miércoles, 31 de diciembre de 2014

Al otro lado

Lo que está del otro lado, en cierto modo, no existe. Tenemos alguna vaga imaginación de que sucede, debe haber todo un mundo allá, pero no nos estremece, no nos toca. Lo que está del otro lado es el espacio de lo seguro, lo incuestionable. Todo lo que no vemos es incuestionable, porque no necesitamos saber nada, está dicho en nuestro silencio, que es ignorante, la certidumbre del ignorante. La antesala del otro lado siempre está oscura, como corresponde a la confluencia entre dos mundos que se advierten, pero no conversan. La antesala está escasamente poblada de rincones borrosos que no requieren mayor definición. Todo lo increíble, lo fantástico, lo que necesita ser explicado, queda de este lado. Vivimos en la inseguridad del tiempo presente y del espacio en torno, donde las cosas cambian de sitio, los objetos envejecen, igual que los cuerpos. El misterio está junto a nosotros. Lo que está del otro lado es una nada constante y serena que permanece en la quietud callada del olvido o de lo inatendido. Es de suponer que nosotros también estamos de algún modo del otro lado de algo, como si al cruzar un espejo, nuestra imagen también cruzara caballerosamente.



Elogio de la rutina

La rutina, a la que muchos desprecian, es siempre otra vez nueva y distinta, un universo de irrealidad que se sostiene en un absurdo estar al margen del mundo, un despedirse de los graves problemas que deberían preocuparnos y, sin embargo, quedan reducidos a su status de vanidad grandilocuente, grandes palabras que aturden a los poco avisados. Si el mundo puede caerse a nuestro alrededor mientras nos aplicamos en la rutina, quizá es que no importe tanto. Los siglos no se construyeron por las grandes preocupaciones, que son formas de destruir lo hermoso del tener sentido, sino por la suma de una infinidad innúmera de pequeñas rutinas, de pequeños hombres y mujeres sumidos en sus pequeños quehaceres con calidez de artesano, como el que dedica sus días a perfeccionarse en el arte de lo que no es sino el entretenimiento de lo sin importancia, al fin y al cabo, lo único que importa. Vivir es comprobar que las rutinas, a salvo del sobresalto, permanecen. Todo lo inventado surgió en el trasiego de una rutina. Por eso, está vivo.



viernes, 19 de diciembre de 2014

El sabor del sueño

“La pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Puede expresarse mediante el beduino que también es Don Quijote en Wordsworth; mediante las tijeras y las hilachas, mediante mi sueño del rey, mediante las pesadillas famosas de Poe. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror.” (Borges, La pesadilla. En Siete noches.)

Una de mis pesadillas infantiles más recurrentes se compone exclusivamente de una imagen repetida, unos caballos algo fantasmales y mal definidos, que parecen diluirse en su movimiento, detrás de una suerte de veladura aceitosa que desdibuja la imagen de las patas en un interminable proceso de descomposición que, sin embargo, permanece estático. La imagen en sí no es especialmente tenebrosa, o nunca la entendí de tal modo. Lo horroroso de la pesadilla es cierta sensación desagradable que parece instalarse en las mucosas de la nariz, la boca y la garganta, extensa y penetrante, a la que sólo puedo identificar con el término de sabor, sin que esta palabra agote la calidad de la sensación, que quiero recordar asociada con procesos febriles. Quizá un mal sueño de conveniencia (¿cuál no lo es?) vinculado con la sensación que una infección de garganta genera interiormente en el olfato y el gusto. Esto importa poco. Lo que despierta mi interés es que, en los registros literarios o psicológicos de la pesadilla se preste un nulo interés por la cuestión del sabor, como afirma Borges.

Etimológicamente, sabor está relacionado con saber, y me cuenta Manuel López Muñoz, latinista y amigo, que, en el sentir popular romano, el término para designar la acción del conocer era sapere, término no vinculado con cognoscere (ancestralmente, gnosis es ligar, atar, poner en relación) ni con sagax (seguir un rastro), ni siquiera con potare (podar las ramas, clarearlas, como se dice en castellano), todos ellos relacionados semánticamente con lo que yo denomino la lógica del corte, la gran familia de términos derivados de la raíz ancestral sk- del indoeuropeo, de donde proceden nuestra ciencia o nuestro seek, entre otros muchísimos términos modernos. Saborear el objeto es el único campo metafórico que habla del conocer de modo alternativo al proceder análitico, que es ir desenmarañando, separando, cortando, podando los matices del objeto para desvelar la esencia que ocultan. Se me ocurre que el sueño no  puede ser analizado, pues el sentido del sueño es el de una impresión alucinada en la que la sucesión imposible de imágenes y sonidos están ya inseparablemente ligadas (gnosis como ligazón). El sueño carece de un sentido profundo a ser desvelado, pues el sentido pertenece a la presencia total, en el tiempo y el espacio, de la alucinación, dentro de la cual estamos incluidos. El sueño es directamente conocido, sin mediación interpretativa.

Borges entiende que en el sueño todo sucede a la vez, y que es nuestra imaginación de la vigilia la que impone sobre él un esquema narrativo. También la vigilia puede entenderse como una alucinación del soñante, donde una inexcrutable realidad que se nos escapa se hace presente en la totalidad de un tiempo y un espacio sin recorrido, un aquí y ahora donde convergen y divergen todos los tiempos y los espacios, presentes en la forma de su ausencia. El delirio de la vigilia tampoco puede ser analizado. Por eso, nuestra idea del conocimiento analítico es incapaz de captar la verdad de lo que es global, completo e instantáneo, y todo objeto que reclama nuestra atención se pierde irremisiblente en cuanto comenzamos la analítica, el corte, y los elementos separados sólo pueden ser reunidos de nuevo en falso en la ficción de la explicación causal. Sé que estoy aquí y no lo entiendo son las dos expresiones clave del preguntar. La primera remite al conocer como sentir, impresionarse, saborear: intuir el objeto por medio de nuestra presencia en él. La segunda remite al conocer como analizar, separar las partes: ficcionar un objeto dividido y pretender que la ficción extrae su esencia y la representa.



