viernes, 27 de octubre de 2017

Números primos

Somos un número en las previsiones electorales, somos un número de manifestantes y contramanifestantes, un número en la pequeña mayoría silenciosa y en la gran minoría visible. Somos un número de residentes, de inmigrantes, de turistas, un número en las cifras macroeconómicas. No tenemos rostro, ni deseo, imaginación, voluntad, insomnios. Somos un número de espectadores en el share televisivo. Somos un número de likes al final de un texto como este, un número de amigos que nunca hablan en las redes sociales. Somos números en una fila uniformada, todos iguales, cada número igual a otro hasta formar la masa informe de los números. Somos un número en los cálculos del estratega que busca aumentar el número de adeptos y reducir el número de desafectos. Nuestra vida importa un carajo más allá del número. Somos un número de usuarios, de clientes, de IP, una coordenada de google, un número de móvil. Ellos no gobiernan personas, manejan los números que somos, movilizan números que nunca sabemos cuántos son, mienten hasta en el número. Somos el número de votantes que repiten una consigna, el número de votantes que legitiman una mentira, cualquier mentira. Numberland, Numeralia, apátridas en el Estado virtual de los que tienen números de ciudadanos, de clases activas y clases pasivas, de hablantes de una lengua, de residentes de una región, de hastiados de un régimen que se arrojan a los brazos del hastío de otro. Somos un cálculo de riesgo en las previsiones del seguro, un número de hipoteca, un número de visitas en una página web, un número de nacimientos y de muertes en las páginas de sucesos. Somos una interminable sucesión de números fragmentados, rotos por fuera, descosidos por dentro.

Nuestra opinión no importa, sólo es un número en una encuesta de opinión. Nuestra identidad no importa, sólo es un número en un documento de identidad, en una tarjeta de crédito, en una tarjeta de socio, un número de cliente, un porcentaje de acierto, el gato de Schrödinger sin gato y sin Schrödinger.

Somos igual que ellos, que son sólo un número de diputados, de miembros de un consejo de administración, de grandes y pequeños empresarios, de autores y editores, sólo el número interminable de los amamantados, los apesebrados, los que pacen rumiantes en la hierba de los números nacionales, supranacionales, antinacionales, desnacionalizados en la imposible nación de los que no hemos nacido ni naceremos.

La ciencia es aritmética hipotético-deductiva, la psicología es aritmética de la personalidad, la sociología es aritmética de las masas y las poblaciones, el derecho es un número en el código de Hammurabi, la política un número en el ejército de la infantería sin cerebro, un número sin tristeza de muertos colaterales. Aritmética simple, mera suma, mera resta. Ya no hay magia, ni religión, ni belleza, ni ideología, sólo geometría de las inundaciones del Nilo, teorema del triángulo, número pi, factura en negro, ticket de compra, número de serie.

Odiamos el número de los otros, nos dejamos arrastrar a la guerra de los números binarios, el uno contra el dos, tú contra mí, él contra ella, pares contra impares, números racionales contra números irracionales. Civilización del número, espejismo cálculo de la modernidad post, moral matemática, clínica estadística, justicia administrativa del protocolo y el punto de corte, cultura de los números naturales desnaturalizados, uno más uno, más uno, más uno ad infinitum númera, hasta la innumerable conclusión orwelliana de la china de mao, de la rusia de stalin, de la europa del euro, de las naciones unidas donde no hay personas, sólo naciones y naciones sin nación que aspiran a ser naciones con nación, sólo con nación, sin habitantes, sólo con sillón y diplomacia, con un buen sillón y una mala diplomacia. Teatro número del mundo, tragicomedia de los números y los molinos de viento, non fuyades, que un solo número es el que os acomete.

Entre tanto, escribimos versos sin contar las sílabas, amamos sin contar los minutos ni los días, lloramos sin contar las lágrimas, reímos sin contar los golpes del diafragma. No importa cuántos somos, solo que estamos aquí, ocultos bajo el disfraz del número. Aquí, donde ellos no llegan porque el número no les deja mirarnos. Ingobernables, hemos muerto equidistantes, al margen, cuchicheando sin hacer ruido, libres para nada, para todo. Es bueno que así sea.



lunes, 2 de octubre de 2017

Sin partido

No necesito tomar partido, basta mi opinión para que los demás, los unos y los otros, me posicionen enfrente de ellos, por eso no quiero opinar. Nadie querrá escucharme, lo que yo tenga que decir no importa, ellos ya tienen claro todo, sólo necesitan escucharse a sí mismos. En una situación de polarización creciente, todos mantienen el mismo planteamiento: conmigo o contra mí. Lo que yo pueda decir es completamente irrelevante, y sólo sería de interés si los unos y los otros vieran en mis palabras la corroboración de sus posiciones, si repito el eco de las suyas. A ninguno de ellos le importa que el relato épico en el que se sienten protagonistas de la historia nos condene a los demás a no poder tener opinión, a obligarnos a entrar en un juego perverso que sólo lleva a más de lo mismo, a extremarse, pues una vez dentro de él, sólo el que demuestra ser más extremo, más asertivo, más radical, tiene legitimidad para hablar. Todo lo demás se convierte en sospechoso. Para ellos, los demás somos cobardes, conniventes de uno u otro bando, personas que no queremos o no sabemos afrontar con una posición definida nuestro papel en este peligroso juego histórico de las polaridades. Pero yo no quiero estar con ninguno, no quiero que nadie me convierta en su enemigo. Si tengo que elegir, prefiero no elegir, ser enemigo de todos y de ninguno.

Este es un juego cabrón, tenso, una espiral que no prevé límites. Amigos a los que aprecio, cuya opinión siempre escucho con atención, dicen que no estaban de acuerdo, pero que, al ver el comportamiento de los otros, se arrojarán en brazos de uno de los dos bandos. Su respuesta es sumarse a la polarización, tomar partido. Esto está sucediendo en los dos lados, personas buenas (la banalidad del bien) que, ante el devenir de la situación, dicen verse impelidas a tomar partido, a ceder y posicionarse. En un extraño ejercicio de responsabilidad, escogen dejar de tener opinión propia para dejarse llevar, condicionar o instrumentalizar por la opinión y las acciones de los demás. Ellos no lo tienen fácil, lo comprendo, ni nadie, yo tampoco. Al escucharles, yo también me siento interpelado. Me entristece ver lo que sucede, como a todos, hoy nadie tiene motivos para la alegría, y me avergüenza no tener opinión, no tener nada que decir aunque pudiera decir muchas cosas. Sin embargo, al pensar en ello, mi conclusión es que no quiero decir nada. Me entristezco como el que más, pero no tomaré partido. No porque no lo tenga, pues también en mí los sentimientos y las razones se agolpan y pujan por definirme, sino porque no quiero aceptar las reglas de este juego de banderías y partidos, más simples e inaceptables cuanto más extremas, cuanta más gente se suma.

Puedo entenderlos a todos, no es difícil, basta con escucharles respetuosamente para ver que unos y otros están armados de razones, sentimientos, consideraciones, conveniencias. Al mismo tiempo, quisiera desentenderme de todos, porque veo en todos el desprecio al otro, la violencia de las palabras y los actos, y, sobre todo, porque, analizadas con calma, todas las razones son pobres, listas escuetas de argumentos que deberían conducir a la duda antes que a la seguridad con que se pronuncian, y a veces se expelen, y que sólo sirven porque alimentan la hoguera. Aquí no hay razones en juego. Palabras sencillas y emotivas que deberían ser pronunciadas en minúscula, como libertad, patria o convivencia, se pervierten sin respeto para convertirse en instrumentos, estrategias, mera retórica de conveniencia para crear discursos en los que yo no quiero estar, en los que no quiero dejarme atrapar, y que, como hemos visto tantas veces, y seguiremos viendo tantas otras, sólo llevan a lugares a los que yo no quiero ir.

Nos engañamos, aquí no se trata de encontrar soluciones, no hay soluciones cuando los términos del debate se plantean en los términos polarizados del conmigo o contra mí. Para opinar, antes tendríamos que rechazar radicalmente los términos del debate, pero esto no lo desea nadie, por eso mi opinión es irrelevante, por eso no tiene valor lo que yo pueda opinar.

No me importa quién nos gobierne, siempre será la Razón de Estado, ese sumidero donde todo cabe. Mi única preocupación es cómo hacer para que no me gobierne nadie.










sábado, 19 de agosto de 2017

Intersticios

Llamamos comúnmente sistema a una estructura colectiva de poder, de apariencia estable, sostenida por una ideología o conjunto de saberes y valores. Definido como sistema normativo, es decir, como conjunto de formas (categorías, normas, pautas, estructuras…) relativamente estables que se nos imponen con apariencia de necesidad, condiciones de partida sobrevenidas, los intersticios son los espacios invisibles a los que el sistema no alcanza en su afán de explicación total de un mundo y dominio total de los que vivimos en él. El sistema está poblado de motivos, de formas correctas, de temas con que enmarcar nuestra reflexión y nuestra interacción cultural. El sistema es el lugar definido, la institución de macizos muros simbólicos que se quieren intraspasables, un microcosmos trazado mediante un entramado de estructuras remisionales, objetos que hablan unos de otros, que se invocan o se reclaman de continuo, entre los cuales nos hallamos también nosotros, el yo y el tú que no somos sino objetos culturales, sujetos (des)personalizados, cuerpos prestados para el despliegue teatral del rito, la moral de las costumbres, lo previsto, lo correcto. Todas las pautas culturales establecidas forman sistema. En ellas, somos entidades fantasmáticas que repiten lo que debe ser repetido para sostenernos en la ilusión del sentido, y sostener así el sentido de la ilusión sistémica.

