiva para pasar el testigo a los siguientes, a los discípulos disciplinados, a los domeñados. Sólo ellos pueden hablar, sólo ellos enseñar, sólo ellos cobrar, sólo ellos otorgar títulos y marchamos. Sólo ellos pueden ser, por ley, que no por justicia.

En una versión intelectualmente pobre de la idea del conocimiento, cada disciplina se vierte simplificada en los manuales académicos, allí donde se hace creer al alumno que queda recogido todo el corpus teórico y práctico de la disciplina, o al menos lo esencial, las esencias, lo que hay que saber para ser. Mediante algunas maniobras retóricas sencillas, el manual genera la impresión de que la disciplina se ha desarrollado desde dentro, hurtando con descaro las muchísimas deudas conceptuales que todos tenemos con nuestra amplia, diversa y rica tradición conceptual de pensamiento en cualquiera de los temas sobre los que queramos reflexionar. El manual sólo es un recopilación de noticias mal contadas, erróneas por simplificación, descontextualilzadas, pretendidamente autónomas, que promueven una falsa parcelación de la cultura intelectual, genera sabrosos réditos (en no muchos casos, todo sea dicho, aunque no siempre fue así) y facilita la tarea del disciplinamiento del alumno.

El juego de las disciplinas se revela como un sistema de poder poblado de estrategias de ataque y defensa de los intereses creados y de las ambiciones por expandirse para ocupar áreas de decisión dentro de la organización académica y profesional. La idea moderna de la interdisciplinariedad, por ejemplo, no queda sino como el intento de legitimar el acceso y apropiación de nuevos nichos académicos que permitirán a sus practicantes competir por los fondos de investigación y desplazar a los grupos adversarios, retóricamente cuestionados por su obsolescencia, su falta de especialización, de adaptación a los nuevos corpus de conocimiento en gestación. Quien conoce las interioridades de los órganos colegiados universitarios (un claustro, una junta de facultad), saben (y callan) que aquí estamos para hacer política, y que el conocimiento, igual que el interés del alumno o las repercusiones sociales de la investigación, sólo son argumentos útiles para el parlamentarismo clientelar con que se gobierna la institución académica, mafia disfrazada de democracia, en el peor de los casos, o democracia teñida de prácticas mafiosas, en el mejor.

Lo que yo quisiera reclamar desde aquí, apoyándome en el concepto post de “desdisciplinarización”, es la libertad para pensar, escribir y utilizar cualquiera de los nombres que las disciplinas oficiales nos han hurtado, sin apelar a más legitimidad que la argumentación que cada uno ponga en juego. Si hablo del hombre, bien puedo calificar mi reflexión de antropología, o de psicología; si hablo de los objetos naturales y sus dinámicas, bien puedo llamarlo física, o biología, o filosofía natural, como durante tanto tiempo se dijo. Obsérvese que, en todos estos casos, los términos quedan escritos en minúscula, sin más pretensiones que intentar acotar o caracterizar mínimamente el espacio en el que se localiza cada reflexión concreta, no para fundar corpus institucionalizados, no para marcar un territorio sobre el cual reclamar derechos de pensamiento (habrá cosa más absurda que reclamar derechos de propiedad sobre el pensamiento o sobre la cultura!), sino para mantener las correspondencias, reconocer las deudas intelectuales, explorar argumentaciones que parten de orígenes múltiples y se abren hacia lugares de la misma multiplicidad.

Toda cultura es mestiza, hibridaciones, paternidades múltiples y confusas, a veces insospechadas, que impregnarán o preñarán discursos y prácticas sociales que aún están por llegar, que los siguientes pensarán sin dejar de pensar desde nosotros, como nosotros no hemos dejado de pensar desde los anteriores. Todo lo humano está interesado en todo, entremezclado en todo. Todo pensamiento es, de algún modo necesario, todos los pensamientos, pues todos han hecho falta para que estas palabras que aquí escribo sean ahora posibles.

Me gusta el término ensayo para la labor de escribir y pensar sobre lo escrito. Me gusta la idea de un pensamiento libre que no adquiere más deuda que la del reconocimiento cortés a los muchos maestros de los que aprendimos, ni más pretensión que seguir pensando, discutiendo y dialogando entre nosotros sobre los temas que nos preocupan, o nos interesan, o sencillamente nos entretienen. Me gusta llamarlo incluso poesía, hablar siempre en minúscula, sin que se note que cuento las sílabas.


lunes, 27 de junio de 2016

El lenguaje del déficit

El lenguaje del déficit es el que utilizamos para caracterizar a determinados grupos e individuos según ciertos rasgos o elementos estructurales o funcionales que les faltan, de los que supuestamente carecen. Si definimos al enfermo por su falta de salud, al autista por su falta de pautas de relación o de comunicación, al loco por su falta de modales públicos, al pobre por su falta de recursos económicos, o al desempleado por su falta de empleo, no estamos diciendo nada de ellos, no los caracterizamos por lo que son o por lo que hacen, sino que los enfrentamos con determinados criterios normativos que, entendidos en sus justos términos, sólo nos informan acerca de los caracteres que adornan a otros grupos con los que ellos se ven injustamente confrontados, grupos en los que directamente quedamos posicionados los normales, los sanos, los pudientes, los corteses, los que pasamos desapercibidos, la medianía que no llama la atención. Nada decimos de ellos salvo que son diferentes de nosotros. Nada decimos de ellos, sino de lo que nosotros queremos ser o lo que nosotros consideramos correcto, normal o deseable, que al fin es lo mismo.