Henry Fuseli
La pesadilla, 1781

martes, 9 de diciembre de 2014

De la sutileza del genio

No hay nada a lo que se pueda llamar en puridad arte popular. El pueblo, es decir, el común, el grupo o la tribu, vulgarizan o simplifican las creaciones del iluminado, del maestro, que si bien se alimenta de lo popular, le imprime el sello, la magia, la nueva forma y el estilo. Todas las artes son obra de maestros, admirarlas en su expresión popular (insisto, vulgarizada, simplificada) es siempre un placer incompleto, una pequeña muestra de lo que da de sí el arte en su expresión sublime. Esto, que puede parecer, y lo es, una suerte de elitismo cultural, es también una llamada para que cada uno busque el modelo en el ideal de la forma depurada, en la magia de quien lo hace igual en su mejor expresión, emotivo desde lo insondable, hermoso desde la elegancia.

Si hay algo a lo que llamar belleza, está sólo en el ideal, y la idea es la depuración de los casos, la inexistencia que se muestra en la maestría única del genio. Todo lo demás es copia. Digna, sincera, bonita, pero copia, y sólo cuando la copia roza la línea depurada, ya no la llamamos tal, sino maestría, y esto sucede poco y en pocos es dado que suceda.

Traigo a Gades porque en él veo las líneas que pueblan los registros más antiguos de la cultura, los trazos mínimos necesarios para colmar el símbolo y el mensaje; veo la suavidad de la escultura clásica, la firmeza del trazo y el manierismo obsesivo de los renacentistas; veo el dibujo, la llama que se perfila y asciende; veo la curva suave del cuerpo convertido en silueta, donde se apunta todo lo que puede ser dicho con las palabras justas, con las líneas justas; veo lo imprescindible, que nunca es mucho; veo el arte, en definitiva. Que los demás puedan impregnarse de él y dar algunas pasos para copiar las pinceladas sutiles del maestro no los convierte en artistas, sino en pueblo que disfruta y ríe. La magia está en otra parte.



lunes, 10 de noviembre de 2014

El destino de Borges

Borges sueña con un hombre muy viejo que existía antes del sueño, apenas puede entrever la imagen de sus ropas gastadas, algunos rasgos de su ajada fisonomía simplificada por los años como una certera sentencia. Un hombre antiguo, venido no de un lugar, sino de un tiempo. Imagina que el viejo habrá estado presente en múltiples acontecimientos, que su presencia habrá determinado el devenir de múltiples sucesos, como cada uno de nosotros somos determinantes anecdóticos de las vidas de muchos que cruzan nuestro camino. Aunque no somos capaces de recordar dónde y con quiénes coincidimos, nuestra presencia habrá servido para iniciar historias, cambiar rumbos, marcar los hitos biográficos de nuevas vidas, de nuevas muertes. Borges imagina la repetición de un hombre que aparece en momentos cruciales de muchas biografías, que quizá estuviera presente en la muerte de Sócrates, prestara una daga para el asesinato del César, quizá entregara a Alejandro una reveladora moneda en un país lejano del Oriente, quizá acompañara la llegada de Guillermo el Conquistador a las costas de Bretaña o pensara la muerte de un rey noruego en tierra inglesa.

Borges sospecha que el sueño es una inversión de la realidad y que, en un tiempo que se repite, el sueño sólo es posible porque ya antes ha sido soñado, y que él mismo no es sino un poeta que un hombre milenario habría soñado en un lejano futuro de un país allende los mares. Ambos, soñante y soñado, se encuentran en un almacén perdido en medio del sur argentino, dentro del delirio de otro hombre insignificante que muere en una clínica de Buenos Aires mientras imagina una muerte épica digna de incorporarse a una trama gauchesca. En su historia se unen la dalia y el hierro.

Quizá ansioso por su descubrimiento, Borges revisa los gruesos tomos de la Enciclopedia Británica y visita bibliotecas en busca de algún registro perdido que guarde memoria del enigmático personaje. Lo descubre finalmente en las multitudes del Punjab, en un texto del viajero Rudyard Kipling, presente en una inverosímil ejecución donde el pueblo castiga a un funcionario malvado que ha perpetrado atrocidades con los culpables y con quienes no lo eran. Vuelven a encontrarse y ahora traban conversación. El viejo lo mira a los ojos una sola vez, y con palabras calculadas menciona una duda crucial: saber si la casa está edificada en el infierno o en el cielo.

Por más que conjura al viejo en un nuevo relato, el enigma del sueño persiste. Cuántas veces Borges habrá de soñar el anuncio de una muerte antes de saber que se enfrenta a su trágico destino, si es por fin su momento o si habrá de insistir en un relato que volverá a ser soñado por alguien innumerables veces.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

Borges habla de Kafka, o del pasado que está por venir

Los primeros capítulos de un libro, la aparición de un nuevo personaje, anticipan ciertas líneas posibles de desarrollo que están previstas en los tópicos de que se sirve el autor para dar comienzo. Como la pistola de Chejov, que cita Murakami en 19Q4, que, una vez aparecida, deberá en algún momento ser disparada; como el jugador de Dostoievski, que anuncia en el título al personaje que triunfará y fracasará sucesivamente en la ruleta del juego y de la vida. Sin embargo, la pistola podría no ser disparada y permanecer en un cajón al alcance del protagonista que nunca la usará pero cuenta con ella, y el jugador podría haber triunfado en la ruleta, o sufrir el desencanto del juego viendo el vergonzoso comportamiento de la sensata duquesa atrapada en el desenfreno y la ruina caprichosa de buena parte de su fortuna, aunque ambas soluciones nos habrían extrañado, demasiado sencillas. El anuncio de la historia no es suficiente para alcanzar la certeza de una comprensión tranquilizadora o aburrida del relato. El contador de cuentos juega con las imprevisiones que no se anuncian, desafiando al lector -y sospecho que al propio autor-, rompiendo la lógica de los lugares comunes mediante soluciones no anticipadas. Será el devenir de los sucesos narrados el que complete el sentido que, de algún modo, ya estaba anunciado en el inicio de la intriga, aunque esto sólo lo sepamos cuando ya es demasiado tarde.