No obstante, ningún sistema es exhaustivo, ni en el alcance de su definición del mundo, ni en su práctica de dominio. Ya la mera definición normativa genera lógicamente su contrario, el incumplimiento de la norma, la rebeldía o el delito, que siguen siendo sistémicos. El rebelde se mueve en la negación de la norma/forma, de tal modo que necesita de ella para ser, y de tal modo que su oposición la justifica, él es lo que sirve a la norma para definirse, pues ella es lo que su opuesto no quiere ser. La vida del rebelde es, al fin, la coreografía del enemigo fiel a quien todos deseamos para dar la talla de nuestra altura, el adversario sistémico que nos acompaña y une su biografía a la nuestra, que así son las mismas, tal como él y yo lo somos. Sistema y rebeldía somos aliados. Ambos hablamos el mismo lenguaje: si no estás conmigo, estás contra mí, que es el modo total de estar unidos. Todo el que quiera escapar deberá escapar de ambos, y ninguno de ellos lo consentirá de buen grado.

El sistema es uno, pero también son muchos. Como un juego de solapamientos y simulacros, los diversos sistemas históricos o locales compiten por ocupar parcelas del mundo definidas desde otras parcelas sistémicas, ramificándose y complementándose de maneras diversas, formando la ecología de los universos simbólicos, ecología de los discursos, de las instituciones, hábitat mundo del mundo de los humanos, ecosistema total cuyas piezas no engranan con precisión, pues carecen de ingeniero mayor, o de empresario racional fordista, y la tarea principal del sistema es afirmar su existencia, para que todos creamos en ella, y sea. El sistema es un inválido débil, cuya fuerza reside en que todos ignoremos, o simulemos ignorar, el secreto de esta torpe verdad oculta a medias.

El intersticio es el hueco que genera el sencillo desliz fuera de la norma. Basta un mínimo cambio o un abandono imprevisto, dejar de hacer lo que ha de hacerse, para que se revele intersticialmente el no lugar indefinido que nos orilla del sistema y, en correspondencia, nos sitúa ante nosotros mismos, en la duda sobre qué hacer o qué está pasando, en el asombro ante lo diferente que sucede, ante la tarea de inaugurar un mundo que, idealmente, habla su propia verdad al margen. El intersticio es una posición afuera, una exterioridad informe, sin nombre, un vacío de formas previstas, cuya praxis, sin embargo, nos devuelve con facilidad al mundo de las buenas formas. En el vacío sistémico no paramos de hacer, seguimos haciendo lo de siempre, sólo que en un lugar distinto. Desembarcamos en él cargados de rutinas bien establecidas, aunque su despliegue en el nuevo lugar las renovará en cierto modo, y ofrecerá una perspectiva alternativa que podrá incluso competir con el propio sistema original en la pretensión de tener la verdad sistémica total, de alzarse como ideal de referencia alternativo. De este modo, el intersticio, espacio heterogéneo, vacío ignoto, se llena pronto de buenas formas, y el nomos es respondido con el nomos, el trono con el trono, la palabrería con la palabrería.

El sistema siempre soy yo. Huir de la opresión sistémica es huir de uno mismo, del sistema que uno mismo sostiene, evitando que nuestra huida se convierta en ejemplar, para que no genere formas, para que no vuelva a crear sistema, para que la opresión no siga a la opresión, el dominio al dominio. Esto no es un truco de mago de feria, no alzo la voz para que los demás me sigan, no hay mesías redentor, sino un perro que orina en su propia casa.

Para mantener el ideal de la libertad, basta con que nadie nos mire (quizá sólo nuestro cómplice a solas), que no queden huellas ni haya testigos, que el sistema original no genere sus propias articulaciones, o que no descubra las articulaciones que le ofrece el propio intersticio en ciernes de formalizarse. Que nadie nos vea, que nadie hable de nosotros, que nadie se apropie de nuestra voz al margen para ocultarla o silenciarla bajo el disfraz de la palabra prestada o del criterio ajeno. Que no puedan decir nada, ni siquiera nada. En un ejercicio de escapismo trasnochado, de nomadismo hácker, de ocultamiento infantil a la vista de todos, nuestra posición intersticial puede cerrarse a sí misma la posibilidad de erigirse en sistema alternativo. Incluso, más allá, en los intersticios de los intersticios, en los vacíos que inaugura su propia sistematicidad, aún disponemos siempre de vías para escapar de nosotros mismos, en la deriva del (sin)sentido, en la huida permanente del sentido, de la apropiación indebida, aunque para ello sea necesario olvidar una y otra vez lo que nunca fuimos, suicidarnos apenas después de haber nacido, para nacer de nuevo, al margen de todo, también de nosotros mismos.

La libertad no aspira a dominar un mundo. Ella es la negación de toda aspiración, transparencia pura, invisible a todas las miradas, a la vista de todos en medio del paseo público.



domingo, 30 de julio de 2017

El escondite

Los centenares de miles de líneas escritas en los libros de una biblioteca sólo pretenden una cosa: decir aquello que, a duras penas, consiguen decir. Así, toda biblioteca es en cierto modo una farsa, o el mero registro de la duda. Qué haya en la duda no puede ser comunicado, pues en Nada se afirma.

El texto siempre dice más de lo que cada lectura es capaz de decir. Más de lo que todas las lecturas reunidas en confusión podrían dar a entender. El texto se abre para que llegue a nosotros lo que nunca acaba de llegar. La condición del texto es que nunca llegue a ser dicho. La obra nunca debe ser terminada para que su operación continúe.

La obra es lo que se deja transitar en infinitas variaciones. Su valor es no alcanzar la clausura que la condene a la historia de las formas repetidas. La obra es la informidad necesaria para toda forma (denominación, identidad, costumbre, idea), y toda forma es, al fin, la traición que intentó acotar lo inacotable de la obra, sin entender Nada.

El texto, como la biblioteca o la obra, son elaboraciones misteriosas de unos pocos que viven en el anonimato de la autoría. Ellos son las frases de cada página del libro, pero, como las frases nunca acaban de decir, ellos se transforman hasta la desilusión, se espesan entre las líneas del texto hasta que Nada es reconocible, ni ellos, ni el sentido, ni el texto. Desde el inicio del texto, ya no queda otra referencia que Nada.

El texto se sostiene en la comunidad borgiana del secreto, a la cual todos pertenecemos, puesto que el único requisito es no saber que no se pertenece. Todo saber y toda ignorancia son igualmente sospechosas de ocultar el conocimiento del secreto. Quien guarda un secreto, habla mucho para decir Nada, o calla para que haya Nada que decir.

Es imposible esconderse de uno mismo. Para esconderse, uno debe exponerse en medio del paseo público, a la vista de todos, sin que nadie le vea. Uno debe elaborarse como una performa fantasmática, espectral, mera aparición fatua cuya forma es sfumata. Para esconderse, los demás deben saber que el texto está escondido y que se esconde muy cerca, caliente, caliente. Deben creer que hay algo que buscar, aunque el único desenlace posible sea la imposibilidad de un encuentro que siempre está por llegar, que quizá ha llegado, o que nunca llegue.

Mi primera pregunta es: qué estructura tiene la estrofa del secreto, cuál es el género de lo heterogéneo, con qué pinceles se dibuja el vacío de la página, cuál es la identidad de lo que no puede ser reconocido o aceptado. Es decir, qué forma le damos a lo que sólo puede ser promesa y continuidad de lo informe.

Mi segunda pregunta es: a quién le importa un carajo lo que tenemos que decir, que es Nada y secreto. Es decir, quién es el lector que debe guardar testimonio de que hubo Nada. ¿Será el vociferante que repita lo que encontró, para que se mantenga la sospecha de que Nada fue encontrado, o el silencioso que continúe el secreto sin dejar de callarlo?

Quien escapa una vez escapa muchas veces, ya siempre está escapando. No se escapa del mundo, sino de nosotros mismos que hacemos presente un mundo en perspectiva. Para escapar, no se mata al padre, sino que se le desprecia, allá se muera o no. Para escapar, hay que matarse a uno mismo, al Otro de uno mismo. Sin sacrificio, sin redención, sin gloria, a solas. Sólo un suicidio discreto. Que nadie se pregunte qué fue de mí (qué sabrán ellos); que, en el delirio de la conciencia, yo tenga que preguntarme una y otra vez qué fue de mí.

En el juego infantil del escondite, gana quien nunca es descubierto. Sólo él puede salvar a sus compañeros, aunque aquí no se trata de salvar a nadie, sino de poner el texto a salvo para que pueda seguir prometiéndose.



miércoles, 19 de julio de 2017

Audiencias y espectadores

No hay mayor gozo para el artista que meter las manos en el barro informe e ir poco a poco apareciendo la arquitectura definida de la obra. El arte, como el pensamiento, como la vida, sólo pueden ser libres. Lo otro no es arte, ni pensamiento, ni vida que merezcan esos nombres. El artista se cuelga alucinado del mero sonido, de las brillantes armonías, en un tempo que escapa a la medida repetida del tiempo del mundo, prolongándose en loco desvarío, como el ciprés de Silos, devanado a sí mismo en loco empeño.

A solas, el artista olvida con facilidad, pues la nota que empieza cada vez deja paso a la nueva melodía, y siempre el éxtasis estético es superior en la nota que está por llegar que en la mera repetición de lo que, en puridad, no puede ya ser repetido. En el tiempo de la creación, la norma es estúpida, y el artista rebasa las formas, las comprende hasta la pretensión de escapar de ellas, y no tiene miedo a equivocarse, a corregir, a vaciar las papeleras o raspar los lienzos para seguir en la tarea absorbente de encontrar la nota, el brillo, la luz, el color, pues sabe que siempre está por llegar el sonido último, el trazo definitivo, aquel que justifica la búsqueda, el delirio del arte que vive sólo para sí mismo, a quien servimos con puntual reverencia, egoístas, avariciosos, sucios de sonido y óleo, silenciosos, ajenos al mundo que ignora lo que es sentir la belleza entre las manos, escuchar la voz del ángel que no cesa de acercarse.