En el pensamiento racional, los criterios de comparación se aplican exclusivamente para la realización de juicios, para decir que un objeto (persona, comportamiento, recurso, situación, resultado) nos parece más valioso, más deseable o, en general, mejor que otros, no de manera intrínseca, sino respecto de los valores normativos que consideramos apropiados. En ningún caso los criterios de comparación pueden constituirse en elementos con valor lógico para describir o para explicar las formas de ser de los grupos en cuestión. Precisamente, es su mal resultado en la comparación lo que genera la opción lógica de la exclusión y los argumentos que legitiman el rechazo: ellos son los que quedan fuera del criterio impuesto como normativo, los que no cumplen, los anormales. Ser anormal o diferente sólo es resultar posicionado como deficitario en el marco de referencia que se impone desde un grupo o un discurso público cuyos elementos definitorios no han tenido en cuenta los caracteres propios del grupo excluido, sino únicamente los valores que los grupos y discursos hegemónicos proponen/imponen como deseables, aquellos en los que, por comparación, nosotros resultamos mejor parados.

En esta aplicación inapropiada de los criterios normativos se trasluce un intento de legitimación del propio criterio y, en correspondencia, de los grupos que supuestamente poseen los elementos positivos del criterio. Al aplicarlo, resultamos ensalzados como grupo de referencia (la normalidad de los normales) y, con desfachatez lógica, eludimos el requisito obligado de razonar el criterio de comparación, que adquiere así falazmente visos de neutralidad científica, jurídica o moral. De este modo, el lenguaje del déficit define estratégicamente, interesadamente, un orden social normativo cuyas consecuencias directas son la estigmatización del diferente (del cual, recordemos, aún no sabemos nada, pues nada hemos dicho de ellos todavía) y el reparto público de las legitimidades. En este sentido, se puede afirmar con propiedad que el lenguaje del déficit se desarrolla en un terreno político, de ordenamiento moral y jurídico de las clases sociales, donde quedan inscritos el sano y el enfermo, el cuerdo y el loco, el capaz y el incapaz, quedando ellos definidos como sujetos de derecho restringido, y nosotros como beneficiarios de una distinción que asienta el statu quo privilegiado en el que nos instalamos. La trampa es evidente. Que no la reconozcamos sólo es una muestra de nuestra picardía.

Pidamos ahora al diferente, bajo el pretexto perversamente noble de ayudarle a superar el estigma que él no ha buscado ni le corresponde, que haga esfuerzos para integrarse, para adaptarse, para normalizarse, es decir, para empezar a ser al menos un poco como nosotros. ¿Todavía alguien se extrañará de que, definidos como incapaces en función de unos términos normativos que resultan por completo ajenos a sus vidas y a sus formas de ser, resulten ser finalmente incapaces de normalizarse?

Heidegger define al hombre (perdón, al Dasein fenomenológico) como un pro-yecto ex-tático, es decir, como un ser cuya forma de ser es vivir en lo que debería ser, sin que nunca sepamos bien qué implica ser en un proyecto que remite a un futuro siempre postergado, y debiendo abandonarse a sí mismo en el camino para acceder al proyecto público en el que pasamos a vivirnos. De una nada a otra nada, nihilización del yo y nihilización del mundo, dice al respecto Sartre. Llamamos angustia a la consciencia de estar situados en el vacío intermedio de esta doble nihilización, en un espacio vital donde dejamos de sernos para comenzar a vivir en lo que no sabemos ser. Claro, nuestra angustia vital está aún protegida por el disimulo (la mala fe de Sartre) de que, al menos, nadie cuestiona nuestra presencia en determinados proyectos vitales públicos (los normativos), pues son los que todo el mundo nos asigna, los que esperan de nosotros. En los diferentes, sin embargo, la angustia de este baile de naderías que constituye nuestro ser en el mundo se enfrenta a una dificultad añadida, la de haber sido definidos como aquellos cuyas faltas, supuestamente inherentes (genéticas, estructurales, biológicas), y por tanto inescapables, les imposibilitan radicalmente para ser convalidados como aspirantes a vivirse en los proyectos públicos normativos.

El problema práctico, que es un problema profundamente político, es por qué los diferentes deben asumir ciertos proyectos públicos, y no otros, y por qué no pueden proponer sus propios proyectos o modificar los existentes para que les resulten públicamente válidos e individualmente ilusionantes. La respuesta es evidente: el orden social de la normalidad se resintiría si aceptáramos que se puede ser diferente sin mayor problema, o sin más problema que el riesgo de perder las legitimaciones discursivas que sostienen nuestras posiciones de privilegio en ciertas esferas clave de nuestra vida en comunidad: en un mundo autista, pobre o delirante, nosotros seríamos los excluidos, y, entendámoslo, a nadie le apetece ser excluido. Tampoco a nosotros. Tampoco a ellos.

Y todo esto sin que aún hayamos dicho una palabra de qué es ser diferente. Y está bien que así sea. Eso es algo que, nos guste o no, deben decirlo ellos.


viernes, 17 de junio de 2016

La alternativa post, o nada

Quienes opinan que los movimientos postmodernistas no han ofrecido nada sobre lo que construir más allá de la crítica acérrima a casi todo lo que anteriormente primaba en nuestra cultura no han entendido nada. Siguen pensando el relevo paradigmático como una sucesión de estructuras culturales (simbólicas, normativas, ideológicas) con vocación de estabilidad, que puedan ser analizadas desde su diferencia, es decir, desde la definición de un conjunto positivo de prácticas sociales concretas y delimitables (estructuras, insisto, esperan ellos, y no postestructuras, es decir, inestructuras, vacíos, secretos, nada). Las propuestas postmodernas quieren ofrecer precisamente eso, nada, la mera opción de no tener que ser definidos ni definitivos (ser en despliegue), de no resultar tramposamente esencializados en el proceso público de las categorías, las identidades, los discursos, las normas, las formas sociales.