Como nuestras relaciones sociales y nuestra biografía son también relatos que están por ser escritos, en donde la intuición de los comienzos se incumple, o no, en determinados cierres narrativos, también podemos pensar del tiempo sociológico que el sentido de los sucesos deberá ser completado en otro momento posterior. Sólo el tiempo lo dirá, es la expresión común que se utiliza en estos casos.

En su alucinante propuesta de precursores de la obra de Kafka, Borges enumera una diversidad de pequeños relatos de los que apenas podemos suponer que Kafka tuviera noticia, si es que tuvo alguna. La lista, lejos de ser caprichosa, parece el fruto de cierto modo en que Borges se sorprende ante la lectura de pasajes tan alejados en el tiempo y el estilo que el propio autor concluye que sólo pueden ser relacionados entre sí porque en algún momento devendrán en Kafka, o en la lectura borgiana de Kafka, pues es aquí donde se encuentran parecidos imposibles e interpretaciones originales en la tal variedad de fuentes inconexas. El sentido de tan variadas obras, si es que alguna vez lo tuvo, se produce en el cierre que Borges propone para la historia de los precursores. Ahora lo comprendo, decimos cuando el devenir de los acontecimientos nos hace mirar con ojos nuevos a sucesos inconexos que nos han acontecido en el tiempo y que nunca habrían estado relacionados entre sí de no haber sucedido el futuro desde el cual cerramos la interpretación, hasta el punto de poder afirmar no sólo que cada escritor crea a sus precursores, como afirma Borges, sino que cada tiempo reinventa su pasado, y que los pasados son tantos como líneas narrativas pueden ser reclamadas desde los imprevistos futuros por venir, convirtiendo a todo pasado en una suerte de futuro que nunca llega a su conclusión, siempre presto a ser otra vez concluido en la imaginación de cada lector dispuesto a crear el sentido de lo que fue, pero que aún no ha sido. Así, es lícito decir del pasado que aún no ha dejado de suceder, o que todavía no ha sucedido, o que nunca sucederá.

martes, 8 de julio de 2014

Ficción y realidad de Borges y Ugolino

“Reconsideremos la escena. En el fondo glacial del noveno círculo, Ugolino roe infinitamente la nuca de Ruggieri degli Ubaldini y se limpia la boca sanguinaria con el pelo del réprobo. Alza la boca, no la cara, de la feroz comida y cuenta que Ruggieri lo traicionó y lo encarceló con sus hijos. Por la angosta ventana de la celda vio crecer y decrecer muchas lunas, hasta la noche en que soñó que Ruggieri, con hambrientos mastines, daba caza en el flanco de una montaña a un lobo y sus lobeznos. Al alba oye los golpes del martillo que tapia la entrada de la torre. Pasan un día y una noche, en silencio. Ugolino, movido por el dolor, se muerde las manos; los hijos creen que lo hace por hambre y le ofrecen su carne, que él engendró. Entre el quinto y el sexto día los ve, uno a uno, morir. Después se queda ciego y habla con sus muertos y llora y los palpa en la sombra; después el hambre pudo más que el dolor.” (Borges, sobre el verso 75 del canto penúltimo del Infierno de Dante. En Nueve ensayos dantescos, 1982.)

La discusión se centra en la última expresión, bien si Ugolino comió la carne de sus hijos o murió finalmente de un hambre más poderosa que el dolor de verse encerrado y muertos los suyos. Las dos interpretaciones son posibles, y el verso, de naturaleza sintética y no denotativa, se convierte en un modo de transmisión que prima la sugerencia por encima de la evidencia. Borges lo soluciona decantándose hacia este carácter ambiguo y abierto del verso, donde lo importante no es decir lo que sucedió sino sugerir posibles interpretaciones abiertas para el lector.

El mundo del arte, cuyo terreno natural es la insinuación, la ambigüedad no del todo calculada del autor, la ambigüedad sugerente del lenguaje, la polisemia y las connotaciones, o la apertura hermenéutica imprevista, las cosas no son de ninguna especie categórica: son y no son unas y diversas al mismo tiempo, en una intemporalidad revisable, del mismo modo que la imaginación recuerda por igual lo pasado y lo futuro, ambas formas de una irrealidad presente. El juego de las interpretaciones, que es fácil de asumir en la materia de la poesía, es radicalmente negado en la historia, el derecho o las ciencias, presas de un realismo no menos idealista. Pero, nuestra vida se desenvuelve en una poetización a través de la cual vemos y nos vemos en una continua reescritura/relectura, que es más una apertura de lo posible inimaginado que el cierre de una semántica biunívoca o una lógica perfecta que todavía sueñan algunos filósofos y no menos científicos. Resueltos en la ambigüedad paradójica de las categorías, también nosotros y nuestro mundo somos más una ensoñación ambigua, un inconcreto de apariencia momentáneamente concreta donde ninguna elección está fundamentada más allá de los tópicos y las ideologías, y todas engendran consecuencias que aún deben ser soñadas acaso en algún futuro que creerá haber desvelado el misterio de lo que fuimos, mientras nos inventará en nuevas intrigas donde volver a ser vividos.

El falso problema es plantear la alternativa sueño/realidad como objeto de la discusión. A Borges le importa menos lo que deba ser lo real, y se entretiene en el sueño y la poesía, donde el verso de Ugolino ya no es un problema, sino un artificio necesario del poeta (la ambigüedad del texto como técnica poética, sugerir significados alternativos en lugar de cerrar la interpretación del lector). Yo, cegado por las preguntas presocráticas, no veo en la realidad sino otra materia del sueño y la poesía, y el problema no es falso, sino que el artificio poético apunta a una incuestionable realidad donde la mentira es necesaria para crear un mundo.