Sin embargo, todo artista sabe que siempre hay un artista mayor, el ideal, el maestro que pulsaba las notas y los pinceles del modo único en que deben respetuosamente ser acariciados, desplegando manchas de color y acordes redondos del modo verdadero en que deben ser mostrados. En la memoria vibrante de las cuerdas, el maestro una vez pulsó la nota perfecta o compuso la pieza sublime a la que siempre quisimos parecernos, la que nunca supimos superar, pues no es posible superar la idea con la idea, sino dejarse atrapar por ella cuando se hace presente, siquiera sea en un burdo parecido que nos extasía porque era algo así, debía ser algo así, porque sólo alcanzamos la belleza cuando es algo así, digno del recuerdo y la herencia de los siglos.

El artista, egocéntrico y vanidoso, se viste de sí mismo cuando sale al mundo, sabedor de que un público ansioso y dispuesto espera de él que les muestre la magia de los escogidos, el clímax elitista al que muy pocos están llamados. Sólo un pueblo civilizado convierte la palabra en literatura, el sonido en música, la piedra en escultura. Sabedor del asombro que provoca su trabajo, oculta su imperfecta pulsación, sus errores, los muchos tropiezos necesarios que requiere el dominio de las técnicas, y despliega ante su audiencia las notas como si fueran por primera vez, interpreta, es decir, crea la atmósfera única donde surge le belleza pudorosa que apenas se muestra un poco, y así, el concierto, la exposición, la conferencia magistral, serán verdad no porque hayamos acertado a producirlas, sino porque los demás ingresan en ellas con el silencio atento del público que sabe esperar el momento clave, el éxtasis compartido, cuando hasta el aire que se respira participa en la coreografía total de la experiencia estética. Ellos, los ignorantes, los que sólo miran y escuchan, que apenas distinguen un acento de otro, cuántas veladuras fueron necesarias, cuántos recursos técnicos debieron aprenderse y olvidarse, son al fin la prueba definitiva, los únicos convencidos, los que rellenarán de halagos rimbombantes las críticas y las conversaciones, los que se llevaron al otro Borges, los que guardarán el recuerdo de la interpretación que para el artista sólo fue una entre muchas, mientras ellos proclaman que nunca sucederá tanta belleza. Ellos, los ignorantes, con su presencia callada y atenta, respetuosa, que tanto agradecemos sinceramente a pesar del cinismo, son el testigo, los que registran/fijan el modelo, el canon, los que escribirán el verdadero nombre de la obra, mientras nosotros, llegado el final del espectáculo, recogemos cansados los instrumentos para volver, solos y vacíos, al descanso apetecido.



viernes, 14 de julio de 2017

El motivo

Mi voluntad siempre está dispuesta y animosa, sólo le falta el motivo.

Ningún artista improvisa. Aunque los más achaquen la creación al genio o al confuso problema de la inspiración, el artista escoge cuidadosamente el tema de su obra, o deja que el motivo sea sugerido en las primeras pinceladas algo azarosas del boceto o en la música inesperada de un primer verso. El tema siempre es común, hemos heredado pautas narrativas, géneros, estilos pictóricos, temáticas ornamentales o motivos míticos, todos ellos cargados de una rica variedad de elementos formales a nuestra disposición, así que el motivo, o tema cultural compartido, nos brinda el marco de sentido desde el cual crear la nueva obra, que siempre es de algún modo la mera recreación novedosa de lo que ya era comprendido de antemano. No existe el arte bruto, el artista copia de sus maestros, sumidos ellos en la corriente histórica de las formas artísticas, y nosotros dispuestos a navegar en sus aguas, a ser llevados en volandas desde ellas hasta la lectura, que siempre está abierta pero no puede escapar con facilidad de los marcos previstos por la cultura, o sólo escapa para ir a ningún sitio, a los espacios desconocidos carentes de significación.

El motivo, que presta los elementos, los modos y el sentido, es el despliegue de las formas comunes en las que podemos incorporarnos. La actividad poética consiste en decir lo mismo de maneras diferentes, buscar a tientas en las formas previstas la conclusión imprevista, cuya novedad no impide ser reconocida, precisamente porque no deja de girar en torno al motivo compartido. El motivo intitula la obra antes de que la pongamos nombre. El motivo es lo que nos mueve –motu, movimiento–. La confusión personalista ha reinterpretado el concepto estético del motivo para asumir que es antes la motivación que el tema, como si el verdadero movimiento fuera antes del movimiento, cuando es a todas luces evidente que la acción sin tema es mera voluntad inintencionada, libre en su apertura a todas las posibilidades, pero ciega en su falta de orientación, es decir, desmotivada. Y así, suponen que la motivación es una estructura que dicen cognitiva o afectiva (psíquica), una estructura biográfica atada a la cadena histórica de los significantes privados del sujeto discursivo, o, en el extremo del absurdo, una tensión irresuelta entre estructuras neurológicas estables, una energética de neuronas muertas que han dejado de vivir para repetirse siempre igual cuando su operación se dispara por influjo de la magia eléctrica de la química cerebral. Ya Heidegger avisaba de la curiosa deriva de la palabra “causa” (thing, en las lenguas germánicas), que originalmente era el tema en disputa, el asunto en litigio, el punto sobre el cual la asamblea debía dirimir. La causa no es el antecedente ciego y sin sentido, el detonante, sino el marco dentro del cual desarrollaremos la conversación, el proceso de diálogo o el proceso creativo, hasta llegar a la conclusión, al compromiso, a la decisión o al fin de la obra. La causa es condición necesaria, pero no antecedente, sino presente continuo, libro de registro y anuncio de un final. La causa es el motivo que nos convoca, en el que debemos penetrar a tientas para ir dando forma al discurso poético e ingresar nuestra conclusión en la corriente pública de la historia, en los anaqueles de la biblioteca compartida o en los libros de actas, registrados como ejemplos puntuales del motivo, nuevos casos para ilustrar un tema que siempre es antiguo, porque siempre lo son las claves de la lectura, cuya imaginación no improvisa, sino que desbarra poniendo en relación el amplio abanico de los motivos formales (temáticos) en los que hemos crecido, o ingresado, y en los que de continuo vivimos. La lectura sólo es otra forma de escritura (Barthes).

Motivados, nos arrojamos de vuelta al mundo, atareados, distraídos en el divertimento inocuo de la vida, sin reparar en que pronto no quedará de nosotros sino el producto, la huella, la memoria de lo que no se sabe bien que fuimos, y de la cual los otros se apropiarán para motivar sus propias vidas, todos reunidos en el impersonal de la cultura, que somos todos, aunque ella nos deje atrás. Seremos en el mito cultural, y nuestra voluntad motivada dirá de nosotros que fuimos libres, origen por primera vez, mientras nos ata a lo que nunca dijimos, a lo que dirán que dijimos, sin derecho a réplica. A cambio de un motivo, entregamos a la cultura el fruto de nuestro trabajo, ocultando en él que una vez fuimos libres.

Estar motivado es disponer de un motivo en el que introducirnos para empezar a ser, sin que los avatares del recorrido, la travesía incierta, el proceso abierto, estén previstos, aunque todos los comprendamos en su despliegue, pues todos estamos situados en los mismos temas compartidos. Estar motivado es entrar en el juego del motivo, que pro-pone las reglas y las piezas del tablero, y así reiniciar la partida, que siempre es diferentemente igual. En otro orden de cosas, necesitamos del lenguaje para poder hablarnos, necesitamos de los géneros literarios para traer a la vida a los personajes, necesitamos de los motivos poéticos para convertir nuestras pequeñas vidas en un drama pasional, un canto a la soledad o la ternura lírica de las manos que se ausentan.




jueves, 1 de junio de 2017

Los que preparan el lugar

Preparar el lugar es la tarea de los que están antes de que lleguemos; que seguirán cuando hayamos marchado. La tarea de borrar las huellas de lo pasado, de disponer los muebles, los espacios, los símbolos necesarios para que el mundo comience de nuevo. Nosotros, los que ocupamos lugares, los habitantes, no reparamos en lo mucho que debe ser realizado para que el lugar siempre esté dispuesto después de nuestro paso, listo para nuestra vuelta, sin rastro de lo pasado. Desconocemos las tareas necesarias, dejamos o confiamos en que las realicen otros, las despreciamos, no nos interesan, ni ellas, ni las personas que las realizan, las personas que realizan el mundo/lugar para que haya un mundo habitable al que podamos acudir para realizarnos en él. Nosotros nos entregamos al rito, a la celebración, festejamos el encuentro, la ecumene, gozamos volviendo a lo mismo de la vida pública, al teatro de los roles y la confusión de los roles, de los que tanto esperamos, mientras ellos se ocultan para cumplir su tarea. Importan poco, pero no podemos vivir sin ellos.

Los que preparan el lugar trabajan ocultos, conocen los resortes de lo que debe ser realizado, han aprendido disciplinadamente cuáles son las claves, están en el camino del misterio que nosotros ignoramos mientras nos entregamos a la fiesta, que siempre es sacra aunque las conversaciones sean nimias, y los éxtasis impostados. Disponer el tablero o el escenario exige conocimiento y disciplina: un corpus simbólico, saberes en los que hay que penetrar con tiempo, dedicación y humildad; y un orden estricto, una sistemática o una metódica que hay que aplicar certeramente para que los jugadores encuentren el escenario completo en su decorado, el tablero limpio y ordenado, con las fichas dispuestas en sus casillas, altivas, seguras de sí mismas, aguardando silenciosas e incansables en la espera. Los que preparan el lugar se preparan a sí mismos durante el tiempo de una vida, nunca acaban de aprender el oficio y el misterio, porque el juego nunca acaba de sorprendernos con innovaciones, derivas, rescrituras, que quizá deban ser incorporadas, que quizá anuncien una nueva clave del misterio, un acontecimiento que ha de ser registrado con mimo, e incorporado en la mitología del juego. Iniciáticos, mistéricos, silenciosos, ausentes, los que preparan el lugar son casta sacerdotal, oficiantes, los que asumen la responsabilidad de conservar el símbolo ante los hombres y ante la historia. El modelo del juego es la cosmogonía, la fundación de un mundo que debe ser repetido ritualmente con insistencia para que el mundo no pierda su fundamento, se realice, y nosotros en él. Y son ellos quienes lo hacen posible.