La lógica post es la lógica del significante vacío, la conciencia nihilizadora de que, habitantes en el símbolo, hemos perdido todo referente absoluto posible, abocados a una conciencia (de) nada, como Sartre podría decir, encumbrando lo que no tiene nombre a los espacios institucionales todos del museo, la academia o la relación social. La principal operación post es romper las reglas del juego, desestabilizar el tablero, cualquier tablero, no para ingresar en el caos terrible del todo vale que denuncian los contracríticos desde su falta de entendimiento, sino precisamente para impedir que ellos nos impongan un orden cualquiera, su orden cualquiera, cuya legitimidad, verdad o valor no son ni mucho menos evidentes, apenas sostenidos en sistemas de poder que, circularmente, perversamente, contribuyen a sostener en falso. Orden, creencia, poder, eso es todo en todos (no nos excluyamos), y, claro, ven, hermano, compra, alístate, súmate a nosotros por el bien de todos, por el bien de todos nosotros, claro.

Nuestra libertad se juega en el rechazo de la imposición dogmática, impidiendo que una ideología, cualquier ideología, cualquier sistema normativo, desde su inevitable debilidad fundamental, se nos imponga apelando a criterios que siempre quieren hurtarse a la discusión. La norma (la ley, el nombre) es un juego de trileros que oculta estrategias insanas de poder bajo una apariencia de necesidad, conveniencia, realidad o naturaleza, que no pasan de ser suposiciones siempre por demostrar, que apuntan futuros y seguridades siempre por llegar, siempre demoradas, inscritas en el secreto a voces de su propia vaciedad. Discutamos los sistemas normativos, cualquier sistema, que cualquiera lo discuta si así lo desea, pero también abandonémoslos, apartémoslos, demos con ellos al olvido si así nos parece oportuno, no desde la locura o el capricho, sino desde la madurez tranquila de habernos dado cuenta de las muchas trampas lógicas y políticas que esconden.

La crítica post no es un momento puntual en un proceso de destrucción y elaboración de una nueva propuesta cultural, sino el punto de inicio y el de llegada. La crítica y el valor de la diferencia absoluta son permanentes y centrales, un ejercicio continuo que nos permite estar prevenidos contras las elecciones formales a las que nos vemos abocados: las identidades en las que somos, las ideologías que nos dicen, las prácticas que estructuran la analítica de nuestras vidas. La crítica es una praxis, un modo de pensar fuera y dentro de la mera reflexión intelectual, fuera y dentro de la academia, fuera y dentro de cualquier marco institucional en el que estemos posicionados (profesional, ideológico, epistémico). Lo que la postmodernidad ofrece es la sospecha tranquila y permanente, estoica y no paranoica, una delirante cordura que nos presta argumentos para protegernos de la imposición de los sistemas normativos y de nosotros mismos, tanto como para dejarnos llevar, nómadas, en la reelaboración continua de nuevas formas sociales imprevistas sin más fin último que la posibilidad de realizarlas, divertimento público, carnaval cuya ética es la aceptación de la diferencia y el rechazo de todo intento de estructuración permanente de las formas sociales.

Díganme si esto no es una alternativa plena a los modos de pensamiento y de vida identificados bajo la rúbrica de los grandes relatos que Lyotard puso en el punto de mira. Ciertamente, la práctica de la diferencia es un antiproyecto difícil y des-ilusionante, pero está en nuestras manos realizarlo, o mejor no.

(Adenda o retruécano. El urinario de Duchamp va a cumplir cien años, las latas de tomate de Warhol pasan de los cincuenta. Este lenguaje pertenece a las últimas décadas del siglo acabado, no hago sino decirme en él de manera repetida. Mi repetición es un simulacro mentiroso, diría Baudrillard, ya no es una defensa de la nada, sino mera nadería parásita y ventrílocua revestida con el sayón de las palabras grandilocuentes. Porque estoy lleno de verdades, soy el peor de todos, el más traicionero. Fariseo.

Esto, que es un argumento sencillo y primario contra mí mismo, da que pensar. En eso deberíamos estar.)



miércoles, 15 de junio de 2016

Borges ha muerto de nuevo

Existen, sin embargo, como quería Keats, pequeñas felicidades que son 
singulares y eternas. Existen versos que podrían ser admirables tanto si fueran escritos
esta mañana como si lo fueran en la antigüedad
(Prólogo de Borges para sus obras completas en francés en Gallimard, 1986,
retraducido al castellano por Miguel Blumembach)

Así piensa Borges el pasado, en imperfecto y subjuntivo, no como lo que fue o lo que pudo haber sido, sino como lo que aún está por ser. No sólo nuestros versos y argumentos, los escritos y los que están por escribir, han sido ya imaginados por otros en otros tiempos, y serán sin duda escritos mil y una veces en otros tantos inciertos futuros, sino que, en justa correspondencia, nos necesitan, y es nuestra presencia actual, nuestra voz, lo que sostiene el pasado de la humanidad toda, la corriente amplísima y abierta de la cultura que fuera. No sólo un soñante mítico nos imaginó, y acaso seamos su sueño, sino que el sueño es una puerta con dos caras o caminos, sin que haya razón para pensar que una es la dueña soñante de la otra. Como en los precursores de Kafka, basta lo dicho por un hombre para que toda la historia de la humanidad sea reescrita, una y otra vez, en infinitas variaciones que, por un lado, nos hurtan el protagonismo de la autoría, soberbia y vana, que es la seguridad óntica del sujeto vivo, y, por otro, nos traen a la vida imaginada que sólo sucede en el mar sin hollar de la cultura, donde cada símbolo resume a todos los demás, y así queda en ellos resumido.