De Ugolino tapiado hasta morir, nada sabemos, y tampoco del Dante, que sólo es un rostro de perfil en un lienzo antiguo y la sombra que se intuye detrás de unos versos. Dante, Borges y Ugolino no son sino nombres en un papel. Lo que nos conmociona no es la conversación que se establece entre ellos, ni siquiera el posible acto -sugiere Borges que “negar o afirmar el monstruoso delito de Ugolino es menos tremendo que vislumbrarlo”-, sino el encabalgamiento de los versos que anticipa y culmina en la insospechada conclusión, el hambre pudo más que el dolor, no menos eficaz por ambigua. Igual que Dante crea las condiciones para aumentar nuestra sospecha, así la obstinada realidad ha dado tantas muestras de resistir a nuestro entendimiento, que estamos dispuestos a acogernos a la sospecha encerrada en una conclusión ambigua -lo increíble no es que haya algo, sino que no haya nada-, y no sólo aceptamos que la duda sobre la realidad es razonable, sino que, suponiéndola verdadera, dejamos que nuestra imaginación teórica la desarrolle, y el resultado es creíble y fascinante. Nuestro tiempo está lleno de ejemplos.

Poco importa la realidad que cabe en las palabras, sino la sospecha de que ante nosotros se despliega una ilusión, un vacío de materia desde lo micro hasta lo macro, en el tiempo y en el espacio, hasta el extremo de volver confusos e ilegítimos los conceptos en que imaginamos su despliegue -verdad y mentira, realidad y fantasma-, pues el vacío carece de dimensiones en las que fundar nuestra certeza.

“Un libro es las palabras que lo componen”, y así hemos venido a entender que un mundo es las palabras con las que es contado. El falso problema oculta una falsa solución, la pretensión de realidad de una supuesta referencia histórica que se cuela entre las opciones en disputa. Como el crimen perfecto de Baudrillard, centramos la discusión en el problema, cuando el problema se encuentra en la estrechez dual de las posibles soluciones: ficción o realidad, dando valor de alternativas a lo que no es sino la conjunción necesaria para mantener la conversación, o el poema, o nuestro mundo.


Jean-Baptiste Carpeaux (1862)
Ugolino y sus hijos (detalle)


jueves, 22 de mayo de 2014

Abstención activa

Un sistema de gobierno está formado por una representación pública de grupos, intereses, ideologías y sistemas de creencias cuyos movimientos y dinámicas internas permanecen ocultas a la mayoría. El silencio interno del grupo es necesario para que la mano derecha no sepa lo que hace la mano izquierda, pues una cosa son las hermosas palabras de la ideología oficial o del calor del grupo, y otras, las oscuras maniobras que hay que hacer para mantener los espacios de influencia e impedir que sean tomados por los adversarios políticos. Las caras visibles en general importan poco, marionetas en manos de hilos ocultos por el bien del partido o de sus grupúsculos clientelares internos. No existen las personas honestas, hay que moverse en un terreno cenagoso y saber jugar a los juegos del poder, hay que saber callar, mancharse las manos, tapar al compañero por el bien de todos, por el bien del partido, para acceder o mantener el poder. El primer objetivo de toda organización es seguir siendo. El primer objetivo del partido es mantener el poder; el resto, las ideologías y las hermosas palabras, debe quedar en un segundo plano porque lo prioritario es conquistar el poder para hacerlas posibles algún día, en un futuro próximo, compañero, confía en el partido.

La corrupción clienterlar es endémica en los grupos de poder. Esto es un curioso fenómeno mundial e histórico. Podemos intentar no caer en él, pero permítanme ser pesimista cuando lo que me enseñan mis lecturas es que es un fenómeno mundial e histórico, en todos los lugares, en todas las épocas. El grupo se defiende.

La corrupción clientelar española es tan evidente que no hay absolutamente nadie que no la haya vivido en sus carnes sin intermediarios. No es algo que uno haya escuchado que le ocurrió a alguien. Nos ha pasado a todos, y a todos los que tenemos alrededor, basta hablar un rato con cualquiera para que las anécdotas aparezcan. Sobre los grupos y partidos que protagonizan estos juegos no quiero detenerme aquí, mi rechazo es abierto y absoluto.

Crear un partido alternativo es querer sentarse en la mesa de los tahúres a ganarles con sus barajas trucadas. No sé cómo calificarlo, no quisiera ofenderles, aunque deben entender que ser partidos minoritarios de nuevo cuño no es un marchamo de nobleza ni un seguro de honestidad. Quieren jugar al juego de los tramposos sin mancharse. Quieren diseñar estrategias de acceso y mantenimiento del poder -aunque sea poco, no más que un escaño aquí o allá- sin sacrificar sus nobles ideales. El primer objetivo es el escaño. Quizá haya que negociar, quizá haya que mentir, quizá haya que ocultar los trapos sucios (todos tenemos trapos sucios, la pureza sólo es una mentira retórica).

Tiene todo mi respeto, pero no mi voto. Yo rechazo la lógica de este sistema clientelar corrupto al que llamamos impropiamente democracia parlamentaria. Rechazo un sistema que no me permite disentir, que utiliza mi abstención consciente, el sillón vacío del parlamento al que yo quisiera votar, para repartírselo entre los vencedores. Rechazo un sistema corrupto que pide mi voto para legitimarse, para redistribuir las posiciones de influencia sin atender a mi opinión crítica, reducida a nada, a marginalidad entre los marginales, pues también los partidos marginales rechazan mi abstención convertida en voto inútil. Mi opinión es inútil, dicen.

Vótame para que gobierne por ti, vótame para que gobierne sobre ti, vótame para que tu presente y tu futuro esté en mis manos y debas recurrir a mí.

No quiero a nadie que me gobierne, gracias, bastante tengo con que me gobiernen mi cultura y mis circunstancias.

Ahora bien, si el juego es corrupto, si entrar en el juego es participar de la corrupción, quizá la cuestión sea más sencilla y se trate de cambiar de juego. Un mero ejemplo: en lugar de constituirse en partidos pequeños para luchar por un escaño desde el que hacerse oír un poco, constituirse en asociaciones civiles de orientación crítica, que no sacrifiquen esfuerzos en la lucha por el poder, sino que los concentren en el ejercicio público y diario de la crítica social para hacerse oír mucho, que aprovechen las plataformas disponibles -la prensa, las redes, la calle, los foros públicos- para mantener, animar y educar la capacidad crítica de nuestra sociedad, que sirvan de modelo alternativo, que demuestren que se puede participar políticamente de otras maneras alejadas de la corrupción clientelar, con las manos libres para no cejar en la crítica. Esto es lo que yo denomino abstención activa: rechazo del sistema de partidos mediante la abstención en sus convocatorias, y acción crítica continuada mediante organizaciones alternativas. Hay muchos ejemplos, la sociedad está llena de ejemplos.