Todos, en distintas parcelas de nuestras vidas, asumimos en algún momento la forma del hierofante. Conocemos el juego, sus reglas, sus figuras, sus movimientos, sus lagunas. No somos un jugador cualquiera, somos quien lo hace posible, pues los demás siempre reclamarán de nosotros la responsabilidad de sostener la ficción ritual para que ellos puedan entrar al juego con buen pie, vivirlo de manera convincente, realizarse a sí mismos en la exterioridad mitológica del juego, venir al ser en el modo del buen jugador convencido y convincente. Y así, el padre, el profesor, el anfitrión o el amante preparan estancias, objetos y palabras para que haya familia, aula, hospitalidad, amor. Símbolos y encarnaciones, ideas que organizan un mundo y objetos que recuerdan y hacen presentes los símbolos. Cada uno se preocupa de que la casa esté limpia, aparta todo lo irrelevante, lo molesto, para que no haya confusión, y, sin que nadie adivine el esfuerzo ni el misterio, nos invita a pasar, y entrega su obra, que ya no le pertenece, para que nosotros vivamos.

El hierofante se comporta con la resignación de quien ha comprendido que la verdad del juego que tanto estima, en el que tanto también él se juega, sólo puede ser jugado si él queda al margen. Y así entrega lo único que en verdad tiene, su vida, que es poca, para que los demás se gocen en el juego, y quizá olviden que no hay juego si alguien no lo hace posible. Los jugadores creen ser los protagonistas, pero su parte es poca, y acaso innecesaria. Ante el juego, el hierofante está solo, y debe comprender, como sentencia el doloroso Kierkegaard, el secreto de que, “incluso amando, uno debe bastarse a sí mismo”.

Vivir al margen para hacer posible que los demás vivan es una tarea difícil, fatigosa, consciente y sacrificada que no exige compensación, ni espera redención. Nadie está nunca preparado para ella, y, en cierto modo, nadie es capaz de semejante entrega. Exige dedicación y reflexión, una consciencia compartida, exige mimo, cuidado, estar pendiente de los que llegarán, y ser expulsado del juego cada vez que comienza, mirándolo desde un lado, cuidando desde los márgenes que el juego pueda siempre continuar, y los otros en él. Su ilusión es oficiar la ilusión de los demás; su motivo es preparar el motivo para que los demás desplieguen el juego; su proyecto es volver siempre al principio para que los demás tengan proyecto; entregados a la rutina ritual de deshacer lo que ha sido hecho y repetir lo que debe ser repetido, para que el juego pueda volver a ser jugado por los otros siempre de nuevo.

Sin ilusión, sin motivo, sin proyecto visible, los que preparan el lugar se borran a sí mismos, devienen símbolo y cultura, se ocultan en su propia huella, que ya siempre será de todos, menos de ellos mismos. Y así perviven en la espera resignada, dichosos de presenciar la fiesta desde lejos, tan de cerca.



miércoles, 24 de mayo de 2017

Posthistoria

Suele entenderse la reflexión histórica como el esfuerzo por generar un relato coherente sobre lo que sucedió, aunque no hay modo de saber con certeza qué sucedió de manera exhaustiva, no hay modo de contemplar todos los detalles, movimientos, argumentos, hechos, que fueron la vida del momento pasado sobre el que la reflexión quisiera historizar. El relato debe contentarse con poco, y, a partir de lo poco, historizar coherentemente. Esta concepción de la historicidad, que heredamos de los griegos, no es nuestro único modo de habitar la historia, aunque sí la concepción más extendida en el pensamiento de nuestro occidente cultural.

Nuestra forma común de concebir la reflexión histórica se enfrenta, como pieza fundamental, a la evidencia dura y consistente de la huella, o registro. Sólo lo que dejó una huella que el tiempo ha conservado puede ser historizado en este sentido; es decir, sólo lo que quedó registrado, bien la piedra que muestra nuestro paso (las ruinas, las ciudades, el trazado de los caminos, las huellas antrópicas sobre los muros y el paisaje), bien el registro simbólico que aún dice lo que fue hablado (los textos, las estelas, las tradiciones orales). El registro, la huella, se convierte así en referencia insoslayable e indiscutible. Ante el registro, podemos preguntarnos qué sucedió en torno, cómo se llegó hasta él, qué significó, qué pretendieron quienes dejaron huella, a dónde nos llevó, pero no podemos ponerlo en duda, él es la antonomasia del hecho, del dato, o factum. La huella es el único testimonio que la historiografía convencional contempla, todo debe girar alrededor de ella, el relato debe ser construido tomando las huellas como piedras miliares con las que componer capítulos y épocas, gruesos tomos en la serie histórica de lo que decimos que fue.

En comparación con la riqueza societal, cultural o humana de lo que hubo –siempre abiertas a la indefinición–, la huella siempre dice poco, o nada, pues bien podemos sentarnos frente a ella a escuchar, que apenas escucharemos algo, y será el historiador quien le preste su voz en la maniobra de la reconstrucción historiográfica. En el extremo de esta perspectiva, podríamos decir que todo lo que no quedó registrado ha desaparecido en la corriente de las generaciones y los siglos. Ante el registro, podemos preguntarnos, e incluso podemos mirarlo como actualidad viva de un pasado que sigue presente en nosotros, que nos sirve como tierra o fundamento (fundus) sobre el que continúa nuestro paso. De lo que no quedó registro, sin embargo, nada podemos preguntarnos, nada podemos hacer al respecto. El registro (repetición, eco, idea) salva del olvido, aunque sólo sea en el modo peculiar de hacer posible un diálogo entre las épocas. La memoria es el diálogo vivo, continuo y actual con la huella salvada del pasado que, de este modo, nunca acaba de pasar. Ante su presencia viva, el pasado de la huella es también nuestro futuro.

Conscientes del tiempo inexorable, tópico latino por excelencia, nuestro presente post se enfrenta a la pregunta sobre las huellas que nuestra época está dejando a los siguientes, sobre el modo en que lo siguientes nos recordarán, qué memoria habrán de nosotros. Si la postmodernidad se recrea en las muchas muertes del sujeto, del arte, de la historia…, de sí misma; si la postmodernidad juega al difícil juego nómada y continuo de huir de la opresión de las categorías, las tiranías nómicas, los sistemas disciplinarios; así convenimos con facilidad en la praxis del suicidio voluntario de nuestras prácticas culturales, las cuales apenas alcanzarán ese estatus, puesto que, por vocación o por estrategia, hemos decidido no anclarlas en los nombres o en las referencias, vivirlas al margen de las estabilidades y los futuros. Sólo hay libertad donde no hay sistema. La historia nos reinterpretará a partir de los registros, pero no queremos ser interpretados, ser devueltos a sistema, sino meramente ser compartidos, acompañados, o pasar desapercibidos. Obsesionados por la libertad, por la construcción autónoma, autista, del sujeto, por la belleza cómplice de la soledad compartida, nos dejamos morir festivamente en un carnaval continuo al que consideramos máxima expresión de una posición ética y política consciente y respetuosa.

El juego de las desapariciones es, sin embargo, paradójico. El mejor modo de esconderse siempre fue estar situado a la vista de todos, y sólo dentro de los sistemas normativos, en los intersticios interiores, es donde encontramos vacíos, espacios indefinibles, inaprehensibles, en los que desarrollar la fantasía de lo utópico, sin lugar, sin nombres, de lo heterogéneo o de lo ajeno absoluto en que la praxis postmoderna se desarrolla. Que los demás no lo entiendan sólo es un índice de que estamos en la buena dirección, que no es ninguna, sino selva, camino de pastores en el que siempre vuelve a crecer la hierba.

No obstante, sin vernos, ellos no dejan de mirarnos. Sin saber lo que hacemos, no dejan de hablar de nosotros. Cada uno de nuestros movimientos es un desafío sistémico, un imposible a sus ojos, un órdago que descabala el mundo en el que ellos disimulan vivir con la tranquilidad de lo que está claro, lo natural, lo como dios manda, lo que siempre ha sido así, lo como debe ser, y otras fórmulas con las que disimulan la torpeza de sus cimientos, la debilidad de sus seguridades. Sólo están seguros si todos miramos hacia otra parte y no descubrimos la mentira, la vaciedad secreta que todos callan. Pero nosotros, en nuestro silencio ruidoso y marginal, no dejamos de hablar.

Enfrentados con su mirada, no podemos eludir el diálogo. Ya sea respondiendo con la ironía, con el silencio o con la crítica, su mirada nos interpreta, y quizá deberíamos pensar si queremos ser interpretados, y cómo, hasta dónde queremos mostrarnos, y para qué. Quizá estemos embarcados en un juego táctico, donde no sólo tratamos de inventar un mundo libre en que vivirnos, sino de evitar que sus miradas lo resignifiquen, lo reinterpreten a su modo y nos lo devuelvan especularmente a las tiranías simbólicas de las que no dejamos de escapar en loca huida. La pregunta, entonces, es cuál es la huella que queremos dejar, cómo definir estratégicamente las huellas, los registros a partir de los cuales seremos recordados, será hecha memoria de nosotros, incluso haremos memoria de nosotros mismos; cómo escoger registros que no nos traicionen, que aún permitan conservar la (des)memoria de nuestro esfuerzo por huir en libertad creadora, suicida y festiva, digna y respetuosa.