Uno de los Borges de los que hay noticia murió en Ginebra, hoy hace treinta años, pero ya había muerto muchas veces antes. Otros, no. Imagino con cierto orgullo que debería avergonzarme que uno de ellos fuera yo, pues también yo soy el hombre que debe pensar de nuevo todos los versos y argumentos. Todas las estrellas del firmamento, que quisiera caldeo o babilonio, como mi nombre, asistieron a mi nacimiento. Todas las miradas de todos los hombres del mundo están fijas en mí, sin que ellos o yo necesitemos pensarlo. Toda la magna historia del símbolo llega hasta esta página que habla sus palabras y dice lo que ellos nos dieron que pensar. Morir es algo que nos sucede de continuo, algo que nos sucede desde siempre y algo que seguirá sucediéndonos hasta que el último hombre expire, sin que importe cuál sea la última palabra, que todas acabarán en él, dichas de una sola vez, en síntesis mágica que bien pudiéramos imaginar ahora, pues todas se encontrarán allí para no ser nunca más repetidas.

Sólo existe lo que es repetido, y así existiremos aún no sólo en las palabras y sus hombres, sino mientras el polvo diminuto y cansado del planeta siga su marcha, ya sea convertido en desierto indeterminado y múltiple, o en roca concreta y dura.

Morir no es nada nuevo. Tampoco imaginarse polvo, irrelevante y sin número, hijos míticos del tiempo de la cerámica, cuando los ancestros que aún somos pensaron un dios con las manos metidas en el barro dando forma a una pareja en semejanza suya.

Hoy, que supe la noticia de una muerte, la cual lloro, me he sentido morir un poco y me siento seguir viviendo, sin que esto importe nada a la palabra, que es donde habita la magia y el sueño del que aún despertaremos tantas veces antes del final adivinado.





martes, 17 de mayo de 2016

La soledad radical del sujeto vacío

Vivimos en un mundo edificado con palabras. Vivir en el lenguaje es utilizarlo como referente para nuestras prácticas, nuestras decisiones, nuestra comprensión del mundo y de nosotros mismos. No tenemos más sentido que el que nos aportan los nombres, imbricados en sistemas de creencias, ideologías, epistemes, cuya producción siempre nos resulta ajena (exclusivamente cultural, producto de todos y de ninguno), y en proyectos vitales donde vivir de prestado, acogidos a los términos, las normas, los objetivos, los valores, los por qué y los para qué que emanan de narraciones culturales que no sabemos eludir, puesto que no sabemos vivir fuera de ellos, es decir, habitar fuera del lenguaje. La duda radical sobre el referente nos ha situado en el imperio del significante vacío, anclados en juegos de palabras que ya no disponen de referentes externos a los que llamar realidad, mundo o, como sucedió desde antiguo, dios, rito y mito. La pregunta sobre el referente se responde apelando a nuevos juegos de palabras que vuelven a crear la ilusión del sentido, pero que no hacen sino desplazar la referencia más allá de las palabras, inevitablemente, una y otra vez, cada vez más lejana, cada vez más nada.

En la traducción existencial del significante vacío, sólo nos queda vivir en la ilusión de sentido del proyecto y del lenguaje (lo que ya venimos haciendo de continuo), o vivir en la des-ilusión de una entidad nada (el nomadismo de una coherente queeridad radical), que es el resto de realidad hurtado una y otra vez por las palabras en el circuito del significante vacío. La muerte del sujeto es también la desaparición del cogito, de la opción de disponer de un punto de partida lógico más allá de la lógica, es decir, más allá de las operaciones simbólicas del nombre y lo que ellas nos ofrecen. Nuestra existencialidad no pública ha quedado reducida a una nada lógica en la que no sabemos vivirnos, pues nada podemos decir de ella, y nada podemos producir con ella para mantener la ilusión del sujeto. Estas son las opciones: el sentido de la mundanidad pública del proyecto (ser hombre, profesor, intelectual, persona, cualquier subjetividad posible), el sentido abierto del carnaval nómada que juega a modificar de continuo las reglas del juego para no quedar sometido a la imposición de las palabras, o nada. El proyecto, el juego infinito o nada.

Negado el valor del significante sujeto como opción absoluta, la nada del sujeto es un sujeto nada del que nada podemos ya decir. No podemos decirnos a nosotros mismos, sujetos donde los pronombres (yo, tú, nosotros) han dejado de ilusionarnos, sujetos vacíos de sentido, visceralidad pura en la batalla microscópica del universo de la hormona, la bacteria y los glóbulos blancos, órganos sin cuerpo (parafraseando a Deleuze), soledad radical ante uno mismo, que es decir soledad ante nadie, soledad última donde ya no es posible quedar emplazados frente a nosotros mismos, habitantes de un lugar sin sitio, in-emplazables, in-emplazados, sin posibilidad lógica de movimiento, inoperantes, desagenciados. Si la interrupción del proyecto nos des-plaza, nos descoloca, nos saca fuera de sitio como angustia existencial que nos dispone para resituarnos frente a un nuevo mundo que aguarda, la imposibilidad de emplazamiento es una angustia radical más allá de la angustia, que al fin sería la ausencia de un sentido en busca de sentido. Angustia lógica que no puede ser llorada ni sentida, pues sólo es pensada en el seno irreal de un pensamiento vacío. Soledad radical, angustia última en la imposibilidad radical del sentido, incapaces de búsqueda, incapaces de encontrarnos o de ser rescatados por un proyecto o un lenguaje donde habitar en la tranquilidad (in)digna de lo mundano.