Si esta es la opción, cualquiera, todos tendrán mi apoyo, que no mi voto. Díganme dónde se reúnen, dónde hay que firmar, en qué manifiesto, en qué acciones participar, cómo ayudarles a sostener la tensión crítica necesaria, y tendrán mi aplauso y mi apoyo.

A los demás, mi saludo y mi crítica radical y educada.

martes, 13 de mayo de 2014

Libertad como principio radical

La libertad es un principio radical irrenunciable, no hay componendas a las que pueda prestarse, no hay cesiones posibles que no la perviertan y obliguen a renunciar a ella. Ceder un mínimo espacio de libertad es perderla en su expresión radical. La libertad no tiene una definición positiva, no se es libre por hacer las cosas de un modo o de otro, pues estamos sujetos a complejos sistemas normativos (sociedad=nomos≠libertad) y determinaciones que no sólo estrechan nuestros márgenes de comportamiento libre, sino que definen a priori cuáles son los espacios en los que pueden ser tomadas las decisiones, creando una aparente posibilidad de libertad que no casa con el principio radical. La libertad sólo puede tener una definición negativa, la capacidad efectiva para rechazar cualquier imposición venida desde otros (desde cualquier otro particular, pues el Otro sólo es una apelación retórica situada de algún otro particular con pretensiones de imposición); ser libre es decir NO cuando no se desea aceptar la influencia o la propuesta del otro, y decir DÉJAME EN PAZ cuando el otro insiste en sus intentos de imposición. Decirle al otro que nos seguir nuestro camino, nuestras vidas, no es una expresión ofensiva ni desagradable; es la petición serena, decidida y respetuosa al otro, que es un igual en el ejercicio del principio radical, de que cada uno podamos seguir en nuestras cosas con la tranquilidad que merecen.

Como principio radical, obliga radicalmente: no tiene sentido alguno tratar de imponer, convencer, aconsejar, influir o condicionar al otro en nombre de una libertad compartida ni de cualquier otro valor deseado (la comunidad, el pueblo, el bien común, la paz social, la felicidad, el éxito social). Se puede intentar, por supuesto; incluso puede que las intenciones, las promesas y los resultados del intento de influencia o imposición sean loables, comprensibles o beneficiosas (hay que discutir que significan cada uno de estos términos, en sí mismos espacios vacíos de sentido). Pero el precio es la libertad, que en su definición radical no admite concesión alguna.

"Pues yo niego el derecho del pueblo a ejercer tal coacción, sea por sí mismo, sea por su Gobierno. El poder mismo es ilegítimo. El mejor Gobierno no tiene más títulos para él que el peor. Es tan nocivo, o más, cuando se ejerce de acuerdo con la opinión pública que cuando se ejerce contra ella." (John Stuart Mill, Sobre la libertad)

jueves, 27 de marzo de 2014

El estrambote y el ingenioso hidalgo

Cervantes era un mal poeta, a su pesar, y apenas algunos poemas suyos merecen formar parte de las antologías de nuestra lírica. Sin embargo, que Cervantes es el más grande de nuestros autores, nadie lo duda, y es esta misma falta de duda lo que ha encumbrado su nombre. Ya son de por sí increíbles muchas páginas del Quijote, decenas de fragmentos dignos de memoria; pero es el asombro de tantas generaciones posteriores lo que convierte al hombre en una de las piezas clave del mito fundacional del genio español, que no es sino el deseo que muchos tuvieron de reclamar un espacio propio y digno en la historia de la cultura occidental. Como don Miguel de Unamuno, que decía ser principalmente poeta, aunque malo, y no renegaba de sus versos, aunque peores. Como Machado, el otro, que merece renombre en nuestras letras apenas por unos pocos versos escritos aquí y allá. No importa, la buena poesía de Cervantes se deja ver, o entrever, cubierta de pudorosos velos, en tantas y tantas sentencias y frases rotundas y sabias, o felices y maravillosas. Yo nunca podré saber si la dulce mi enemiga… y no se muera usted, señor Don Quijote. No se muera nunca, sino recupere la locura y vuelva al verso, de donde nunca debió salir, para memoria de los que vengan, los españoles, los hijos orgullosos de la monomanía, que todo lo consienten liberales, menos la poética injusticia que reclama una voz valerosa en el desierto de los que callan, los que medran, los que diu tant se val, tú a lo tuyo, sin vela y sin entierro.

Con todo esto no quiero sino rescatar un estrambote, el estrambote por antonomasia, donde Cervantes muestra las luces del magnífico poeta que sin duda era, en un rinconcito de un mal poema, desapercibido, en el remate sobrante, donde la grandeza puede ocultarse a la mirada del que no tiene ojos para ver.

Y luego, incontinente,
caló el chapeo, requirió la espada,
miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

Cuánta sustancia comprimida en frasco tan somero. Todo el genio español reaparece en este artificio que no es ya la máquina que espanta. Después de la quijotada, enfrentado al molino que siempre fue gigante, con la serenidad del barroco claroscuro, con la profundidad de la mirada de un hombre que se tiene por tal, orgulloso en su tamaño, digno en su pobreza, caballero en sus andrajos de quien se sabe grande, sin pedir a nadie cuentas ni reconocimientos, bastante a sí solo, chulo o guapo, que tanto vale, deja atrás la mirada superior, la consciencia de haberse mostrado, haber dejado testimonio de sí mismo. Sólo debe hablarse una vez, con la enjundia sagrada de la palabra oportuna, como un guantazo firme y sonoro, sin dejar lugar a la respuesta del duelo. Ahí queda, que un solo caballero es el que os acomete. Lo demás, sobra.