La posthistoria es lo que viene después, lo que aún no ha sido escrito, lo que estamos escribiendo siempre ya. Estamos creando historia, nuestra historia. Aunque tratemos de ocultarnos, estamos contribuyendo a fijar las huellas por las que seremos recordados/olvidados. El problema de la reflexión posthistórica ya no es qué quieren decir las huellas del pasado, sino qué huellas queremos dejar para que el futuro no nos historice de modos que traicionen nuestro esfuerzo por ocultarnos para vivir a nuestro modo, que es ninguno, o lo que venga.



lunes, 8 de mayo de 2017

El yo alucinado

Amablemente, la obra está abierta para recibir un primer movimiento, el inicio de una andadura, y dejarse hacer. En la incipiente andadura del yo que echa a vivir, derivamos alucinados por la obra, incomprensibles para todos, pues nadie puede ponerse en el lugar que se inaugura con nosotros.

El yo que deriva por la obra se olvida de sí mismo, abandona la difícil aspiración de ser yo (sujeto-nada) y de ser libre, se determina en su caminar y cede su libertad como aspiración abierta a todas las posibilidades. Viviendo a solas, penetra en la ilusión de un mundo donde él mismo se pone fuera de sí, y ya no aspira a ser sí mismo, sino a serse arrojado en la obra, uno con la obra fuera de sí, consigo en compañía de la obra. Retorna a la ilusión de vivir un mundo donde él se deja atrás, olvidado de sí, desconocido por todos. La libertad es un movimiento fugaz, ajeno al instante, afuera del tiempo compartido. En la sencillez del artista en bruto, su creación es tanto despliegue de vitalidad como suicidio involuntario, voluntariosamente involuntario, inconsciente, ajeno a la conciencia de sí. Desdoblado de nuevo, carga con la ausencia de un yo que se olvida. Su mundo es bello sin añoranza: llora sin dolor, pues olvidó el motivo; ríe sin sonrisa, puesto que ignora la broma. Extraño para todos, tampoco los demás lo lloran ni le ríen, desapercibido en medio de todos, oculto en el mundo que ahora le cobija y le brinda un horizonte sin fin que no lleva a ningún sitio, que se agota en su mero caminar y olvida de dónde viene. Para los demás, la obra del solitario es autista, delirante o monotemática, locura al fin en la que vivimos al margen con plenitud alucinada.

El movimiento en libertad, camino de ninguna parte, deja una huella que siempre nos queda atrás, solitarios sin testigos, vueltos hacia un proyecto imposible, impensable, de nuevo en la ilusión de un sentido que nada significa, sin memoria, y muere consigo mismo sin que nada de su paso hable ya de él, sino del otro que ahora es él mientras camina. Quizá el yo podría derivar interminablemente, infinita locura, pero vuelve al fin sobre sus pasos para reiniciar autista consigo el juego de los espejos, de las repeticiones, de las formas que sólo él comprende. En el mundo que el yo conforma para sí mismo, se trasciende para volver a sí mismo más allá de sí mismo, una y otra vez. De la soledad del origen a la incógnita del destino, siempre solos, irreconocibles salvo para uno mismo, sin testigos. La cuerda que nos ata es dulce e invisible.

No importa si los demás nos miran. Nos llevarán de nuevo a las ilusiones del significado, seremos para ellos el ejemplo de lo imposible, el margen puro frente al cual ellos se definen y reafirman el sentido de su mirada, pero nada sabrán de nosotros, y nada les diremos, pues nada comprenderían. El yo a solas repite incansable sus propios movimientos sin poder contarlos, sin terminar nunca de realizarlos, en una eternidad sin tiempo, sin proyectarse hacia adelante, sin esperarse a su llegada, o quizá camina en círculos, sin que pueda decirse dónde comenzó su biografía solitaria, dónde terminará.

Su voz es cacofonía, mera repetición insignificante. Encerrado en la estructura reiterativa de su voz a solas, trasciende hasta su canto para perderse en un eco interior. Fuera de sí mismo, sólo se encuentra a sí mismo, exterioridad vacía, incomunicable, intratable. El hombre a solas es lo ajeno absoluto, escritura automática, delirio de la anormalidad, pura desmemoria. Nadie lo contempla, nadie le responde, ni siquiera el mundo impersonal de la cálida cultura, del Otro que nos acoge en la melodía de los siglos, donde uno vive a solas rodeado de tantas cosas, rodeado de la historia del símbolo, de los que fueron antes que nosotros y siguen aquí silenciosamente. El hombre a solas es ruidoso para no decir nada, su verbo es cacareo, estrépito de palabras intraducibles, inopinables. Por eso nadie entiende este texto que ahora escribo. Yo, el solitario, que me encuentro en él de tantas formas, me vierto en él para quedar en nada. Vengo de la nada para ir a ninguna parte, donde nadie me espera, ni siquiera yo.

Este es el delirio de la libertad encaminada, voluntariosamente enajenada, del sujeto-nada que soñó un mundo, para ver cómo el mundo se disuelve entre sus manos, entre sus líneas, en los pasos que nada quieren decir, porque nadie escucha.

Un mundo liberticida que se muere en libertad, un mundo de hombres sabios que han perdido la memoria y la facultad de hablar. Como Borges, yo también soñé alcanzar la ciudad de los inmortales. Ahora, desde que me hallo en ella, mi único deseo es volver para morir en las aguas tranquilas del río de la historia.



domingo, 23 de abril de 2017

La obra

Forma parte del saber antiguo, hace falta morir para comenzar de nuevo. Si nuestra vida como sujeto-Otro, encarnación del impersonal de la cultura, es la vida del siervo que aguarda disciplinado, domesticado, las dádivas y las órdenes de su señor, las sobras del gran banquete de la cultura de los siglos –el poderío del museo, de la metrópoli, del discurso–; romper con la servidumbre sólo puede ser ruptura radical, rechazo radical, libertad negativa, corte tajante, desmembramiento doloroso en el que quedamos huérfanos de cuerpo, sin la vida bien definida que el Otro nos prestaba en sus dádivas y sus órdenes. Por eso, para escapar, sólo nos salva la espada.

Cortar la articulación con el Otro que nos domina, que dulcemente nos violenta, callar con lo rotundo del silencio la voz del amo para volvernos hacia nosotros mismos, para volverme hacia mí mismo y llegarme a mi vacío profundo y solitario. Libre al fin con toda mi voluntad vuelta hacia mí mismo, agotada en la contemplación de la nada que ahora soy, sujeto-nada, instantánea del narciso inmóvil e impedido, libre para nada, libre absoluto para una nada absoluta que nos cobija afuera de todo y de todos, afuera de uno mismo en lo más adentro de uno mismo. Fin de la palabra, fin de la cultura, fin del mundo y de la historia del mundo. Muertos de continuo, zombis, voluntariosamente muertos, señores de nuestra propia servidumbre hacia nosotros mismos, sumidos en el punto sin dimensión del sujeto-nada.

Se trata entonces de seguir vueltos hacia nosotros, agotamiento narciso de la voluntad, o de volvernos hacia la obra, hacia la nueva apertura que nos invita. La voluntad gira en una danza interminable, del silencio al silencio, del paso de baile al paso de baile, del baile alucinado de Ofelia al ballet del gran paso a dos. La obra es nuestro afuera más lejano, más allá del vacío yo interior, alternativa al más allá de la cultura que ha quedado en el olvido. Ella es lo heterogéneo, lo que no se parece a nada, lo que no alegoriza, lo que se basta a sí misma para ser contemplada, puro signo, lo que habla en un idioma absolutamente otro donde las voces que nada significan lo significan todo, amablemente abierta, ofrecida sin pretender, sin esperar, sin atar. La obra es lo informe, la condición de la forma, la confusión de un mundo indescifrable que sugiere sin apuntar, que promete sin decirnos qué, pues no hay qué, no hay pronombre que pueda suplantar su grito desencarnado. Ella es el nuevo mundo, el mundo otro afuera del mundo conocido y olvidado, dejado al margen. Ella es lo que se abre en el margen, el hueco, el intersticio, un extenso vacío de mundo que puede ser habitado, deambulado, admirado sin fin en su belleza única y singular. Por eso, para vivir, sólo nos salva el arte.

Comenzamos de nuevo en compañía de la obra, acogidos por ella, madre tierra, nuevo mundo. El sujeto-nada se vuelve voluntariosamente hacia la obra para seguir siendo sí mismo vivo, yo a solas en compañía de la obra. Nuestra nada está ahora acompañada de la nada de la obra, extasiados, alucinados al margen del mundo que nos quedó más allá, en el olvido. Nuestra nada sin nombre, egoísta, centro vacío de sí misma, se arroja ahora en la nada sin nombre de la obra que nada dice y que, sin embargo, lo dice todo, pues ella es ahora el mundo en el que todo se dice a sí mismo. Somos ahora artistas comprometidos en la obra, nuestras manos, nuestra mirada, nuestro cuerpo todo, nuestra ánima toda, están ahora embarrados de la obra, sumergidos en el horizonte inmediato de lo que no tiene forma y puede tener todas. Creamos. Ella nos da el material, el caos informe, sin pedir nada a cambio, madre tierra, diosa primera voluptuosa y virgen, terra incognita que se abre y nos cobija. Labraremos sobre ella los surcos de nuestro paso, omnímodos y violentos, demiurgo, la rasgaremos para extraer de ella lo que nunca nos escondió, y nos saciaremos del fruto de sus vides, impúdicos y felices en la fiesta del origen.