También esta angustia última es una pose, una obra de arte, una experiencia estética relacional sin relación, más acá de toda relación, en el silencio melancólico de quien no tiene proyecto desde el que ser deseado, atrapados en la libertad última del rechazo radical de todos los nombres, de todos los proyectos, de todos los objetos de deseo, allí donde el duelo por la muerte simbólica del nombre no habrá de llevarnos a ningún sitio, salvo a nosotros, que somos nadie, víscera, sujeto nada.

Evidentemente, esta idea no es la melancolía del poeta, que tantas páginas maravillosas ha dado a la historia de la literatura y del arte, pero coincidirán conmigo en que hay cierta belleza en la imaginación que nos ofrece el texto vacío que somos, sujetos sin ser. Hay, incluso, algo latino y barroco en esta forma de comprender la poquedad en la que la postmodernidad del significante vacío nos sitúa, fuera de todo lugar, más acá del texto, desde donde escribo estas palabras, consciente de que, para mí, mi propia teoría sólo ha reservado el espacio al que, con inteligencia y buenas razones, la filosofía de nuestro tiempo llama la muerte del autor, negatividad necesaria, donde hallo un extraño consuelo que roza lo morboso de la sentida lágrima del poeta, tan cierta como impostada, tan llena de su vacío que uno comprende que es la única verdad donde uno podría elegantemente derramarse y ser disuelto.


lunes, 4 de abril de 2016

Una nueva época, un nuevo hombre, un nuevo pensar

Quizá toda época sea siempre un cambio de época, un presente indefinido que se aleja de algo y se abre para venir a ser de otro modo no previsto. Quizá no todas las épocas hayan vivido con igual intensidad el desasosiego de estar yendo hacia algún tiempo desconocido. En parte, esto recuerda los temores milenaristas y la presión judeocristiana del apocalipsis, que en otras culturas antiguas no es algo que sucederá, sino algo que siempre ha sucedido. Quizá, por fin, cada época sea sencillamente ignorante de su lugar en la historia, puesto que, situados en el fragor de cada momento, sólo podemos pensar desde dentro de la época en que nos ha tocado pensar, sólo pensar lo que puede ser pensando desde ella.

El Heidegger de “La época de la imagen del mundo” era consciente de estar viviendo un cambio de época, que nosotros identificamos con el final de la era de la industrialización, cuando el mundo finalizó su horizonte de descubrimientos, el modelo urbano se instaló entre nosotros definitivamente y se aventuraba la gran amenaza nuclear. Como él mismo analiza en “¿Qué significa pensar?”, fue Nietzsche el primer filósofo que entendió que el hombre anterior era incapaz de pensar la nueva época, aún atrapado en formas de pensamiento propias de una época diferente, y que se anunciaba la llegada de un hombre nuevo. Nietzsche fue, según Heidgger, el primero que pensó al nuevo hombre metafísicamente, es decir, desde las categorías de pensamiento propias de la metafísica, que es, al fin y al cabo, la continuación de la pregunta griega sobre el ente y los modos de ser del ente. Recordemos aquí que la pregunta sobre el ente es la pregunta por el objeto que se presenta ante nosotros como existencia, y que el ser, frente a las interpretaciones posteriores, es la pregunta sobre el “es” de la pregunta sobre “qué es el ente”, es decir, sobre los modos en que el ente, todo ente, es.

Situado en su horizonte epocal, Heidegger afirmaba enigmáticamente que el ser se está desplegando ante nosotros, asentando la idea de la radical imprevisión de toda forma de ser, que no está prevista ni determinada en las categorías existenciales anteriores, sino que aparece como una novedad que se despliega ante nuestros ojos, dentro de la cual estamos a nuestra vez situados, y dentro de la cual sólo no es posible pensar del modo en que sólo nos es posible pensar dentro de ella.

Ha pasado aproximadamente un siglo desde entonces, y nosotros nos reconocemos hoy hijos de nuestra época, como no debería ser de otro modo, y también ilusionados en la empresa de vivir y pensar originalmente una época diferente que apunta hacia futuros imprevistos y que exige ser pensada desde dentro de ella, y no desde las formas de pensamiento propias de los hombres anteriores. La cultura de nuestro tiempo se está escribiendo con ideas propias en casi todos los campos del saber, en el arte, la filosofía, la política, la literatura, y en algunos (no en todos) los campos de las prácticas sociales, las formas de vida en las que nosotros vivimos y pensamos. Nuestra época, curiosamente, ha recuperado el placer por la metafísica desde que la filosofía postmoderna se configuró de la mano de algunos de los grandes pensadores que nos han marcado (aquí, siempre me gusta mencionar la obra de los postestructuralistas, desde Deleuze hasta Lacan, Foucault o Derrida, entre otros), y logró, de algún modo, la ruptura de las grandes categorías y discursos que definían las estructuras intelectuales y sociales de las décadas anteriores. También nosotros seguimos preguntándonos por el hombre (el nuevo hombre, que hoy se dice las nuevas subjetividades), por la realidad y por la historia, y también nosotros tratamos de pensar estas preguntas desde las categorías metafísicas del ente y del ser. No de otra manera se llegan a concebir ideas como la muerte del sujeto, la muerte de la historia, el nomadismo identitario o el fin de los grandes relatos.