Los más no ven en el Quijote sino la locura y la humorada, o la víctima de una época de falsa decadencia, sin atender a la dignidad del personaje, siempre cargado de buenas razones, modelo de la dignidad española, serena ante la vida. (No consigo hallar quién es este Castillo B. que retrata con magistral respeto al hidalgo, pero agradezco haber encontrado la imagen. Podría ser cualquier de nosotros, los españoles.)

lunes, 3 de marzo de 2014

Borges y Averroes: paradoja del autor y el personaje

Sentí que Averroes, queriendo imaginar lo que es un drama sin haber sospechado lo que es un teatro, no era más absurdo que yo, queriendo imaginar a Averroes, sin otro material que unos adarmes de Renan, de Lane y de Asín Palacios. Sentí, en la última página, que mi narración era un símbolo del hombre que yo fui, mientras la escribía y que, para redactar esa narración, yo tuve que ser aquel hombre y que, para ser aquel hombre, yo tuve que redactar esa narración, y así hasta lo infinito. (En el instante en que yo dejo de creer en él, "Averroes" desaparece.)
Borges, La busca de Averroes

(No se sabe si es Averroes quien busca el sentido de la tragedia y la comedia, o si es Borges quien busca a Averroes para dejarlo escrito. Paradoja del narrador y del personaje narrado.)

No puedo hablar del otro sin que yo mismo quede plasmado en el escrito, puesto que lo escrito soy yo tanto como el otro, y bien visto, ninguno de los dos estamos presentes en la narración, y sólo la narración permanece. Averroes ha muerto y Borges ha muerto. Averroes es un símbolo, un nombre que sirve como referencia inexistente para crear un relato; el autor, Borges, es también un símbolo, el nombre que el relato requiere para ser autorizado. El Averrores y el Borges históricos importan poco, o nada. El relato crea la ficción de dos personajes que se sustancian en el fluir del lenguaje, en los efectos de la retórica y la narrativa del relato. Uno de ellos está explícito, pues se habla de él; el otro está implícito, pues queda dicho mediante el texto.

Para hablar del personaje, debe ser antes escrito (es decir, hablado); para escribir sobre él, antes debe ser entrevisto (es decir, escrito); en un círculo imposible donde el autor, el texto y el personaje son recreados al mismo tiempo, pues el autor debe ser escrito para ser autor, tanto como el personaje debe ser narrado para ser personaje, ambos encerrados en los estrechos y siempre abiertos límites del texto.

Paradoja del yo y el otro, de la comunicación humana, de la convivencia junto al otro. Un juego de espejos donde ambos nos presuponemos sin existir, y ambos resultamos sin llegar a ser nada más que el texto, el diálogo. El texto se erige como la única exterioridad posible, allí donde ambos venimos a ser, expuestos en el relato público, y donde ambos morimos cada vez que alguien finaliza la lectura.

En el instante en que termino este breve divertimento ontológico sobre la paradoja del autor y el personaje, Borges vuelve a morir. También Baltasar muere.

jueves, 27 de febrero de 2014

El fantasma de Odette

Swann, el personaje de Proust, se enamora de los contenidos estéticos que él mismo ha puesto sobre Odette, en verdadero narcisismo, así que, cuando se separan, comprueba que estos contenidos se desprenden de ella y permanecen, pero como memoria de uno mismo. Swann ha creado en ella el personaje en que vivirse él mismo y, como en la dialéctica hegeliana del señor y el siervo, necesita del otro para vivirse, pues no tiene de otro modo ningún vínculo con la realidad al que llamar vida.

El otro de la relación es fantasma becqueriano, un vacío al otro lado de nuestra fantasía. Cuando desaparece, la fantasía pervive en los objetos donde se encarnó, convertidos en rastro y memoria.

- Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz;
soy incorpórea, soy intangible:
no puedo amarte.
- ¡Oh ven, ven tú!

Los fantasmas

Botticelli - Las pruebas de Moisés (detalle)



viernes, 14 de febrero de 2014

El simulacro


En parte tiene que ver con el relevo generacional. Los unos se resisten a abandonar sus viejos modos, los otros se resisten a no explorar los nuevos modos que otros están desarrollando. No es una tensión radical, todo o nada, hay grados de libertad, flexibilidad para sostener aún cosas de lo viejo que merecen la pena, sin por ello perder aquello que nos ancla a nuestro tiempo, que siempre es cambiante. Puede ser vintage, neoclasicismo o sencilla añoranza. Hay cosas que merece la pena conservar, son como de verdad, las cosas de siempre que nos mantienen unidos simbólicamente con las abuelas, con la historia del barrio, con la tradición, con la patria, terruño, tierra de los antepasados. Sin embargo, estamos vivos, participamos en dinámicas, innovamos, inventamos, generamos estilos y rutinas por el mero hecho de estar vivos, de conversar, compartir, relacionarnos. La innovación tiene un prurito de inteligencia, de elite, es un descubrimiento o un secreto, algo nuestro que sólo nosotros hemos creado y comprendido, y que ahora servimos a los demás para su disfrute. Llaman simulacro al mantenimiento de cierto aire tradicional en los objetos culturales, pero ofrecidos con ingredientes o servicios contemporáneos. Algo nuevo en un envoltorio antiguo, o al revés. No es lo que fue, desde luego. Si lo venden como historia o tradición, mienten; pero no siempre es así, conservar una fachada mientras el interior del edificio se vacía y reconstruye en tonos contemporáneos, o combinar elementos tradicionales en un ambiente actualizado, puede ofrecer un resultado original, avanzadilla, con estilo. No hay forma de decidir a priori la flexibilidad de la mezcla. No importa, es un problema de estilos y de grupos concretos. La cuestión es que cierta tensión entre lo viejo y lo nuevo forma parte transversal de muchos discursos: políticos, urbanísticos, arquitectónicos, artísticos.