Es curioso. No hemos dejado de reproducir la cosmogonía antigua. Nuestra (post)modernidad es tan antigua como ella. Siempre la misma operación neolítica: la espada y la tierra, el corte y la cerámica, la forma de lo informe, herreros y alfareros, eterno retorno de lo mismo. Siempre es agradable volver a casa.



domingo, 16 de abril de 2017

El texto solo

La literatura no tiene entonces más que retorcerse en un perpetuo retorno sobre sí misma.
Michel Foucault, Las palabras y las cosas

Cómo puede interpretarse un texto con los términos incluidos en el propio texto, los que ya forman parte de él, sin salirse de él. Cómo pueden deslindarse los términos del texto y los términos de la interpretación del texto si ambos forman parte del mismo texto. Cómo puede el texto serse exterior a sí mismo, cómo puede mirarse, leerse desde fuera desde dentro. Cómo puede la interioridad del texto serse exterior para dar lugar a la interpretación, a la lectura, a la crítica. O bien, cómo puede interiorizarse lo que no es sino despliegue continuo, exterioridad pura, habla que retumba. Cómo puede el exterior del texto volver sobre sí mismo si no hay interioridad sobre la que volver, si no hay referencia original sino despliegue exterior de lo exterior que es el propio texto. Cómo puede el texto encerrar lo que le queda afuera, cómo puede encerrar lo que él mismo deja abierto.

Si para interpretar un texto tomamos los materiales que forman el propio texto, no haremos sino extenderlo, agrandarlo, añadirle una línea más que no escapará de sí mismo, que lo continuará. Qué especie de racionalidad demente es que el texto se lea a sí mismo. Si el texto se lee a sí mismo, si dice sólo lo que dice, si anuncia la llegada de su anuncio, sin dejar de hablarse, toda nuestra lectura, nuestra ciencia, nuestra crítica, serán cacofonía, repetición de lo repetido distintamente de una manera que no puede ser distinta. Si la interpretación dice lo el texto dice de manera diferente, qué es lo que dice de nuevo; si afirma descubrir lo que había descubierto, qué descubre si nada había cubierto, qué sabe si ya se era sabido, qué desvela si no había nada velado.

Así, todo el ser del lenguaje/lectura sólo es repetirse a sí mismo en infinitas variaciones que, sin embargo, se reducirían a un único punto, la infinitud de un único punto finito, la repetición de un grito condensado, el único grito que fue por primera vez en el texto antes del texto, que no deja de ser, que sólo él puede ser, que seguirá gritándose hasta el último grito que será él mismo y que ya fue dicho, que es dicho y volverá a ser dicho. Dicho sin más. Decirse sin más. Hablarse sin más.

En esta ilusión del pensar que no puede pensarse, sino decirse repetidamente otra vez lo mismo, pues no tiene referencia que dé razón; de la lectura que no puede leerse, sino escribirse sin cesar, pues no hay forma de cerrar el libro para ser catalogado, archivado; en esta ficción del habla, de la cultura, de la lectura, se ha desplegado la historia del símbolo, la enciclopedia fantástica de Tlön que sólo habla de sí misma, las mil y una noches a las que siempre pueden añadirse una noche más, donde el lector es un personaje más de un libro que existe sólo por sí y para sí mismo, sin apoyaturas, sin estanterías, sin bibliotecarios, sin testigos. Así, el hombre ha construido aviones que siempre fueron pájaros que siempre fueron el pájaro y el asombro del primer hombre la primera vez; ha construido herramientas sofisticadas que siempre fueron un palo, una piedra, una astilla de hueso con la que una vez se cortó por primera vez; ha creado medicinas que siempre fueron emplasto, mejunje de ciénaga mohosa que mató y dio la vida porque mató por primera vez. No hemos hecho sino repetirnos desde la primera vez, el mismo grito, el mismo asombro, el mismo hombre, sin añadir nada salvo unas líneas repetidas, más de lo mismo.

Hubo una primera vez que nunca fue primera porque no ha dejado de ser.

No vamos a ninguna parte, volvemos siempre al mismo sitio, que nunca fue el sitio al que volver, el sitio donde quedarse, sino el sitio del que marchar hacia ninguna parte, más allá, afuera de nosotros mismos. Marchamos de regreso, delirante anthropos, al sitio mítico en el que una vez, que no fue primera, iniciamos nuestra marcha hacia el sitio que nunca acaba de llegar.



viernes, 14 de abril de 2017

Los conceptos clásicos

Los conceptos clásicos, los asentados, los que tienen una historia rastreable, un pasado allí, detenido allí, que, sin embargo, llega hasta nosotros, nos animan. Se ponen en juego en nuestro pensar, en el modo en que decimos y hacemos nuestra época, a nosotros mismos, en el modo en que derivamos de ellos consecuencias, o que se derivan de ellos consecuencias que condicionarán el modo de pensar y de vivir de los siguientes. Todas las palabras que ahora se repiten y vuelven a sonar en este texto y en cada texto, los conceptos que ellas actualizan, incluso las formas lingüísticas (fonética, gramática, semántica) que nos permiten actualizarlos.

Para entender los conceptos que nos animan no basta con aprender el idioma (cualquier idioma, el mundo que queda definido en cada idioma). Esto sólo nos da un idiota cultural, un letrado que ignora el sentido histórico de lo que dice, pues el sentido viene de muy lejos y camina hacia destinos impredecibles que ya están siendo pensados. Para entenderlos, debemos retroceder en su historia, que es la historia general del símbolo, desandar los recorridos epocales, ir a las fuentes extensas de cada uno de ellos, y a las fuentes de las fuentes hasta la deconstrucción, que es volver a las disputas en las que una vez tuvieron su razón de ser (Derrida). Ejercicio imposible que exige una erudición enciclopédica fuera del alcance del mejor de nuestros eruditos, pues nadie abarca la magna biblioteca de la historia del símbolo más que en algunos de sus fragmentos, condenado a reconocerse también él mismo como ignorante en el vano esfuerzo de abrazar la totalidad histórica de los innumerables recorridos y entrelazamientos que tejen y transitan cada época.

No sólo el ejercicio es imposible de facto, sino que es incierto aún en el mejor resultado imaginable, pues las series simbólicas o conceptuales siempre serán traídas hasta nosotros, pensadas desde nosotros, concluido aquí lo que duerme en el allí de los siglos y de la letra callada de las bibliotecas polvorientas que no dejan de hablar. Pero no somos nosotros los que podemos pensarlas, sino ellas las que nos han pensado desde antes, las que dejaron dicho lo que ahora decimos. Y también desde ahora, pues nosotros somos desde el inicio los que entramos en su devenir epocal, los que actualizamos la historia del símbolo que, en puridad, es la que se actualiza en nosotros, desapareciéndose en la operación de volver a ser dicha en nuestras voces ignorantes una y otra vez.

Qué objeto puede tener entonces la pretensión de aclarar nuestras ideas remitiéndolas a un pasado inalcanzable. Si no podemos reconstruirlas tal como fueron, viajar en la historia, contra la historia que viaja hasta nosotros, todo el ejercicio de la recuperación histórica queda como una actualización erudita que nos supera, pues es ella siempre la que vuelve a decirse a través de nosotros, trascendiéndose en su continuo despliegue, si acaso con una nueva sutileza, la que nosotros podamos añadirle. El ejercicio erudito no ha de quedar entonces sino en un juego de palabras más complicado, mero divertimento, más sutil, más para unos pocos, cada vez más ignorantes en la medida en que a la complicación histórica le sumamos nuestra propia complicación, la que se actualiza en nuestra vuelta de tuerca epocal. Diálogo de tontos eruditos que dicen lo que no saben, tontos inteligentes que no sólo no pueden saber lo que dicen, sino que, al decirlo, legamos a los siguientes nuevas capas de ignorancia de apariencia brillante en nuestra erudita complicación y sutileza hermosa y vana. Como rasgar la tela de un cuadro antiguo para poner sobre ella nuevos barnices modernos con la excusa de recuperar la verdad del cuadro, nuevas manchas que se quieren impolutas, y pretender que, por fin, hemos llegado al cuadro, y que, para más vanidad, lo entregamos a los visitantes futuros de un museo en el que verán cada vez menos de lo que fue, y tampoco entenderán nada, o poco y mal.

Quizá, al fin, nuestra mejor herencia sea dejar testimonio de la ignorancia. O quizá la verdad de nuestras palabras esté en otra parte, sólo en seguir hablando, sin que sepamos bien cómo mirarla, confundidos con los clásicos, hechos clásicos para los siguientes, que tampoco sabrán cómo entendernos, y sólo seguirán hablando a solas.


sábado, 1 de abril de 2017

El objeto cultural

El otro se nos presenta en primera instancia y de continuo como una representación de valores, formas y categorías sociales que le dotan de contenido expresivo. Este conjunto de significantes culturales encarnados le identifican, le subjetivan, le invisten de una identidad reconocible con la que puede presentarse en sociedad, ser comprendido, ser bienvenido, o no, y entrar al fácil juego de las relaciones sociales estereotipadas, donde nuestra vida es un teatro con los papeles repartidos. Le reconocemos porque reconocemos en él los mismos rasgos y maneras de nuestra propia cultura, en la que ambos hemos venido a ser encarnaciones alternativas de los mismos patrones culturales. El otro es siempre primariamente la encarnación del Otro, cuya voz impersonal (el “se dice”, “se sabe”) es un fantasma que se aparece en las formas de movernos, en las palabras y argumentos que esgrimimos en nuestras conversaciones, en el vestido y el maquillaje, en cada comportamiento sutil o elaborado, en la postura erguida, en el modo de sentarnos o de mirar, en los modos de ocultar la vista, en cada pensamiento. Nada de lo que en el otro se nos muestra nos resulta ajeno desde el momento en que repite pautas bien conocidas. Nada hay velado, todo es transparencia ingenua o estudiada que nos brinda la ilusión de tener delante a una persona, cuando lo que tenemos sólo es un objeto cultural, lo cual ya es mucho. En principio, el otro es para nosotros un mero objeto cultural. Que sea o no un tú de pleno derecho (es decir, que sea un yo tal como yo soy) es un estatuto que se antoja necesario suponer, pero que debe ser constituido de algún modo para darlo por válido desde el yo. Mientras tanto, sólo habla el Otro. También cuando hablo yo.