Vivir en la filosofía es pensar nuestra época y nuestra situación en el mundo desde las formas de pensamiento de la metafísica tradicional. Vivir en la lógica, o vivir en la palabra, es pensarnos asumiendo que el lenguaje es la figura central de nuestro pensamiento y de nuestro modo de estar en el mundo. Nuestra problemática actual pasa por la reflexión sobre el modo en que el lenguaje define nuestro mundo y nos define a nosotros mismos, sobre el modo en que el lenguaje opera, primariamente como lógica, y después como existencia. De ahí que sintamos necesario concretar cuáles sean estas operaciones o esta nueva lógica que, remedando la lógica antigua, se constituye en el fundamento necesario para todo posible pensar y estar en el mundo. Antes que nada, debemos aprender a pensar, debemos decidir qué significa pensar y cuáles son las operaciones posibles del lenguaje a las que llamamos pensamiento. Hijos de una nueva época que cierra y que se anuncia, debemos aprender a pensar con nuestros propios modos de pensamiento. No de otro modo podremos estar situados correctamente en nuestra época, y entrar a formar parte dignamente de esta magna historia del pensamiento, de la cultura, o del ser que se despliega, en la que tenemos reservado el lugar que nos corresponde. No digan de nosotros que nos dormimos en la ignorancia de nuestro tiempo, presos de un pasado que pasó, sino que afrontamos con entereza intelectual la tarea de volver a pensar por nosotros mismos el mundo que se abre ante nosotros, conscientes de que cada tiempo exige y permite su propia reflexión, que debe ser la nuestra.



sábado, 26 de marzo de 2016

El perro y el libro

En una reunión al margen, amigos y desconocidas. Mi libro despierta el interés de alguien que no lo leerá, pero es bueno que vaya de mano en mano. No debe ser leído por todos. El libro acaba en el suelo, no importa. La perra de la casa se tumba entre las piernas de unas y de otras, y deja su cabeza reposar para iniciar el sueño. Es hermoso un animal que duerme. Mi libro está bajo su hocico, apenas puede leerse el título y algunas letras de mi firma. Toda la soberbia que encierran sus páginas grandilocuentes, su decir sonoro, urgente y firme hasta la angustia, desaparecen convertidas en signo del destino, de otra verdad que nunca imaginaron sus argumentos. El perro los burla sin ironía. Mi libro es el cómodo lecho donde posar su hocico tranquilo, mi libro habla por primera vez a través del perro para no decir nada, para mostrarse como un objeto noble que prescinde de mí. Yo soy una distancia que ha dejado de hablar, un vacío de autor venido a nada, mientras el libro ignora las miradas, las contemplaciones, las interpretaciones, sin que ya sea posible una moral, una reflexión sobre el tiempo o la caída de las obras humanas. Diógenes, el cínico, el perro, no lo habría hecho mejor.

Pertinaz y arrogante, vuelvo a convertirlo en signo. El perro es el signo de una destrucción simbólica y amable, sencilla, pero mi voz ya no importa, como no importa su título, nuestros nombres. Mi libro es ahora el signo de una pérdida que tampoco importa. Mientras el perro duerme, mi libro es ahora una estética vacía, una rara belleza que no quiere decir nada y que no se presta a quedar registrado, a dejar huella. Somos nada, menos que el perro, menos que el libro, o quizá somos el perro y el libro, con una mirada ingenua que descansa en el suelo de cualquier parte sobre libros escritos por otros, hace ya mucho tiempo.


lunes, 15 de febrero de 2016

Esto no es un texto

Esto no es una pipa
Foucault, sobre Magritte

Vivimos situados, emplazados. Convivimos localizados en una referencia de espacio y tiempo, un incesante aquí y ahora junto a otras cosas, junto a otras personas, una referencia única y completa: no podemos reducirla a elementos, traducirla a una interpretación, re-presentarla, ni siquiera decirla, sin que la demos por perdida. Por eso, el acontecimiento, lo que acontece, es indecible o inefable. Uno puede hablar desde su interior, pero con una voz que forma parte de la aventura de ser, de estar en lo que sucede, y que en ningún modo puede pretender erigirse válidamente en interpretación, descripción o explicación, ni apelar a un concepto impropio de verdad: la voz sólo es un otro en el juego de espejos de las otredades inscritas en la situación que acontece. Esta es una simplicidad ontológica que obviamos en todo momento.

Sin embargo, nos decimos continuamente a nosotros mismos y buscamos modos de decir lo que sucede, aquello en lo que sucedemos. Nos damos nombres que nos remiten al seno de la cultura, de lo dicho por muchos, o por todos, de lo aparentemente comprensible, controlable, evidente, siquiera porque el rumor público de los muchos así lo simula más allá de la crítica, el cuestionamiento o la invención. El nombre nos tranquiliza, nos significa, nos atrapa dentro de los universos pactados del símbolo, y quedamos reificados con él como objetos con nombre, alienados en el nombre, mitificados como símbolo, entendiendo estos términos en su acepción más sencilla, literalmente mundana. El nombre nos ingresa en el mundo, y ahí termina todo, o quizá empieza. Caída y encumbramiento.