Sin embargo, debemos reparar en que lo tradicional no es sino un antiguo simulacro, algo que vino a ser como si fuera algo que hubo más atrás, en las abuelas de nuestras abuelas, en la edad dorada de quienes nosotros fijamos como nuestra edad dorada. No hay pureza, sino mixtura, mestizaje, sincretismo, emigrantes en nuestra tierra o en otras. Decir que hay que conservar los edificios de nuestra tradición es como fijar un tiempo canónico, adánico, en el principio de los tiempos, sin que importe mucho que aquellos se edificaron sobre las ruinas de otros anteriores. No hay una verdad que deba preservarse del simulacro, sino simulacros en competencia. Rechazamos la innovación en cierto campo (mientras la aceptamos en otros, esto es llamativo, con los mismos argumentos) porque violenta, disfraza o desplaza a simulacros antiguos a los que llamamos la verdad de la tradición, o mejor dicho, nuestra vedad de nuestra tradición. La identidad que tomamos del nosotros/tradición está en juego (qui perd els origens, perd identitat, cantaba Raimon), así que vamos resolviendo estos dilemas de maneras algo diferentes en campos diferentes, mientras construimos nuevas identidades viejas, simulacros nosotros también de quienes en un tiempo fuimos, de lo que seremos después.

También debemos reparar en que el simulacro actual es el hábitat donde crecerán los siguientes, ciclo de eterno retorno. Un respeto para los siguientes, igual que para los anteriores.

martes, 11 de febrero de 2014

Theodore, la máquina y la fantasía del afecto


Her es una película escrita y dirigida por Spike Jonze en 2013 para WB. Es una película de trama sencilla, que plantea algunos problemas usuales de la relación hombre-máquina inteligente, mezclados con algunas problemáticas también usuales de las relaciones afectivas. Cuesta clasificarla fuera de una categoría mixta “science-fiction romantic comedy-drama”, como se presenta en las sinopsis en red, muestra de que no acaba de encajar con claridad en ninguna de estas categorías. En general, resulta una película suave, sin estridencias en el guión o en la interpretación, con una magnífica fotografía exterior del downtown de Los Ángeles, y una cuidada ambientación de interiores, con espacios amplios y diseños minimalistas de colores templados, que consiguen una impresión futurista, pero cercana, como si el otrora lejano futuro de las maquinas inteligentes fuese una realidad inminente, incluso presente ya entre nosotros, con interfaces a las que, en general, ya estamos acostumbrados, y que nada tienen que ver con el efectismo del avance tecnológico presente con mucha frecuencia en el cine norteamericano. En cierto sentido, Her guarda una proximidad de planteamientos con Black Mirror, la inquietante serie de televisión británica que trata las implicaciones sociales de la máquina [1] de un modo más arriesgado, en un estilo de ciencia-ficción también instalado en un presente perfectamente creíble, evitando signos o referencias futuristas.

El protagonista, Theodore (Joachim Phoenix), es un hombre de carácter plano, intimista, de maneras blandas y ropajes neutrales, poco cuidados, aunque pulcros, apariencia física insulsa y completamente falta de interés. Sus problemas afectivos, derivados de la ruptura con su anterior pareja, carecen también de interés, y no es sino la aparición de Samantha (Scarlett Johansson presta su voz), un sistema operativo de última generación con el que Theodore entabla una relación de pareja completa, lo que justifica ver la película y reflexionar sobre la dimensión afectiva de las relaciones con la máquina. Mientras nosotros solemos ver a las máquinas con las que convivimos con la misma frialdad y distancia con que tratamos al tostador o a la nevera, la ficción de los novelistas y guionistas cinematográficos ha creado máquinas dotadas de caracteres inequívocamente humanos, desde la novela romántica hasta el Hall9000 del 2001 de Kubrick, los replicantes del Blade Runner de Ridley Scott, o el más sencillo Sonny del I, Robot de Alex Proyas, por citar a los directores de cine, en lugar de los novelistas originales. Las máquinas humanizadas despliegan su actuación en un universo de un profundo psiquismo, donde se combinan los dilemas identitarios del newcomer, que ya no pertenece a ningún sitio o desea explorar hasta el límite su nueva condición; con los dilemas del monstruo enfrentado a su creador, al cual ve como una entidad disminuida o limitada para comprender la compleja realidad que ha contribuido a crear (así, el Golem XIV de Stanislaw Lem, o el monstruo del doctor Frankenstein); y con los dilemas usuales del sentido de la vida o del irremisible destino, que han adornado las tragedias griegas, los dramas barrocos, la poesía existencialista, o cualquiera, una vez vulgarizados como meros lugares comunes para usar como ripios en cualquier producción cultural de bajo interés. En general, los guionistas y novelistas se han esforzado en poetizar mejor la forma en que la máquina expresa estos dilemas sobre sí misma, frente a  la pobreza de la prosodia con la que sus antagonistas humanos son capaces de plantearlos, creando en el lector el necesario asombro (y la duda de sí mismo) para mirar hacia la máquina como un ser engrandecido al que no hemos sabido apenas comprender.

La película tiene además otro aspecto de interés, por cuanto el guionista, al plantear los problemas de la relación entre Samantha y Theodore, no puede sino utilizar vastos tópicos de las relaciones afectivas humanas, con sus combinaciones desiguales y desordenadas de pasión, curiosidad, apego, duda, demanda y distanciamiento. La pregunta que muchos se plantearán ante la película, o sea, si es posible la relación afectiva entre el ser humano y la máquina [2], se convierte, en un giro metafórico, en la pregunta sobre el carácter fantasioso e irreal de la propia relación entre humanos. Esta metafórica de ida y vuelta es la quisiera desarrollar en las páginas que siguen. La duda del blade runner, que puede distinguir al replicante, pero ya no aprecia la diferencia cualitativa con el humano, tiene aquí su correspondencia, pues todos sabemos de la máquina Samantha humanizada, pero dudamos de la supuesta verdad afectiva de los humanos que la rodean, llegando a la equiparación de ambos universos afectivos en la lógica de la fantasía sobre el otro, sin que importe mucho de qué estemos hablando cuando consideramos quién sea al otro de la relación.