También a nosotros mismos nos miramos en todo momento a través de la mediación simbólica del Otro, somos a nuestros ojos también un objeto cultural, una subjetividad, cuyo aspecto está definido por un cúmulo histórico de cosas que se saben, que se son, que se deben ser, aunque generalmente desconocemos su historia, y somos incapaces de justificar su razón cuando nos preguntan, incapaces incluso de darnos cuenta de que están aquí, en nosotros. Los más piensan en nuestro tiempo que cada cual llega por sí mismo (o por la magia de la genética) a elaborar las formas que le presentan, o las formas con que él se presenta, que dirían ellos, como si hubiera una decisión o una elaboración personal determinante que diera como resultado lo que, indudablemente, son meras formas tomadas irreflexivamente desde el común cultural.

Este yo que somos en la mayor parte de nuestra biografía es, en puridad, la voz del Otro. Por una parte, yo soy Otro significa que el Otro, el impersonal de la cultura, no puede ser sin cada uno de nosotros, en los cuerpos vivos y en los otros cuerpos del mobiliario que nos rodean, depositado o encarnado en nosotros, todos definidos como objetos culturales que se entregan conjuntamente a la representación de las muchas escenas (generalmente, banales; a veces, grandiosas) en las que pasa nuestra cotidianeidad, pero también nuestras vidas. Yo soy Otro significa también que el Otro soy yo en toda la plenitud de la expresión. El Otro no es una entidad ajena con la que podamos sostener un enfrentamiento cara a cara, sino que siempre me es específicamente cercano, vive en mí y yo en él, ambos somos, aunque diferentes, una y la misma cosa. En su ser colectivo, el Otro es exterior y compartido, pero ya desde siempre nosotros vivimos en él, realizándolo, mientras él se adhiere, nos parasita, y así nos realiza. Yo soy el Sistema, el Otro de los otros, así que la primera sospecha crítica debería recaer siempre sobre nosotros mismos.

Llamarnos yo y tú resulta caprichoso, pues somos en todo momento ella, la tercera persona de una narración en la que somos contados por un autor anónimo e histórico, la voz de la cultura. La cultura nos colma de significaciones, identidades y sentidos narrativos, nos brinda un escenario y nos convierte en literatura. Somos en ella un cuento que nos contamos de continuo, el cuento en que seremos contados por los siguientes, los muchos cuentos que los anteriores nos legaron para ser puestos en escena una y otra vez. Les representamos, les hacemos presentes, no dejamos que caiga su memoria en el olvido. Aunque ya no recordemos sus nombres, sabemos bien las historias que ellos contaron, que todavía nos cuentan. El pasado nunca deja de pasar, y así tampoco nosotros pasaremos nunca por completo.

Tú y yo somos apenas el eco sonoro y diminuente de la historia. Para mantener el tipo, basta con que hagamos bien nuestro papel en la vida. No importa si a veces la representación es cómica o dramática, científica o administrativa, la literatura de la vida pone a nuestro alcance muchos géneros y muchas obras. No importa si, al reflexionar sobre ello, nos parece que el actor que somos guarda la tópica tristeza del payaso, otro cuento popular bien conocido. Piensa que la Historia nos contempla, espera de nosotros que mantengamos la voz, nos necesita para recordarse, y que, junto a la grandeza o la miseria de nuestra culta representación, ambos estamos haciendo un difícil esfuerzo por hacer que nuestras vidas tengan algo que contar.



lunes, 13 de marzo de 2017

El sujeto desdoblado

El yo que suponemos en la abstracción lógica del idealismo o en la intimidad de la vivencia intransferible se descubre como la respuesta inalcanzable al interrogante sobre nosotros mismos. En el esfuerzo de callar a la cultura, de silenciar el barullo de las voces que en todo momento nos rodean, tratamos de mirar hacia el interior de nosotros mismos, pero la mirada se agota en el mero intento, pues más allá de esta mirada que se quisiera introspectiva, sólo alcanzamos a imaginar un sujeto asintótico que siempre queda más allá, un punto de fuga que se achica infinitamente en el horizonte de la mirada interior. El sujeto yo se intuye indefinición absoluta, sujeto nada, pues no puede mostrarse más que como una exteriorización de sí mismo, en las huellas que deja su paso en el mundo, sin que el animal que deja las huellas llegue nunca a aparecerse más que en ellas. Por eso podemos afirmar que el sujeto yo es un supuesto o un deseo irrealizable, o sólo realizable en el modo de la imposibilidad lógica, de lo que sólo puede ser pensado como lo impensable de nosotros mismos, vacío de contenido, una negrura barroca en la que adivinamos apenas un fondo al que no nos es dado poner luz ni forma.

Quizá no más que por afán cultural, por la inercia del discurso psicologizante o por la confusión ontológica del sujeto gramatical, suponemos que el yo es no sólo el sujeto verdadero (sin atender a la verdad de los restantes modos del yo realizado como exterioridad), sino el protagonista único de la creación de nuestro mundo, el agente, la causa o fundamento último de nuestra realidad vivencial. En el colmo de la biologización psicológica, de la aberrante neuralización del sujeto lógico o gramatical, que son lo mismo, suponemos que el yo interior piensa, siente, percibe o recuerda a solas, y que estos pensares se traducen desde nuestra interioridad para producir discurso y comportamiento visible exteriormente. Pensamos que todo lo que sucedemos tiene un antecedente necesario en la interioridad causal o agencial, como si nuestro vivir en el mundo fuera una ilusión de realidad cuya única verdad siempre estuviera antes, en nuestro interior, negando lo que ante nuestros ojos se despliega como vivencia exterior, vano reflejo de la verdad interior, pura, incontaminada y única. Por eso, aun no siendo capaces de mostrar las articulaciones, los nexos lógicos entre ambas instancias, los más afirman que el yo (así, unitario, compacto, sin matices ni fisuras) se expresa, que su voz es el eco de una voz interior (cuando la voz sólo resuena afuera, sin que haya nada dentro a lo que llamar propiamente voz), o que interioriza el mundo, el lenguaje o la costumbre, sin que veamos de ningún modo cómo el mundo puede ser reducido o traducido a la interioridad fantasmal que quisieran defender a toda costa. En su torpe esfuerzo, se revela precisamente que este yo del que hablan no es sino hipótesis sin fundamento, deseo o inercia de los discursos, y llaman mente a la química neuronal (!) o confunden el ánimo, el movimiento exterior del animal yo animado, en movimiento, el ánima, con un alma etérea y divina, o con una sustancia fantasmática subyacente que sólo puede ser supuesta.

Aun suponiéndome agente de mis actos, cuando los realizo, los hago aparecer dentro del mundo que me rodea exteriormente, y soy yo el que me realizo en ellos. Incluso el acto de hablarnos en silencio consiste en ponernos dentro de un mundo lingüístico o imaginario que me es exterior, en el mundo simbólico de los discursos y las imágenes de la cultura. Aunque me veo en ellos, pensamos que ellos no son yo, o sólo lo son en el modo de la huella, del rastro que dejo sobre el mundo, y ya, según los realizo, se me enajenan, toman distancia respecto de mí, que trasciendo al mundo desdoblado, en un afán de imposible síntesis, pues yo siempre quedo de este lado, más acá, me vierto en ellos, y ellos nunca me dicen por completo. Ellos pasan directamente a ser parte del mundo que habla continuamente, cobran significado y sentido en él y de él, en el barullo de las voces, aquel que había sido necesario callar para hacer que el yo se hiciera presente, siquiera fuera en la idealidad lógica. De este modo, siendo ajeno, el mundo se convierte en mi único hogar, en el lugar donde me vierto, y puedo entregarme a él, puedo com-partirme como verdad del mundo. A su vez, sólo porque yo me vierto en él, el mundo adquiere sentido, se me hace familiar y real, no porque lo interiorice, sino porque resulto desdobladamente exteriorizado (realizado en ello, hecho real en la tercera persona) en la acción que surge idealmente desde el yo, sin ser yo, sin poder reunirse de vuelta conmigo, como un doble que me cuenta desde los cuentos que el mundo produce, en los que ingreso, los que valido con mi presencia a distancia. Yo me vierto, pero es siempre el Otro, ello, el que me cuenta, el que lleva mi verdad, el que guarda memoria de mí para los otros y para mí mismo. La memoria no es lo que uno recuerda, sino la huella que pervive. Tal como Borges poéticamente intuye, “yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro”.



miércoles, 8 de febrero de 2017

Nosotros, o la complicidad

En una reunión cualquiera, una persona realiza un comentario inconveniente, fuera de tono o irónico, pero nadie se da cuenta, salvo ella misma. Asombrada, escruta con disimulo para descubrir si alguien más lo ha notado. Topa con la mirada directa y callada de otro de los presentes. Los dos se miran atentamente en silencio cómplice, se saben compartiendo un instante al margen del instante común del grupo. Con la mirada, los cómplices se hacen señas que nadie entiende, salvo ellos.

Eso a lo que llamamos persona o yo se realiza en el entramado de estas tres instancias: el yo propiamente dicho, el nosotros y el Otro, sin que podamos afirmar que haya menos verdad del yo en cada una de ellas, pues las tres son sólo modos diferentes y relacionados de lo que denominamos ser persona. El yo es una singularidad múltiple. Todas ellas son fundamento mutuo, ninguna puede ser tratada como privilegiada, ninguna origina a las otras, sino que todas son condición necesaria mutua para la realización de las otras, en un horizonte compartido del que ninguna puede ser obviada sin que resurja de nuevo para reclamar su papel en la construcción de lo que llamamos humanidad.