Con Baudrillard, del nombre puede decirse que simula, que aparenta sintetizar e invocar apropiadamente lo que quiere ser dicho a través de él. Como simulacro, tiene algo de farsa teatral, de re-presentación, de re-petición ritualizada, pero el simulacro siempre es un acontecimiento venido a menos, un falso acontecimiento o des-ilusión, la repetición de lo que no es posible ser repetido. Además, el simulacro genera la ilusión de una historia o biografía, de un pasado original que, sin embargo, nada tiene en su origen, pues todo es/fue/será al fin un juego de simulaciones venidas a menos, mientras el acontecimiento, el despliegue del ser, sigue su curso ignorado al margen de las palabras, a través de ellas o a pesar de ellas. El nombre público y tranquilizador que nos pre-viene y nos mantiene mata el acontecimiento, lo que sucede, mientras nos ofrece la vida de una farsa pública en forma de proyecto, nos ofrece un futuro como cosa que seguirá siendo como el nombre pro-pone. Si el acontecimiento inaugura un discurso, instituye o abre posibilidades, el nombre público lo cierra, especifica lo que debe y no debe ser, expulsando del sentido a todo lo que se aventura, todo lo que adviene, lo que está llegando sin nombre en el despliegue de lo que acontece.

Sin nombre es el nombre que damos a todo lo que se resiste a ser nombrado, es la intuición o el delirio lógico de lo que no puede ser atrapado ni simulado, lo que no es repetido sino diferente absoluto, radicalmente heterogéneo. Siendo lo posible aquello que está inscrito en el nombre, el futuro previsto del proyecto nominal –Edelman–, sin nombre es lo imposible que sucede, la imposibilidad posible de lo imposible, afirma Derrida, aunque en diferente contexto. Sin nombre es dejar que lo que está siendo sea, es rechazar o desconfiar de las categorías públicas que nos brindan una vida prestada, de los dogmas culturales que domestican el ser, de los aparentemente cómodos límites de lo permitido y lo previsible. Ser hombre, mujer, gay, lesbiana, liberal, rojo y azul, padre, esposo, juez…, o cualquier otro nombre posible, autor, profesor, yo…, son la imposición cultural de una forma prevista y la cancelación de toda alternativa imprevista. Sin nombre es querer vivirse fuera de todas estas categorías, en una situación difícil, un difícil modo de estar en el mundo, donde la paradoja lógica de ser sin nombres nos sitúa en la incomodidad existencial de no saber qué sucede y qué sucederá, mientras navegamos en la aventura del venir a ser, del llegar a ser lo que no sabemos, hasta encontrar nuestra Ítaca de los nombres, allí donde la aventura al fin muere o ingresa en la repetición literaria y cansada de la biografía, que es el recuerdo de lo que pudo haber sido.


viernes, 8 de enero de 2016

La herejía postmoderna

“Aterradora idea de Juana, acerca del texto Per speculum.
Los goces de este mundo serían los tormentos del infierno, vistos al revés, en un espejo”.
León Bloy, citado por Borges en El espejo de los enigmas (en Otras inquisiciones, 1952)

Si el Dios de San Pablo fuera la inteligencia infinita, a nosotros nos correspondería vivir el delirio supremo. Ergo, la racionalidad sería, en espejo, el diablo de esta Juana que menciona León Bloy. Sencillo, luego demoníaco.

Como explica Umberto Eco, en la semiosis ilimitada del hermetismo gnóstico, la cábala y el pensamiento antiguo, todo puede ser dicho en verdad, pues todo concluye en el mismo lugar, allí donde a todos nos está vedado acercarnos, el lugar de un secreto que, por definición, debe estar vacío. No obstante, las correspondencias simbólicas, más allá de la erudición histórica, de la estética del símbolo y las tablas esmeralda, se nos vienen ya en nuestro tiempo a ser un mero juego de palabras, como todo lo que nuestra vana y soberbia ciencia racional quiso convertir en leyes naturales, aquellas a través de las cuales se manifestaba el dios verdadero. Nuestra sciencia post, delirio de grandeza, es capaz de imaginar mundos y venir a habitarlos por obra de la crítica, la resignificación y la performatividad, ante las cuales, nada resiste y nada es imposible. Qué hermosa expresión si supiéramos leerla en sus propios términos: nada es imposible.

En su breve reflexión sobre León Bloy, Borges afirma que es dudoso que el mundo tenga sentido, reduciendo (o elevando) a literatura lo que en la herencia póstuma del pensamiento antiguo es sabiduría y teología, antropología y mística, quizá como también hace la ciencia racional al tacharla de mera superstición. Yo creo que hemos perdido el simbolismo para siempre y que, como Borges, ya sólo nos queda el disfrute poético de las sutilezas intelectuales que produjo. La razón nos ha dejado solos en un mundo sin sentido posible, ha creado un monstruo de nosotros, aunque la mayoría lo ignora y deambula como un muerto viviente entre los restos del naufragio histórico del símbolo. O quizá el muerto seamos nosotros, los de la cosa post, cantando loas a la lógica imposible del (sin)sentido. Todo es posible.

Pero el dios de la postmodernidad, que está en Derrida más que en Vattimo, es el desierto, el silencio que retumba, el vacío que penetra, lo que sólo puede ser dicho sin decirse, lo que debe decirse para guardar a salvo el nombre, la nada que no puede ni debe ser dicha y que, sin embargo, pro-nunciamos/anunciamos calladamente de continuo, por ignorancia los más, por impotencia el resto. “Orbis terrarum est speculum Ludi”, sostiene Borges en La secta del Fénix. Si somos un espejo del universo, el enigma del sinsentido en que vivimos, siglo XXI sin futuro, es la claridad sin luz del Dios hermético de León Bloy. Si la razón hizo de nosotros monstruosidades, nuestro delirio post se dirige o fuga, cargado de razones, alocado y paradójico, desértico y laberíntico, hacia la creación de lo sublime, hacia ninguna parte, que es donde se encuentra nada y todo.