Mientras que la fantasía de Samantha nos arrastra al desafio de nuestra convivencia con la máquina humanizada, la fantasía de Theodore no es la máquina en sí, sino el modo en que debe plantearse la relación afectiva para que sea aceptada como verdad, enfrentada con la prueba de la continuidad. La confianza, la sexualidad, el acceso a la intimidad del otro, la identidad de la relación (qué está sucediendo, qué estamos haciendo) son elementos centrales, pero también estereotipados, de la relación afectiva humana, trasladada en este caso a la relación afectiva con la máquina, que podemos analizar en términos de la fantasía del amor, o de otro modo, de la imposición de sentido que cada uno de los miembros de la pareja realiza sobre el otro para afianzar la impresión de estar embarcados en una relación a la que podemos seguir aplicando el rótulo de afectiva. Como bien saben los poetas, de la poesía al ripio hay una distancia corta, marcada por el abuso de las figuras literarias que utilizamos para caracterizar, definir, y al cabo, vivir nuestras propias relaciones. Preguntarnos por su veracidad o falsedad, poco importa, es suficiente dejarnos llevar por los acentos y las modulaciones que introduce la fantasía como forma de construir nuestra relación con el otro. 




[1] Me gusta especialmente el término máquina como antonomasia de un amplio conjunto de dispositivos tecnológicos contemporáneos (ciborg, robot, programas informáticos, redes tecnológicas, etc.), que aún permite la memoria de artefactos de otras épocas (autómatas, ingenios mecánicos) que ya alimentaron entonces la imaginación de la sociedad, y se convirtieron en metáforas, por ejemplo, para traducir los viejos conceptos griegos de la naturaleza en el mecanicismo de la ciencia moderna (Hans Blumenberg da cuenta de este importante relevo en las metafóricas que se imponen durante la edad moderna, y en parte continúan presentes en nuestros imaginarios científicos, morales y tecnológicos).
[2] La industria cibernética trabaja ya desde hace tiempo en este sentido, con aproximaciones de notable credibilidad, tanto en la simulación de caracteres físicos (cuerpo, pelo, ojos, movimientos, voz) como comportamentales (lenguaje, inteligencia, emoción, gesticulación).

jueves, 6 de febrero de 2014

Feyerabend y el mito de la ciencia


Paul Feyerabend, El mito de la "ciencia" y su papel en la sociedad, Valencia, Pre-Textos, 1979.

A pesar de su pretendida neutralidad, la ciencia es ideología (sistema de creencias y valores), y el Estado, que pretende desvincularse de la religión o del mito, sin embargo, coopera con la ciencia estrechamente. No sólo la financiación y la asesoría de los equipos técnicos, legitimación mutua, sino el sistema educativo, que convierte en obligatorio el aprendizaje de la ciencia desde la infancia, sin posibilidad de elección, igual que en su tiempo hizo la iglesia, antes de que la persona tenga ninguna capacidad crítica.

La inmensa mayoría acepta la ciencia, sin tener capacidad crítica para fundamentar su creencia, convertida en dogma. Incluso muchas personas con formación y muchos científicos son incapaces de hacerlo.

Además, la ciencia "oculta" sus métodos (igual que mezcla suposiciones con comprobaciones a medias, mientras oculta pruebas fallidas, como si todo ello fueran evidencias bien establecidas). "Así es como los científicos se han engañado a sí mismos y a todo el mundo respecto de su oficio" p 17. Por no hablar del modo en que incumplen los requisitos obligatorios que dicen validar a sus procedimientos.

De Copérnico y la pervivencia de los mitos cosmológicos antiguos en la ciencia moderna.

"¡Sigamos su ejemplo [ojo, que el ejemplo es la China comunista], y libremos a la sociedad del asfixiante poder de una ciencia ideológicamente petrificada, al igual que nos liberaron a nosotros nuestros antepasados del dominio opresor de la religión!" p 25.

"La vía hacia este objetivo está clara. Una ciencia que insiste en poseer el único método correcto y los únicos resultados aceptables es ideología y debe ser separada del estado y especialmente de la educación" p 26.

La ciencia, igual que la religión o el mito, deberían ser enseñadas como materias históricas, y que sólo más tarde quien lo desee pueda iniciarse, una vez tenga capacidad crítica suficiente. [Problema: habrá que sustituirlo por alguno otro cuerpo ideológico que copará la socialización y el sentido de realidad, reduciendo la capacidad crítica para apreciar el valor de las alternativas. Vuelta a empezar.]

"También hemos descubierto que la ciencia no tiene resultados sólidos, que sus teorías al igual que sus enunciados fácticos son hipótesis que a menudo son no ya localmente incorrectas, sino enteramente falsas, al hacer aserciones sobre cosas que jamás existieron" p 30.


apuntes gramaticales


del sustantivo
semántica: cada nombre concreto tiene un origen semánticamente no arbitrario. En su origen, fue metáfora, síntesis de ideas ya aceptadas con la que acotar mediante perífrasis las características del objeto que se quería señalar.
-ivo, sufijo latino que indica relación activa / relación pasiva (p.ej., primitivo, relativo a lo más antiguo; pero también motivo, ‘relativo al movimiento, que tiene eficacia para mover’, o ‘limitativo’, ‘lo que limita o está destinado a limitar’: de lo que ‘sustantivo’ podría ser ‘relativo a la sustancia, que tiene eficacia para sustanciar’, es decir agente, de calidad verbal).


del pronombre
Petrus Ramus no lo considera parte de la oración, sino adjetivo irregular parasilábico. (‘para’, preverbio griego, junto a, al lado de, contra).
(Fernando Arellano, Historia de la lingüística, Tomo I)


del infinitivo
Las terminaciones –ar, -er, -ir, indican directamente una forma sustantiva, el nombre que recibe la acción. Resulta llamativo que el verbo, paradigma de la acción que preside la oración frente al sustantivo, sea él mismo estructurado a partir de un sustantivo.


del participio
Verbo y adjetivo, conjugado y declinado al mismo tiempo. Del modo verbal que indica la acción en efecto (poniente el sol, brillante la armadura…) se deriva un sentido adjetival, es decir, que califica al objeto. De otro  modo: el objeto resulta calificado mediante la acción que realiza.