La primera es un yo libre y voluntarioso que se encuentra y toma conciencia de sí mismo en el silencio que se escucha cuando calla la voz de lo público, a solas. Frente al yo, el otro se muestra, y abre para nosotros un campo de posibilidades, nos invita a ser con él, nos delimita un escenario o un lugar para compartir en el que nuestra voluntad de ser puede realizarse. Como yo en libertad, aportamos al encuentro lo inesperado, lo que el otro no espera, y así le devolvemos la jugada. A esta coreografía imprevista que sucede en el orden de lo único presente, de lo siempre por primera vez, quisiera llamarle genéricamente conversación. La conversación es verdad de sí misma, sin necesidad de testigos, de exterioridad; es la verdad del encuentro entre dos personas vueltas la una hacia la otra, atentas al otro, expectantes, abiertas a continuar las jugadas del otro en un encabalgamiento que aportará el sentido de lo que hagamos, y de lo que seamos mientras lo hacemos. Nuestra humanidad conjunta, origen del simbolismo, de la magia de la palabra, de la acción con sentido, comienza y termina cada vez en el estrecho terreno del juego de la conversación, en el que se define desde sí mismo un mundo completo en el que estar vivos junto al otro.

Antes del juego, no obstante, antes del inicio imaginado del primer movimiento, en la mera atención estática hacia el otro, la condición que hace posible la existencia o aparición de un terreno de juego conversacional es que lleguemos hasta él como un igual en el juego, y no como un mero objeto cultural. Con independencia de los caracteres peculiares que porte, sus maneras o su aspecto, el otro es meramente aquel hacia el que nos orientamos, en quien ponemos atención, quien reclama desde su mirada nuestra mirada, quien nos apela sin necesidad de nombrarnos, de fijarnos en las etiquetas identitarias, en las categorías que culturalmente nos inscriben, quien está (στάσις, estáticamente) detenido ante nosotros, igual que nosotros estamos detenidos ante él.

En cualquier situación culturalmente definida, el otro está mediatizado por las categorías de significado que usualmente conocemos. Antes que persona, el otro es un compendio de rasgos culturales, de tópicos que se encarnan en sus maneras significativas de moverse, de decir, de responder, en los detalles de la ropa o el peinado. El otro es el objeto donde leemos un fragmento de nuestra cultura, la encarnación del Otro público, sin que nada revele que haya una individualidad dotada de voluntad, de misterio y de asombro. Para que el otro (que soy yo mismo respecto de él) acceda al estatus de yo ante mí, para reconocérselo, es necesario que veamos en él a un igual, que, en cierto modo, nos veamos a nosotros mismos, en el silencio expectante que somos cada uno de nosotros en el momento lógico anterior a la conversación, libremente dispuestos para ser desde nosotros mismos, y no desde cualquier otro lugar predicho por la cultura. Reconocer al otro es observarle detenidamente, notar su naturaleza particular, registrar su presencia propia, dar testimonio de su verdad presente. En el reconocimiento, damos legitimidad al otro para que su presencia sea, le autorizamos para hablar (le reconocemos el papel de autor con voz propia), sin que esta legitimidad para autorizar al otro provenga de ninguna mediación ni referencia que no sea nuestra propia forma de estar ante él como un yo libre, abierto desde nuestro silencio solitario.

Ahora bien, sólo podemos reconocer en él a un yo cuando el otro se desliza fuera de las categorías establecidas, y nosotros con él, cuando deja ante nosotros de repetir lo esperado desde las costumbres, desde las cosas públicas, sólo cuando nos sorprende callando lo público, callando la voz del Otro que no cesa de hablar. Nos encontramos mutuamente entonces en un espacio inesperado, sin forma prevista, sin nombre, en el silencio de la mirada cómplice, en la soledad acompañada de estar juntos ajenos al mundo, en un mundo propio y diferente que no tiene norma o ley de referencia, porque no hay nada que responda a la memoria de lo establecido, ni nada que establezca memorias. En este modo de conciencia compartida, de yo ampliado, ya no somos un yo solitario al margen del mundo, sino un sujeto nosotros libre y cómplice enfrentado a la tarea de ser conjuntamente por nosotros mismos, desde nosotros mismos. Lo que entonces pueda acontecer pertenece al orden de la innovación, de la aventura, de lo que está por venir, la creación de un mundo propio al que aún no podemos llamar cultura, antes de la institución y el rito, y que, sin embargo, es el espacio cultural por excelencia, el espacio intersubjetivo.

La intersubjetividad no es una relación (ligadura) entre dos sujetos diferenciados, sino el espacio interior (entre) del sujeto nosotros. Ni el sujeto yo anterior tenía nada que decir, pues su modo de ser sujeto era el silencio de lo público, ni el sujeto nosotros tiene nada que decir, pues su modo de ser es el silencio compartido de lo público, pero, en el espacio entre, queda puesto el terreno en donde comenzaremos a ser conjuntamente. En el espacio entre somos el germen de la cultura, el espacio de la inauguración, y el espacio entre es el que nos eleva al estatuto de sujetos legítimos ante el otro, autorizados, reconocidos. Si el sujeto yo llegó a su soledad callando al Otro público, el yo realizado como persona sólo es posible como sujeto-nosotros en el espacio sin nombre que emerge entre (interacción, diálogo, conversación), dispuestos para el juego de la construcción simbólica.

Vivir es participar de la corriente espiritual de lo histórico, donde se sostienen en el tiempo las costumbres, lo tradicional. En gran medida, nuestra vida es sólo repetir lo que ya estaba pensado para nosotros, lo que fue dicho por otros y para otros. Pero también vivir es abandonarse al juego de lo que no está previsto, a la inventiva que da vida a la cultura, donde sucede la variación, la subversión, donde la tradición es sólo un juego que debe ser jugado (callado y replanteado) una y otra vez, siempre por primera vez, para que sea tradición viva, abierta, en continuo despliegue. Una vida compartida no es necesariamente la prisión de las obligaciones mutuas, de los proyectos culturales que nos atan a la promesa de un futuro, de las decisiones que no pueden ser reflexionadas porque ya nos comprometimos, o nos comprometieron en ellas alguna vez. También es la aventura de crear mundos compartidos donde vivir de una manera propia, libres para ser por nosotros mismos en la plenitud sencilla del juego, sin tener que estar pendientes de lo que resulta ajeno e innecesario.


viernes, 13 de enero de 2017

La voluntad de ser

Si hay un motivo de asombro en la naturaleza es el modo en que las cosas todas se resisten a dejar de ser. Por mucho que uno quiera interrumpirlas, desaparecerlas, anularlas, detenerlas, ellas continúan en su ser, en su marcha o en su mera presencia. No es mérito del humano ni del concepto reconocer este suceso: es la pertinaz insistencia de las cosas en seguir siendo la que nos deslumbra, nos golpea, nos reclama. Como en el poema, la piedra quiere eternamente ser piedra y el tigre un tigre (Borges). Creo que a esta noción abstracta del insistir en ser podemos aplicarle en propiedad el término voluntad.

Metafóricamente, algo así como una afirmación de sí, desde sí, una explosión de vida, un ímpetu, un ánima, tanto en los seres a los que llamamos vivos como en cualesquiera otros, inanes o metafísicos, físicos, bióticos o simbólicos. Decimos precisamente de las cosas que son, es decir, que no dejan de continuo de seguir siendo. Trata de ocultar la luz con un objeto opaco, y la verás explender en sus contornos; trata de frenar el avance del animal, y lo verás empujar, luchar, huir, concentrarse en el ataque; trata de apagar el fuego, y lo verás revivir en los rescoldos; trata de desintegrar la pura piedra, y la verás, hecha polvo, resbalar entre tus manos. Si tuviéramos que atribuir a algo el rango de Ley, con mayúscula, sería al constante empeño de la voluntad de ser.

Esta voluntad ubicua, de la que también nosotros participamos, podemos reconocerla en nuestra propia imposibilidad de permanecer quietos, de anularnos incluso en el ejercicio lógico de la conciencia, cuando, a duras penas, conseguimos detener la marcha del mundo que incesantemente nos reclama para los mil y un quehaceres que usualmente nos ocupan. Escuchar el silencio de uno mismo es un acto cuya realización se agota en el mero imaginarlo conceptualmente, en el borde del intento por cumplirlo, pues basta con que anuncie o que apunte su llegada, para que el todo de uno mismo se mueva, se afane, reviva y siga siendo.

Este seguir siendo, entendido también como posición lógica de partida, en el apenas comenzar posterior al apenas encontrarse en silencio, se antoja como ímpetu o impulso no atado a propósito, sin necesidad de objeto o motivo que lo justifique o lo explique, sin más telos que seguirse. Desatado, pues asoma antes de toda atadura. Frente a la noción de libertad negativa, del movimiento lógico de negar el mundo para comenzar a ser uno mismo, quisiera ver en este ímpetu sin destino ni razón la idea de una libertad positiva, de un punto de partida en el que el humano queda dispuesto para salir al mundo, para ser en el mundo propiamente, sin intermediación, de manera absolutamente libre.

Es desde esta libertad desde la que nos ponemos frente al otro y frente al mundo, desde la que nos ofrecernos para iniciar la convivencia, para crear la intersubjetividad pública, para ser junto a los otros en un modo de ser conjunto que no puede, en ningún momento, en ninguna forma, reducir nuestra condición humana de seres libres, o voluntariosos, o, sencillamente, dispuestos a continuar siempre una y otra vez por nosotros mismos.