domingo, 3 de enero de 2016

La gran belleza

La grande bellezza es una coproducción francoitaliana de 2013 (Indigo Film / Medusa Film / Mediaset / Pathé / France 2 Cinéma / Babe Film / Canal+), dirigida por Paolo Sorrentino, quien también es coautor del guión. Profundamente italiana, o quizá mediterránea, las escenas y los personajes se suceden con un estilo coral que resulta familiar también en el mejor cine español: una sucesión aparentemente interminable de tipos humanos que salen y entran en escenas grupales que se producen alrededor del protagonista, Jep Gambardella, un peculiar novelista, autor de un solo libro de éxito, coronado el rey de la mundanidad del verano romano, anfitrión e invitado necesario en todo tipo de reuniones sociales, exposiciones y fiestas de lo que aquí hemos llamado la gente del corazón. La película, narrada con suavidad, introduce, escena tras escena, situaciones diarias del protagonista, a solas, en pareja, en pequeños grupos o en fiestas numerosas, siempre bajo una composición fotográfica muy bien cuidada, incluso exquisita, adjetivos que pueden aplicarse a la elección del vestuario, la iluminación, el mobiliario y la pose siempre elegante y serena de Gambardella.

Inclasificable más allá de la típica mezcolanza mediterránea de los géneros narrativos, a ratos inteligente hasta lo filosófico, divertida hasta el esperpento, desesperada hasta el drama, alocada hasta la obscenidad, pero, sobre todo y en todo momento, sensible y bella. Lo que acostumbramos a llamar tragicomedia, sin que ninguno de estos términos sirva para resumir acertadamente el conjunto. Una película vital, donde lo cotidiano y lo existencial se entreveran como al fin sucede en nuestras propias vidas, en las cuales la sentencia sabia convive con la broma chusca, y la moraleja sólo puede formularse en un tono menor, amable y sencillo, sin perder por ello la profundidad que requieren los graves pensamientos. La cámara se sitúa principalmente en una primera persona visual, la mirada del protagonista, incesante paseante de la noche y el alba romanas, superponiendo las diferentes perspectivas de su voz como narrador, la mirada en línea recta y las breves interacciones con los objetos y las personas, bellos fantasmas que cruzan lenta y continuamente su camino. Tres voces simultáneas que ponen en escena una complejidad existencial, sin embargo sencilla y cotidiana, casi siempre centradas y reunidas en el paseo que se prolonga hacia delante, invitando al espectador a compartir la reflexión y la mirada.

El aparente exceso de composiciones centrales, que en ocasiones desmerece la belleza de los monumentos romanos y de los decorados interiores y callejeros, sirve para retratar la elegante decadencia del paso del tiempo en las ruinas del pasado y de la edad madura con una mirada que apunta en línea recta hacia un camino que siempre está por recorrer, el laberinto permanente de uno mismo, como una línea recta borgiana, sin final, sin perspectiva lateral o de profundidad, pero también sin precipicio, sin estridencia trágica, sólo un seguir adelante para nada, un seguir por seguir bello y absurdo, sin sentido, o en busca de un sentido que siempre se aguarda y nunca se adivina, como metáfora para componer una ética serena, a la vez compleja y sencilla, de la madurez de la vida. Gambardella, un vividor pulcro, ordenado en su desorden vital, contemplativo y tranquilo, pasea por las escenas como el que no tiene nada en que ocuparse. La vida es, al fin, este caminar solitario y agradable, y todo lo demás sólo es fantasma bello alrededor o ilusión social, añadido necesario y a la vez sobrante, resto prescindible en el que uno bucea sin esperar gran cosa a cambio, que, paradójicamente, no puede ser dejado de lado, y, sin embargo, pasa continuamente de largo generando breves momentos de calmada belleza o de consciente reflexión. Ante un caminar sin destino, no hay más objetivo que el propio caminar/vivir en una continua contemplación de la belleza en derredor.

La dimensión ética de esta existencia mundana en la que todos nos sentimos partícipes y protagonistas sin protagonismo, miembros de una coral compartida en primera persona, se resolverá más allá de las tradicionales categorías morales de lo trascendente (la ética de la muerte y el tiempo que huye, la tragedia del destino irrevocable, el hedonismo sensual del carpe diem), que no son irrelevantes, sino piezas necesarias para trasladar la reflexión ética hacia una estética de la farsa asumida, de la vida entendida como gran teatro del mundo, representado en escenarios de una belleza que sólo puede ser decadente para ser veraz, para no confundir el placer maduro de la contemplación con la intensidad de la ilusión juvenil, ambas vanas y hermosas. Una lección de ética que convierte la mundanidad, la irrelevancia de lo cotidiano y del éxito social, en el espacio central de la narración vital, allí donde todo sucede, también la reflexión profunda y la construcción poética del sentido. 

Seguramente, aunque menor que el protagonista, mi propia edad me ha hecho cómplice de la reflexión, atrapado entre el deseo de vivir y la consciencia de lo intrascendente de nuestros esfuerzos, sin más sentido que el que lleguemos a proponer para nuestra presencia en un mundo que tiende a la ruina, a la decadencia inevitable del tiempo que, ora es la promesa de un futuro en que desplegar proyectos vitales, ora la evidencia de una muerte que acecha, de la que no queda esperar más que la herencia serena de la huella de unas ruinas, símbolo del inevitable fin de todo lo que nos rodea, de la historia, de la cultura compartida, de las ambiciones personales y de nosotros mismos, actores en una obra perecedera en la que, sin más remedio, debemos también asumir el papel de autor.